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Y Abarchuk pensó de sí mismo: «carroña». Y de Bárjatov inmediatamente después: «carroña».

A él no le invitaron, pero sí a Neumolímov y, sonriendo con los dientes marrones, el comandante de la brigada, condecorado con dos órdenes de la Bandera Roja, se acercó a los catres. El hombre sonriente, que estaba a punto de sentarse a la mesa de los ladrones, veinte años antes había guiado en combate a los regimientos de caballería para instituir una comuna mundial… ¿Por qué le había hablado a Neumolímov de Tolia, la persona que más amaba en el mundo?

Aunque él también, a fin de cuentas, había luchado por la comuna y desde su despacho de Kuzhass hacía informes a Stalin… y ahora míralo ahí, emocionado por la esperanza de que lo llamaran, mientras pasaba al lado de la mesita cubierta con una sucia toalla bordada.

Abarchuk se acercó al catre de Monidze que estaba remendando un calcetín y dijo:

– ¿Sabes qué pienso? No envidio a los que están en libertad. Tengo envidia de los que se encuentran en los campos de concentración alemanes. ¡Eso sí que está bien! ¡Ser prisionero y saber que los que te pegan son fascistas! Entre nosotros es lo más espantoso, lo más duro: son los nuestros, los nuestros, los nuestros, ¡estamos entre los nuestros!

Monidze levantó sus grandes ojos tristes y dijo:

– A mí hoy Perekrest me ha amenazado: «Tenlo presente, amigo, te daré un puñetazo en el cráneo, te denunciaré en el puesto de guardia, e incluso me estarán agradecidos, tú eres el último de los traidores».

– ¡Y eso no es lo peor! -dijo Abrashka Rubin, sentado en el catre de al lado.

– Sí, sí -insistió Abarchuk-, ¿has visto qué contento estaba el comandante de la brigada cuando lo han llamado?

– Te duele que no te hayan llamado a ti, ¿verdad? -preguntó Rubin.

Abarchuk, con aquel odio particular que suscita un reproche o una sospecha justa, replicó:

– Ocúpate de tu alma, y no metas las narices en la mía. Rubin cerró los ojos como hacen las gallinas.

– ¿Yo? Si ni siquiera me atrevo a ofenderme. Estoy en la casta de los inferiores, soy un intocable. ¿Has oído mi conversación con Kolka hace un momento?

– No es eso, no es eso -esgrimió gesticulando Abarchuk.

Luego se levantó y se puso a caminar en dirección a la entrada, a lo largo del pasillo que separaba los catres, y de nuevo le llegaron las palabras de una conversación larga, interminable.

– … cada día borsch con carne de cerdo, incluso los festivos.

– ¡Qué pechos! Increíble.

– Me gustan las cosas sencillas, cordero con gachas. ¿Quién necesita todas esas salsas vuestras…?

Regresó al catre de Monidze y durante un rato se sentó a escuchar.

Rubin decía:

– Al principio no comprendí por qué me dijo: «Te convertirás en un compositor». Se refería a un soplón. ¿Lo entiendes? el compositor escribe óperas; el soplón, al óper [47].

– Que se vaya al diablo -dijo Monidze, sin dejar de remendar-. Ser un chivato, eso es lo último.

– ¿Cómo, ser un chivato? -se maravilló Abarchuk-, pero si eres comunista.

– Uno como tú -le replicó Monidze-, un ex.

– Yo no soy un ex -dijo Abarchuk-, y tú tampoco lo eres.

De nuevo Rubin le había hecho enfadarse expresando una sospecha justa, siempre más ofensiva y pesada que una injusta. Y le dijo:

– El comunismo no tiene nada que ver. Estoy harto de ese enjuague de maíz tres veces al día. No lo soporto más. Ése es un buen motivo para convertirse en un chivato. Y éste el inconveniente: no quiero que me ataquen durante la noche y me encuentren en la letrina a la mañana siguiente como a Orlov, con la cabeza dentro del agujero. ¿Has oído mi conversación con Ugárov?

– La cabeza hacia abajo, los pies hacia arriba -indicó Monidze, y se puso a reír, tal vez porque no había nada de lo que reírse.

– ¿Qué crees? ¿Que me dejo guiar por el puro instinto de conservación? -preguntó Abarchuk y sintió un deseo histérico de dar un puñetazo a Rubin.

