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Sin embargo repitió con total claridad:

– Sí, enfermero, de momento nadie sabe cómo acabará todo esto.

¿Por qué había repetido aquellas palabras tan peligrosas? Sólo un hombre que vive en un imperio totalitario puede entenderlo. Las había repetido porque le enfurecía el miedo que había sentido al pronunciarlas la primera vez. Las había repetido como mecanismo de autodefensa, para engañar con su despreocupación a su presunto delator.

Luego, para borrar la mala impresión que pudiera haberle causado, declaró:

– Probablemente nunca, ni siquiera en el comienzo de la guerra, ha habido semejante concentración de fuerzas. Créame, enfermero.

Asqueado por la esterilidad de aquel juego inútil y complejo, se entregó a un divertimento infantil, tratando de encerrar en su puño el agua tibia y jabonosa que salía disparada bien contra el borde de la bañera, bien contra su propio rostro.

– El principio del lanzallamas -explicó al enfermero.

¡Qué delgado estaba! Examinaba sus brazos desnudos, el pecho, y pensaba en la joven rusa que dos días antes le había besado. ¿Acaso podía haber imaginado que en Stalingrado viviría una historia de amor con una mujer rusa? La verdad es que llamar a aquello historia de amor resultaba un tanto difícil. Se trataba más bien de una aventura fortuita en tiempo de guerra. Con un telón de fondo insólito, extraordinario: se habían encontrado en un sótano; él se había abierto paso entre las ruinas iluminadas por los destellos de las explosiones. Uno de esos encuentros que quedan tan bien descritos en los libros. Ayer tenía que haber ido a verla. Probablemente la chica creería que lo habían matado. Cuando estuviera restablecido, volvería a verla. ¿Quién habría ocupado ahora su lugar? La naturaleza aborrece el vacío…

Inmediatamente después del baño lo llevaron a la sala de radiología, donde el doctor lo colocó ante la pantalla.

– Allí la cosa está que arde, ¿no es así, teniente?

– Más para los rusos que para nosotros -respondió Bach, deseando agradar al radiólogo y recibir un buen diagnóstico que hiciera la operación rápida e indolora.

Entró el cirujano. Los dos médicos observaron las radiografías; sin duda debían de ver la venenosa disidencia que en los últimos años se había ido acumulando en su caja torácica.

El cirujano cogió el brazo de Bach y se puso a manipularlo, ora acercándolo a la pantalla, ora alejándolo. Sólo le interesaba la herida; el hecho de que ésta estuviera unida a un hombre con estudios superiores era una circunstancia del todo casual.

Los dos médicos comenzaron a hablar mezclando latinismos con burlones tacos en alemán, y Bach comprendió que su herida no era tan grave: no perdería el brazo.

– Prepare al teniente para la intervención -dijo el cirujano-. Entretanto iré a examinar esa herida de cráneo. Es un caso difícil.

El enfermero despojó a Bach de la bata y la ayudante del cirujano le mandó sentarse en un taburete.

– Maldita sea -exclamó Bach con una sonrisa lastimosa, avergonzado por su desnudez-. Deberían haber calentado la silla, Fräulein, antes de hacer posar el trasero desnudo a un combatiente de la batalla de Stalingrado.

La mujer le respondió sin esbozar siquiera una sonrisa.

– Eso no forma parte de nuestras obligaciones.

Luego comenzó a sacar de un pequeño armario de cristal instrumentos que causaron pavor al teniente Bach.

Sin embargo, la extracción del casco de metralla resultó rápida y fácil. Bach incluso se sintió ofendido con el cirujano, cuyo desprecio hacia aquella operación insignificante parecía hacerse extensible al herido.

La enfermera le preguntó a Bach si necesitaba que le acompañara a su habitación.

– No, iré yo solo -respondió.

– No tendrá que permanecer mucho tiempo en el hospital -añadió ella con voz reconfortante.

– Bien, ya comenzaba a aburrirme.

La mujer sonrió.

Evidentemente, la enfermera se había formado su propia opinión de los heridos a partir de los artículos que había leído en la prensa, donde escritores y periodistas relataban historias de soldados convalecientes que huían a hurtadillas de los hospitales para reincorporarse a sus queridos batallones y regimientos, movidos por un deseo imperioso de disparar contra el enemigo; de lo contrario, su vida no tenía sentido.

