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¿Acaso no fui yo el que eligió la hora, el lugar,
el año, la nación, el pueblo de mi nacimiento,
a fin de atravesar todos los bautismos y sufrimientos,
del agua, el fuego, la conciencia?
Caído en la boca de la bestia apocalíptica,
en lo podrido de su vientre inmundo,
continúo creyendo en el artífice
que en el principio puso cada cosa en el mundo.
Creo en la justicia de la fuerza suprema
que desencadenó los elementos primeros,
y desde las entrañas de la Rusia quemada
clamo: ¡Oh, Señor mío, tu juicio es justo!
Templas en el fuego al ser,
hasta que duro y puro es como un diamante.
Y si hay poca leña en el horno de fundir,
Dios mío, ¡ten aquí esta carne mía!

Cuando hubo terminado su lectura, permaneció sentado con los ojos entornados, moviendo los labios sin decir una palabra.

– Tonterías -sentenció Stepanov-, puro decadentismo. Dolgoruki hizo un ademán a su alrededor con su mano, pálida y exangüe.

– ¿Ve adónde han llevado a los rusos los Chernishevski y los Herzen? ¿Recuerda lo que escribió Chaadáyev en su tercera carta filosófica?

Stepanov profirió en tono didáctico:

– Usted y su oscurantismo místico me repugnan tanto como los organizadores de este campo. Usted, como ellos, olvida que existe una tercera vía para Rusia, la más natural: la vía de la democracia y la libertad.

Más de una vez Abarchuk había discutido con Stepanov, pero ahora se le habían pasado las ganas de intervenir en la conversación, de denunciar en su interlocutor al enemigo, al emigrado interior. Pasó por el rincón donde rezaban los baptistas, escuchó su bisbiseo.

En aquel instante retumbó la voz estentórea de Zarókov, el jefe de dormitorio:

– ¡En pie!

Todos saltaron de su sitio; los guardias irrumpieron en el barracón. Abarchuk miraba la cara pálida y larga de Dolgoruki con el rabillo del ojo. Realmente estaba en las últimas. Se mantenía en posición de firmes mientras sus labios murmuraban. Probablemente repetía sus versos. Cerca de él se sentaba Stepanov que, fiel a su propio instinto anárquico, se negaba a someterse a las reglas del ordenamiento interno.

– Un cacheo, un cacheo -susurraban los prisioneros.

Pero no hubo cacheo. Dos jóvenes soldados escolta con gorras rojas y azules pasaban entre los catres examinando a los reclusos.

Cuando llegaron a la altura de Stepanov, uno de ellos le dijo:

– ¿Todavía sentado, profesor? ¿Tienes miedo de enfriarte el culo?

Y Stepanov, volviendo hacia ellos su cara larga de nariz chata, repitió en voz alta como un papagayo: «Soy un detenido político».

Aquella noche Rubin fue asesinado en el barracón.

El asesino había apoyado un clavo grueso contra su oreja y entonces, con un golpe enérgico, se lo hundió hasta el cerebro. Cinco personas, entre ellas Abarchuk, fueron llamadas al despacho del delegado operativo. Por lo visto, el óper trataba de averiguar la procedencia del clavo. Unos clavos parecidos acababan de llegar al almacén de herramientas, pero aún no se habían distribuido.

Durante el aseo Bárjatov estaba cerca de Abarchuk en el barreño. Volvió hacia él su cara mojada y, lamiéndose de los labios las gotas de agua, dijo en voz baja:

– Acuérdate de esto, carroña: si te chivas al óper, a mí no me pasará nada, pero yo acabaré contigo, y de una manera que a todos los del campo se les pondrá la piel de gallina.

Mientras se secaba con la toalla, hundió sus ojos tranquilos y húmedos en los de Abarchuk y, leyendo en ellos lo que quería leer, le apretó la mano.

En la cantina Abarchuk dio a Neumolímov su escudilla de sopa de maíz.

– Animales. ¡Hacer eso a nuestro Abraham! ¡Menudo hombre era! -dijo Neumolímov y se acercó la escudilla de sopa.

