A Yevguenia Nikoláyevna le entraban ganas de retratar no tanto los objetos y los habitantes de la casa, como el sentimiento que suscitaban en ella. Se trataba de un sentimiento tan enrevesado y difícil que ni siquiera un gran artista podría pintarlo. Surgía de la fusión de la potente fuerza militar del pueblo y del Estado con aquella cocina oscura y mísera, con sus chismes y mezquindades; de una unión donde convivía el acero mortal de las armas con las cacerolas de cocina y las mondas de patatas. La expresión de ese sentimiento rompería toda línea, alteraría los contornos, y tomaría la forma en una relación aparentemente absurda de imágenes fragmentarias y manchas luminosas.
La viejecita Guenrijson era una criatura tímida, dócil y servicial. Llevaba un vestido negro con un cuello blanco y tenía las mejillas siempre sonrosadas a pesar de su hambre persistente.
En su mente habitaban recuerdos de las travesuras de Liudmila cuando ésta era una colegiala de primer curso, de los balbuceos infantiles de la pequeña Marusia, y de cómo Dmitri con dos años había entrado una vez en el comedor vestido con su delantalito y gritando: «Hora de ñam-ñam, hora de ñam-ñam».
Ahora Jenny Guenríjovna trabajaba como empleada doméstica para la familia de una dentista: cuidaba de la madre enferma de la patrona. A veces la dentista viajaba por la región durante cinco o seis días por mandato del Departamento de Sanidad; en aquellas ocasiones Jenny Guenríjovna se quedaba a dormir en su casa para ayudar a la vieja inválida que, después de la última apoplejía, apenas lograba mover las piernas.
Jenny no tenía ningún sentido de la propiedad, y no hacía más que excusarse ante Yevguenia Nikoláyevna, a quien pedía permiso para abrir la ventana de ventilación a fin de que su viejo gato tricolor pudiera dar rienda suelta a su celo. Sus intereses y preocupaciones principales estaban centrados en el gato: temía molestar a los vecinos.
Un vecino de piso, el ingeniero Draguin, que regentaba un taller, miraba con cruel mofa su cara arrugada, su talle esbelto y seco como el de una niña, sus quevedos que le colgaban de un cordón negro. A la naturaleza plebeya de aquel vecino le sublevaba que la vieja permaneciera fiel a sus recuerdos del pasado y que contara con sonrisa idiota y beata cómo antes de la Revolución llevaba a pasear en carroza a sus pupilos, así como sus días como dama de compañía de madame en sus viajes a Venecia, París y Viena. Muchos de los «pequeños» que había educado habían luchado junto a los generales blancos Denikin o Wrangel durante la guerra civil y habían sido asesinados por soldados rojos, pero a la viejecita sólo le interesaban los recuerdos sobre la escarlatina, difteria o colitis que habían padecido de pequeños.
Yevguenia Nikoláyevna le decía a Draguin:
– Nunca he conocido a nadie tan dulce y sumiso. Créame, es la mejor persona de todos los que vivimos en este piso.
Draguin miraba a los ojos de Yevguenia Nikoláyevna con un descaro típicamente masculino y respondía:
– Canta, pajarito, canta. Camarada Sháposhnikova, usted se ha vendido a los alemanes por unos pocos metros cuadrados.
Jenny Guenríjovna, al parecer, no amaba a los niños sanos. A menudo hablaba a Yevguenia Nikoláyevna de su pupilo más enclenque, el hijo de un obrero judío. Todavía conservaba sus dibujos y cuadernos y siempre rompía a llorar cuando describía la muerte de este pacífico niño.
Hacía muchos años desde que había vivido con los Sháposhnikov, pero se acordaba de todos los nombres y motes de los niños, y lloró cuando se enteró de la muerte de Marusia; había empezado a escribir una carta para Aleksandra Vladímirovna, que ahora estaba en Kazán, pero nunca había conseguido terminarla.
A las huevas de lucio les llamaba caviar y contaba a Zhenia que antes de la guerra los niños desayunaban una taza de caldo fuerte y una loncha de carne de ciervo.