Es posible que los periodistas se encontraran con gente así en los hospitales, pero Bach, por su parte, sintió una vergonzosa felicidad cuando pudo tumbarse en una cama cubierta de sábanas limpias, comer un plato de arroz y, dando una calada a su cigarrillo (pese a que en las habitaciones del hospital estaba estrictamente prohibido fumar), entablar conversación con sus vecinos.

En la sala había cuatro heridos: tres eran oficiales que servían en el frente y el cuarto, un funcionario con el pecho hundido y el vientre hinchado que, enviado en comisión de servicio desde la retaguardia, había sufrido un accidente automovilístico en la región de Gumrak. Cuando se tumbaba boca arriba, con las manos apoyadas sobre el estómago, parecía que al viejo esmirriado le hubieran metido debajo de la colcha, a guisa de broma, una pelota de fútbol.

Sin duda éste era el motivo por el que le habían colgado el apodo de portero.

El Portero era el único que se quejaba de que la herida lo hubiera puesto fuera de combate. Hablaba en tono exaltado del deber, el ejército, la patria, y del orgullo que constituía para él haber sido herido en Stalingrado.

Los oficiales del frente, que habían vertido su sangre por el pueblo, se mostraban sarcásticos respecto a su patriotismo. Uno de ellos, echado boca abajo a consecuencia de una herida en las nalgas, era el comandante Krapp, que estaba al mando de un destacamento de exploradores. Tenía la tez pálida y los labios tan prominentes como sus ojos marrones.

– Por lo visto usted es de ese tipo de porteros que no hacen ascos a meter un gol -dijo Krapp-. No se contenta con detener la pelota.

Krapp estaba obsesionado con el sexo. Era su principal tema de conversación.

El Portero, ansioso de pagar con la misma moneda a su ofensor, le preguntó:

– ¿Por qué está tan pálido? Supongo que trabaja en algún despacho.

Pero Krapp no trabajaba en las oficinas.

– Yo -dijo- soy un ave nocturna. Me lanzo a la caza por la noche. Con las mujeres, a diferencia de usted, me acuesto durante el día.

En la sala juzgaban con acritud a los burócratas que todas las noches cogían los automóviles y se escapaban de Berlín a sus casas de campo; insultaban también a los intendentes más veteranos que eran condecorados antes que los soldados del frente; hablaban de las penurias que soportaban sus familias, cuyas casas habían sido destruidas por las bombas; maldecían a los donjuanes de la retaguardia que aprovechaban su situación para conquistar a las mujeres de los soldados; vituperaban las tiendas del frente donde sólo se vendía agua de colonia y cuchillas de afeitar.

Al lado de Bach estaba el teniente Gerne. Al principio aquél creyó que se trataba de un aristócrata, pero luego supo que era uno de esos campesinos promovidos por el nacionalsocialismo. Era subjefe del Estado Mayor del regimiento y había resultado herido por un casco de bomba durante un ataque aéreo nocturno.

Cuando el Portero fue conducido a la sala de operaciones, el teniente Fresser, un hombre más bien vulgar cuya cama estaba situada en la esquina, dijo:

– Llevan disparándome desde el 39, y nunca he proclamado mi patriotismo. Me dan de comer y de beber, me visten, y yo combato. Sin filosofías.

– No es del todo cierto -replicó Bach-. Cuando los oficiales del frente hablan de la hipocresía de hombres como el portero, eso ya es una filosofía.

– Exacto -dijo Gerne-. ¿Nos puede decir de qué clase de filosofía se trata?

Por la expresión hostil en la mirada de Gerne, Bach intuyó que era uno de esos hombres que odiaban a la clase intelectual anterior a Hitler. Bach había leído y escuchado multitud de discursos en los que se atacaba a la vieja clase intelectual por su afinidad con la plutocracia americana, sus simpatías ocultas por el talmudismo y las teorías hebraicas, por el estilo judaizante en la pintura y la literatura. La rabia se apoderó de él. Ahora que estaba dispuesto a inclinarse ante la fuerza bruta de los hombres nuevos, ¿por qué lo miraban con gesto lúgubre, felino? ¿Acaso no le habían comido también a él los piojos? ¿Es que no le había devorado el frío igual que a ellos? ¡A él, un oficial de primera línea, no le consideraban alemán! Bach cerró los ojos y se volvió hacia la pared…

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