Sin hablar, Abarchuk se levantó de la mesa.

La muchedumbre agolpada en la entrada de la cantina se abrió para dejar paso a Perekrest. Tuvo que agacharse para franquear el umbral, puesto que los techos del campo no estaban diseñados para hombres de su estatura.

– Hoy es mi cumpleaños -informó a Abarchuk-. Ven, únete a nosotros. Beberemos vodka.

¡Qué horror! Decenas de personas habían oído el asesinato de aquella noche, habían visto al hombre que se había deslizado hasta el catre de Rubin.

¿Qué les habría costado saltar abajo desde la litera, dar la voz de alarma por todo el barracón? Juntos habrían podido dominar al asesino en dos minutos, salvar a su compañero. Pero nadie levantó la cabeza, nadie gritó. Habían matado a un hombre como se degüella a una oveja. Los demás permanecieron acostados, simulando que dormían, aguantándose la tos: se habían tapado la cabeza con la chaqueta para no oír cómo se agitaba el moribundo.

¡Qué vileza! ¡Qué sumisión!

Pero él tampoco dormía, se había quedado callado, se había tapado la cabeza con la chaqueta… Sabía con absoluta lucidez que la sumisión no era porque sí, era fruto de la experiencia, del conocimiento de las leyes del campo.

Podrían haberse levantado, detener al asesino, pero un hombre con un cuchillo en la mano siempre es más fuerte que un hombre desarmado. La fuerza de un grupo de prisioneros apenas dura un instante, mientras que un cuchillo siempre es un cuchillo.

Abarchuk pensaba en el interrogatorio que le esperaba; era fácil para el óper exigir declaraciones: él no dormía por la noche en el barracón, no se lavaba en los lavabos comunes con la espalda a merced de una puñalada, no andaba por las galerías de la mina, ni iba a las letrinas del campo, donde varios hombres podían asaltarle y meterle la cabeza en un saco.

Sí, había visto aquella noche cómo el hombre se había acercado a Rubin. Había oído sus estertores, cómo Rubin, en su agonía, golpeaba los pies y las manos contra el catre.

El capitán Mishanin, el delegado operativo, hizo llamar a Abarchuk a su despacho, cerró la puerta y dijo:

– Siéntese, detenido.

Comenzó con las primeras preguntas de rigor, aquellas a las que los detenidos políticos respondían siempre con precisión y rapidez.

Luego levantó los ojos cansados hacia Abarchuk y lo miró unos instantes en silencio. Comprendía perfectamente que el recluso, hombre de experiencia, temiendo la inevitable venganza nunca le revelaría cómo el asesino se había hecho con el clavo.

Abarchuk, a su vez, le miraba. Observaba la cara joven del capitán, los cabellos, las cejas, las pecas de su nariz, y pensaba que debía de ser dos o tres años mayor que su hijo.

El óper le formuló la pregunta que tres presos se habían negado a responder.

Abarchuk permaneció callado un rato.

– Y bien, ¿es usted sordo?

Abarchuk continuó en silencio.

Cómo deseaba que el óper, tal vez no de manera abierta, sino limitándose a seguir las frases establecidas del interrogatorio, le dijera: «Escuche, camarada Abarchuk, en el fondo usted es un comunista. Hoy estás en el campo, pero mañana tú y yo pagaremos nuestra cuota de miembros a la misma organización. Ayúdame de camarada a camarada, como miembro del Partido».

Pero el capitán Mishanin dijo:

– ¿Es que se ha dormido? Yo le despertaré.

Pero no hizo falta despertar a Abarchuk. Con voz ronca respondió:

– Los clavos del almacén los robó Bárjatov. Además sustrajo tres limas. En mi opinión el asesinato lo cometió Nikolái Ugárov. Sé que Bárjatov le dio el clavo y más de una vez había amenazado a Rubin con matarle. Ayer volvió a amenazarlo. Rubin se negó a firmarle un certificado de enfermedad.

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