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Los pilotos, mientras tanto, adoptaban una expresión de fingido interés en sus caras, miraban al comisario e intercambiaban impresiones en voz baja.

– Tal vez escoltemos a los Douglas que llevan víveres a Leningrado -dijo Solomatin, que tenía una amiga en Leningrado.

– ¿O tal vez en dirección a Moscú? -preguntó Molchánov cuya familia vivía en Kúntsevo, una localidad al oeste de Moscú.

– Quizá nos envíen cerca de Stalingrado -dijo Víktorov.

– Bah, es poco probable -replicó Skotnoi.

A él le era indiferente el lugar adonde destinaran al regimiento puesto que todos sus parientes se encontraban en la Ucrania ocupada.

– Y tú, Boria, ¿adónde volarías? -preguntó Solomatin-. ¿A tu capital judía, Berdíchev?

De pronto los sombríos ojos de Korol se oscurecieron de rabia y, en voz alta y clara, le soltó un aluvión de insultos.

– ¡Suboficial Korol! -gritó Berman.

– A sus órdenes, camarada comisario.

– Cállese.

Pero Korol ya se había callado.

El mayor Zakabluka tenía gran reputación y fama en el arte de la blasfemia y jamás habría amonestado a un piloto de combate soltando tacos en presencia de un superior. Él mismo cada mañana gritaba a su ordenanza de forma amenazante:

– ¡Maziúkin, tu puta madre…! -y después acababa en un tono más manso-: Va, venga, dame la toalla.

Sin embargo, como buen conocedor del carácter de picapleitos del comisario, el comandante del escuadrón no se atrevió a «amnistiar» rápidamente a Korol. Berman redactaría un informe donde expondría cómo Zakabluka había desacreditado su liderazgo político ante los pilotos. De hecho, Berman ya había informado por escrito a la sección política de que Zakabluka, desde que le habían pasado a la reserva, se había montado su propio señorío, bebía vodka con el jefe de Estado Mayor y tenía un lío con una lugareña, la zootécnica Zhenia Bondariova.

Así que el comandante Zakabluka no tuvo otra alternativa que lidiar con el asunto.

– ¿Qué son esos modales, suboficial Korol? ¡Dos pasos al frente! ¿A qué viene este desorden? -gritó con voz ronca y amenazadora.

Luego llevó el caso más lejos:

– Instructor político Golub, comunique al comisario por qué razón el suboficial Korol ha infringido la disciplina.

– Permita que le informe, camarada mayor, que ha discutido con Solomatin, pero no he oído el motivo.

– ¡Teniente mayor Solomatin!

– ¡Presente, camarada mayor!

– Su informe. ¡A mí no! ¡Al comisario del batallón!

– Adelante -asintió Berman sin mirar a Solomatin.

Sospechaba que el mayor Zakabluka tenía sus razones para no dar su brazo a torcer. Sabía que era un hombre que destacaba por una astucia inusitada tanto en tierra como en el aire; allí, en lo alto, era donde sabía mejor que nadie adivinar al instante el objetivo del enemigo, su táctica, y se anticipaba a sus movimientos. En tierra sabía cuándo era necesario fingirse un tontaina y reír obsequiosamente las bromas burdas de un hombre estúpido. Y sabía dominar a sus jóvenes tenientes, que no se amilanaban ante nada ni nadie.

Durante el periodo pasado en reserva, Zakabluka había manifestado interés por la agricultura y, principalmente, por la ganadería y la avicultura. Se ocupaba también de la preparación de conservas de frutas y hortalizas: hacía licor de frambuesa, salaba y secaba las setas. Sus comidas eran célebres y a los comandantes de otros regimientos les gustaba ir a verle en sus horas libres a bordo de sus U2 para tomar un tentempié y echar un trago. Pero el mayor no ofrecía su hospitalidad a cambio de nada.

Berman conocía otra peculiaridad de Zakabluka que hacía que su relación con él fuera particularmente difícil: el circunspecto, precavido y taimado Zakabluka era a la vez un temerario que cuando tenía algo entre ceja y ceja se lanzaba de cabeza, sin importarle que le fuera la vida en ello.

– Luchar contra los jefes es inútil, como mear de cara al viento -decía a Berman, y de pronto cometía un acto insensato en contra de sus intereses, tanto que desorientaba por completo al comisario.

Cuando los dos se encontraban de buen humor, conversaban, se guiñaban el ojo y se daban palmaditas en la espalda o sobre el estómago.

