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Liss hablaba un ruso descarnado, esa lengua con regusto a cenizas frías de la que se nutren los folletos de divulgación científica.

– ¿Se encuentra mal?

Mostovskói se encogió de hombros, sin decir nada.

– Sí, sí, lo sé. He enviado a un médico que me ha informado. Le he molestado en mitad de la noche. Pero tenía muchas ganas de hablar con usted.

«Sí, sí, claro», pensó Mostovskói, y dijo:

– Me han traído aquí para interrogarme. Usted y yo no tenemos nada de que hablar.

– ¿Por qué? -preguntó Liss-. Todo lo que ve es mi uniforme; pero no nací dentro de él. El Führer, el Partido disponen, y nosotros, los soldados del Partido, obedecemos. Yo siempre he sido un teórico, me interesan las cuestiones filosóficas, la historia, pero soy un miembro del Partido. ¿Es que acaso a todos los agentes del NKVD les gusta su trabajo?

Mostovskói observó el rostro de Liss con detenimiento y pensó que aquella cara pálida de frente alta debería estar dibujada en la raíz del árbol de la evolución, que la evolución partía de él y daba origen al hombre peludo de Neanderthal.

– Si el Comité Central le hubiera ordenado que apoyara el trabajo de la Cheká, ¿habría podido negarse? No, habría apartado a Hegel a un lado y se habría puesto a trabajar. Es lo que yo he hecho.

Mijaíl Sídorovich volvió la mirada hacia su interlocutor: el nombre de Hegel, pronunciado por aquellos labios inmundos, sonaba extraño, sacrílego…

Si en un tranvía abarrotado se le hubiera acercado un ladrón peligroso, experto, y hubiera entablado conversación con él, no le habría escuchado; se habría limitado a seguir con la mirada sus manos, esperando ver de un momento a otro centellear la navaja de afeitar y dispuesto a golpearle en los ojos.

Liss levantó las palmas de sus manos, las miró y dijo:

– Nuestras manos son como las vuestras: aman el trabajo duro, no tienen miedo de ensuciarse.

En el rostro de Mijaíl Sídorovich apareció una mueca; le resultaba insoportable reconocer en aquel hombre sus propios gestos, sus palabras.

Liss comenzó a hablar deprisa, animadamente, como si ya hubiera charlado antes con Mostovskói y ahora se alegrara de tener la oportunidad de concluir la conversación interrumpida.

– Bastan veinte horas de vuelo para que pueda sentarse en el sillón de su despacho en la ciudad soviética de Magadán. Para nosotros usted está en su casa, pero no ha tenido suerte. Me apena cuando su propaganda hace coro a la propaganda de la plutocracia y habla de justicia partidista.

Liss meneó la cabeza. Y las palabras que siguieron fueron todavía más turbadoras, inesperadas, espantosas y disparatadas:

Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Ésa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?

Liss aproximó su rostro al de Mostovskói:

– ¿Me comprende? No domino el ruso a la perfección, pero deseo tanto que me comprenda… Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia: se odian a ustedes mismos en nosotros. Terrible, ¿no es cierto? ¿Me comprende?

Mijaíl Sídorovich decidió guardar silencio; no dejaría que Liss le arrastrara a aquella conversación.

Pero por un instante le dio la impresión de que el hombre que le miraba a los ojos no trataba de engañarle, que se esforzaba de verdad y escogía con tino las palabras. Parecía lamentarse, pidiéndole ayuda para encontrar el sentido a algo que le atormentaba.

Mostovskói se sentía mal. Tenía la sensación de que una aguja le estaba atravesando el corazón.

– ¿Me comprende? -repitió enseguida Liss, demasiado excitado ya para ver a Mostovskói-. Cuando damos un golpe a su ejército lo infligimos contra nosotros mismos. Nuestros tanques no sólo han roto sus defensas, han quebrado también las nuestras; las orugas de nuestros tanques aplastan al nacionalsocialismo. Es horrible, es una especie de suicidio cometido en un sueño. Para nosotros puede acabar de manera trágica. ¿Lo comprende? Si ganamos, nosotros, los vencedores, nos quedaremos sin ustedes, solos contra un mundo que nos es extraño, que nos odia.