Se puso de pie y caminó por el barracón.

Desde luego estaba harto del brebaje de maíz. Hacía días que trataba de adivinar lo que les servirían de comer para el aniversario de la Revolución de Octubre: guisado de hortalizas, macarrones a la marinera, gratén…

Desde luego, muchas cosas dependían del óper y los caminos que llevaban a las cimas de la vida -por ejemplo, ser responsable del baño o de las raciones de pan- eran misteriosos y confusos. De hecho, él podría haber trabajado en el laboratorio, con bata blanca, a las órdenes de una directora asalariada que no tuviera nada que ver con los delincuentes; podía trabajar en la sección de planificación, dirigir una mina… Pero Rubin se equivocaba, Rubin quería humillar, Rubin te minaba las fuerzas, buscaba en el hombre lo que le aflora en el subconsciente. Rubin era un saboteador.

Durante toda su vida Abarchuk había sido implacable con los oportunistas, siempre había odiado a las personas con dos caras, a los elementos ajenos desde el punto de vista social.

Su fuerza espiritual, su fe, consistía en el derecho a juzgar. Había perdido la confianza en su mujer y la había abandonado. Creía que no sería capaz de hacer de su hijo un combatiente inquebrantable y se había negado a darle su nombre. Abarchuk estigmatizaba a los que dudaban, despreciaba a los llorones y a los escépticos que manifestaban debilidad. Condenaba a los técnicos que en el Kuzbass se dejaban llevar por la nostalgia de sus familias moscovitas. Había hecho que sentenciaran a cuarenta obreros socialmente ambiguos que habían abandonado la obra para volver a sus pueblos. Había repudiado a su padre burgués.

Era dulce ser inquebrantable. Juzgando a los otros afirmaba su propia fuerza interior, su ideal, su pureza. En aquello residía su consuelo y su fe. Nunca había eludido las movilizaciones del Partido. Había renunciado voluntariamente al salario máximo de los funcionarios del Partido. Para él la afirmación de sí mismo consistía en su propio sacrificio. Siempre llevaba la misma guerrera y las mismas botas cuando iba al trabajo, a las reuniones del Comisariado del Pueblo, al teatro, y también cuando el Partido lo había mandado a Yalta a curarse y paseaba por la orilla. Quería parecerse a Stalin.

Perdiendo el derecho a juzgar se perdía a sí mismo. Rubin se había dado cuenta. Casi cada día hacía alusiones a la debilidad, a la cobardía, a los deseos miserables que se infiltran en la mente concentracionaria.

Anteayer había dicho:

– Bárjatov abastece a la chusma de metal robado en el almacén, y nuestro Robespierre calla. Como reza la canción, también los polluelos quieren vivir…

Cuando Abarchuk estaba a punto de condenar a alguien y se sentía asimismo culpable, empezaba a vacilar, era presa de la desesperación, se hundía en la confusión.

Abarchuk se paró junto al catre donde el viejo príncipe Dolgoruki hablaba con Stepanov, un joven profesor del Instituto de Economía. En el campo Stepanov se comportaba con altivez, se negaba a levantarse cuando las autoridades entraban en el barracón, expresaba abiertamente sus opiniones antisoviéticas. Estaba orgulloso de que, a diferencia de la masa de detenidos políticos, él había sido condenado por una causa concreta: había escrito un artículo titulado «El Estado de Lenin y Stalin», y lo había dado a leer a los estudiantes. El tercero o el cuarto de sus lectores le denunció.

Dolgoruki había regresado a la Unión Soviética desde Suecia. Antes había vivido durante mucho tiempo en París, pero en un momento dado había sentido nostalgia por la patria. Una semana después de regresar lo arrestaron. En el campo rezaba, había trabado amistad con los miembros de las sectas religiosas y escribía poesía de carácter místico.

Ahora estaba leyendo sus versos a Stepanov.

Abarchuk escuchó con la espalda apoyada contra el poste que aguantaba las dos literas de catres. Dolgoruki, los ojos medio cerrados, leía con labios trémulos y agrietados. Y su voz baja era a su vez trémula, rota:

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[47] Óper: (operativny upolnomóchenny), delegado operativo. Representante de la policía política en el interior de un campo penitenciario.

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