– Nuestro comisario es un hombre inteligente -decía Zakabluka.

– Y es fuerte nuestro heroico mayor -decía Berman.

A Zakabluka no le gustaba el comisario por su carácter melifluo, la diligencia con que insertaba en sus informes cada palabra imprudente; se mofaba de la debilidad de Berman por las chicas bonitas, su pasión por el pollo cocido («déme el muslito», pedía), y su indiferencia por el vodka; reprobaba su falta de interés hacia las condiciones de vida de los demás pero también la habilidad con que creaba condiciones satisfactorias para su propia comodidad. De Berman apreciaba su inteligencia, su disposición para entrar en conflicto con los superiores por el bien de la causa y el coraje (a veces parecía que el propio Berman no se daba cuenta de lo fácil que era perder la vida).

Y ahí estaban aquellos dos hombres, a punto de conducir al campo de batalla a un escuadrón de cazas, y mirándose de soslayo mientras escuchaban el informe de Solomatin.

– Debo decir con franqueza, camarada comisario del batallón, que ha sido culpa mía si Korol ha infringido la disciplina. Me he burlado de él y él ha soportado mis pullas, pero al final ha perdido la paciencia.

– ¿Qué le ha dicho usted? Transmítaselo al comisario del regimiento -interrumpió Zakabluka.

– Los chicos estaban intentando adivinar el destino del escuadrón, a qué frente nos enviarían, y yo le he dicho a Korol: «Tú seguro que quieres ir a tu capital, a Berdíchev».

Los pilotos observaban a Berman.

– No lo entiendo. ¿De qué capital habla? -preguntó Berman, pero de repente lo comprendió.

Berman se quedó desconcertado y todo el mundo se dio cuenta, especialmente el mayor, que se sorprendió de que eso le ocurriera a un hombre tan afilado como una cuchilla de afeitar. Pero lo que siguió a continuación fue todavía más asombroso.

– Bueno, ¿y qué más da? -dijo Berman-. ¿Y si usted, Korol, le hubiera preguntado a Solomatin, que, como todos sabemos, nació en el pueblo de Dórojovo en el distrito de Novo-Ruzski, si le apetece luchar sobre Dórojovo? ¿Debería haberle respondido con un puñetazo en la cara? Me sorprende encontrar la mentalidad del shtetl en un miembro del Komsomol [35].

Acababa de pronunciar unas palabras que ejercían, inevitablemente, cierto poder hipnótico sobre los hombres. Todos comprendían que Solomatin quería ofender a Korol y lo había logrado, pero Berman explicaba convencido que Korol no se había liberado de los prejuicios nacionalistas y que su conducta manifestaba desprecio respecto a la amistad entre los pueblos. Korol no debía olvidar que eran precisamente los fascistas los que se servían de prejuicios nacionalistas.

Todo lo que decía Berman era por sí mismo verdadero y justo. La Revolución y la democracia habían engendrado las ideas sobre las que ahora hablaba con voz emocionada. Pero en aquel instante, la fuerza de Berman residía en que más que servir a un ideal se servía de él, subordinándolo a sus necesidades, que ahora eran cuestionadas.

– ¿Lo ven, camaradas? -continuó el comisario Berman-. Allí donde no hay claridad de ideas, tampoco hay disciplina. Esto explica el modo en que ha actuado hoy Korol.

Meditó unos instantes y añadió:

– El acto indecente de Korol, su actitud, es indigna de un soviético.

Por supuesto, Zakabluka no podía ya inmiscuirse. Berman había transformado la falta de Korol en una cuestión política, y Zakabluka sabía que ningún comandante en activo podía permitirse una intromisión en la acción de los órganos políticos.

– Así son las cosas, camaradas -dijo Berman, y después de una pequeña pausa para enfatizar sus palabras, concluyó-: el primer responsable de este acto indecente es el culpable directo, pero también lo soy yo, comisario de este escuadrón, ya que no he sabido ayudar al piloto Korol a dominar su repugnante residuo nacionalista. Es una cuestión más seria de lo que me parecía al principio; por eso no castigaré ahora a Korol por su infracción disciplinaria. Asumiré el compromiso de reeducar al suboficial Korol.

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[35] Acrónimo de Kommunistícheski Soyús Molodiozhi, organización sociopolítica de las juventudes comunistas cuyos miembros tenían edades comprendidas entre los catorce y los veintiocho años.

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