Habría sido fácil refutar las palabras de aquel hombre. Pero sus ojos se acercaron aún más a Mostovskói. Sin embargo había algo todavía más repugnante y peligroso que las palabras de aquel astuto provocateur de las SS, y es que, a veces, ya fuera con timidez o con malicia, Liss rasguñaba el corazón y el cerebro de Mostovskói. Eran dudas abominables y sucias que Mostovskói no encontraba en las palabras del otro, sino en su propia alma.

Como un hombre que tiene miedo a la enfermedad, que teme sufrir un tumor maligno, pero en lugar de ir al médico, finge no sentir malestar y trata de evitar las conversaciones sobre enfermedades con sus allegados. Y de repente, un día alguien le dice: «Oiga, usted siente estos dolores, ¿verdad? Especialmente por las mañanas, después de… sí, sí…».

– ¿Me comprende, maestro? -preguntó Liss-. Un pensador alemán, seguro que usted conoce sus brillantes estudios, dijo que la tragedia de Napoleón consistía en que expresaba el alma de Inglaterra, y precisamente en Inglaterra tenía a su enemigo mortal.

«Ay, sería mejor que me molieran a golpes», pensó Mijaíl Sídorovich. Y luego: «Ah, se refiere a Spengler».

Liss encendió un cigarrillo y alargó su pitillera a Mostovskói.

– No quiero -dijo Mijaíl Sídorovich con la voz entrecortada.

Se sintió más tranquilo cuando reparó en que todos los policías del mundo, ya fueran los que le habían interrogado cuarenta años atrás, ya fuera este que hablaba de Hegel y Spengler, utilizaban la misma estúpida técnica: ofrecer un cigarrillo al prisionero. Claro, es cierto, la desorientación se produce a causa del agotamiento nervioso, de la sorpresa: él esperaba recibir una paliza, y de repente se enfrentaba a aquella conversación repulsiva y absurda. Pero incluso la policía zarista entendía un poco de cuestiones políticas, y entre sus filas había personas verdaderamente cultas; uno incluso había leído El capital. Sin embargo lo más interesante sería saber si a aquel policía que había estudiado a Marx, de pronto, en lo más íntimo, le habría asaltado la duda de si Marx tenía razón. ¿Qué había sentido entonces aquel policía? ¿Aversión, horror ante sus propias dudas? en cualquier caso un policía no puede convertirse en un revolucionario: aplaca sus dudas y sigue siendo policía… «Pero yo, en el fondo también yo, aplaco mis dudas. Pero es diferente, yo soy un revolucionario,»

Y Liss, sin darse cuenta de que Mostovskói había rechazado el cigarrillo, masculló:

– Sí, sí, tenga la bondad, es un tabaco muy bueno.

Cerró la pitillera, totalmente apesadumbrado.

– ¿Por qué encuentra esta conversación tan sorprendente? ¿Esperaba que le dijera algo diferente? Seguro que ustedes, en la Lubianka, también tienen a hombres instruidos. Gente que pueda hablar con el académico Pávlov o con Oldenburg. Pero ellos persiguen un objetivo, mientras que yo no persigo ningún fin secreto con esta conversación. Le doy mi palabra. Me atormentan las mismas cosas que a usted.

Sonrió y añadió:

– Palabra de honor de un oficial de la Gestapo, y no es ninguna broma.

Mijaíl Sídorovich se repetía a sí mismo: «No digas nada, lo principal es estar callado, no intervenir en la conversación, no objetar».

Liss siguió hablando, casi como si se hubiera olvidado de la presencia de Mostovskói:

– ¡Dos polos! ¡Eso es! Si no fuera así, esta terrible guerra no existiría. Nosotros somos sus enemigos mortales, sí. Pero nuestra victoria será su victoria. ¿Lo comprende? Si ustedes ganan, nosotros moriremos y viviremos en vuestra victoria. Es algo paradójico: si perdemos la guerra, seremos los vencedores, continuaremos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservando la misma esencia.

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