Daba casi toda su ración a su gato, al que llamaba «mi niño plateado». El gato la quería con locura y, aunque era un animal salvaje y desconfiado, al ver a la viejecita se transformaba en una criatura cariñosa y alegre.
Draguin a menudo la interrogaba sobre cuál era su opinión respecto a Hitler: «Entonces, ahora seguro que estará contenta, ¿no es cierto?»; pero la astuta viejecita se había declarado antifascista y tildaba al Führer de caníbal.
Apenas servía para algo: no sabía lavar ni cocinar, y cuando iba a la tienda para comprar cerillas, el vendedor siempre se las ingeniaba para cortar de su cupón las provisiones mensuales de carne y azúcar.
Decía que los niños actuales no se parecían en nada a los niños de la época que ella llamaba «de paz». Todo había cambiado, incluso los juegos: las niñas del tiempo «de paz» jugaban al aro, al diábolo con palos lacados, o con una pelota colorada medio deshinchada que llevaban en una redecilla blanca de la compra. Los de hoy, sin embargo, jugaban al voleibol, nadaban estilo crol, en invierno se ponían pantalones de esquí para jugar a jockey, gritaban y silbaban.
Sabían más que la propia Jenny Guenríjovna sobre alimentos, abortos y maneras fraudulentas de adquirir cartillas de racionamiento, sobre tenientes y tenientes coroneles que traían del frente manteca y conservas a otras mujeres que no eran las suyas.
A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba escuchar los recuerdos de la vieja alemana sobre sus años de infancia, su padre, su hermano Dmitri, del que Jenny Guenríjovna se acordaba especialmente bien: a menudo enfermaba de tosferina y difteria.
Un día Jenny Guenríjovna le dijo:
– Me acuerdo de la última familia para la que trabajé en 1917. El monsieur era ministro de Hacienda, se paseaba por el comedor y decía: «Estamos acabados, queman las fincas, han parado las fábricas, la moneda se devalúa, saquean las cajas de caudales». Y les pasó exactamente igual que a ustedes, toda la familia se dispersó. Monsieur, madame y mademoiselle huyeron a Suecia, mi pupilo se fue como voluntario con el general Kornílov, y madame lloraba: «Todos los días nos despedimos, el fin está cerca».
Yevguenia Nikoláyevna sonrió con tristeza y no respondió.
Una noche un comisario de policía llevó una citación a Jenny Guenríjovna. La vieja alemana se puso su sombrero de flores blancas y pidió a Zhénechka que diera de comer al gato; ella iría a la policía y de allí directamente al trabajo, adonde la madre de la dentista; le prometió que volvería un día después. Al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevna encontró la habitación patas arriba y los vecinos le dijeron que Jenny Guenríjovna había sido arrestada.
Yevguenia Nikoláyevna fue a hacer indagaciones. En la milicia le dijeron que la viejecita había partido con un convoy de alemanes hacia el norte.
Al día siguiente se presentó un comisario de policía junto con el administrador de la casa y cogieron una cesta sellada llena de ropa vieja, fotos y cartas amarillentas.
Yevguenia se dirigió al NKVD [27] para averiguar cómo podía enviarle a la viejecita una prenda de abrigo. El hombre de la ventanilla le preguntó:
– ¿Y usted quién es? ¿Una alemana?
– No, soy rusa.
– Váyase a casa. No incordie haciendo preguntas.
– Sólo he venido para saber cómo puedo mandarle ropa de invierno.
– ¿No lo ha entendido? -dijo el hombre de la ventanilla con una voz tan tranquila que Yevguenia Nikoláyevna se asustó.
Aquella noche oyó a algunos inquilinos que hablaban de ella en la cocina.
Una voz dijo:
– La verdad, no es correcto obrar así.
Una segunda voz le respondió:
– Para mí ha sido lista. Primero puso un pie, luego informó de la vieja a quien correspondiera; la ha despachado y ahora es la dueña de la habitación.
Una voz masculina dijo:
– ¿Una habitación? Un cuartucho, mejor dicho. Una cuarta voz intervino:
– Sí, una mujer así siempre se sale con la suya. Habrá que andarse con cuidado…