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¿Por qué razón ese omnipotente Liss, en lugar de mirar películas galardonadas, beber vodka, escribir informes a Himmler, leer libros de jardinería, releer las cartas de su hija, entretenerse con las mujeres jóvenes seleccionadas en el último convoy, o bien irse a dormir a su espacioso dormitorio después de tomarse un medicamento para facilitar la digestión, había mandado llamar de noche a un viejo bolchevique ruso impregnado del hedor a Lager?

¿Qué tenía en mente? ¿Por qué escondía sus fines? ¿Qué trataba de averiguar?

Mijaíl Sídorovich no tenía miedo a las torturas; lo que le aterrorizaba era pensar que el alemán no mentía, que le estuviera hablando con sinceridad. Que simplemente fuera un hombre con ganas de conversar.

Qué pensamiento tan odioso: eran dos seres enfermos, ambos consumidos por la misma enfermedad, pero uno no se contenía y hablaba, se confiaba al otro, y el segundo callaba, se escondía mientras escuchaba, escuchaba…

Y Liss, como si por fin respondiera a la tácita pregunta de Mostovskói, abrió la carpeta que descansaba sobre la mesa y sacó con aprensión, sirviéndose de dos dedos, unos papeles sucios. Mostovskói los reconoció al instante: eran los garabatos de Ikónnikov.

Liss, al parecer, creía que cuando el prisionero viera de improviso aquellos folios que Ikónnikov le había dado furtivamente el desaliento se apoderaría de él.

Pero Mijaíl Sídorovich no perdió la cabeza. Miró las páginas cubiertas de la caligrafía de Ikónnikov casi con alegría: todo se había aclarado de un modo estúpido y sencillo, como siempre ocurre en los interrogatorios de la policía.

Liss acercó al borde de la mesa los garabatos de Ikónnikov, después colocó de nuevo las hojas manuscritas ante sí. De pronto se puso a hablar en alemán.

– Mire, le encontraron estos papeles durante el registro. En cuanto leí las primeras palabras comprendí que semejante basura no podía ser obra suya, a pesar de que no conozco su escritura.

Mostovskói permaneció callado.

Liss tamborileó con un dedo sobre los papeles. Le estaba invitando a hablar de modo amistoso, con buena voluntad.

Mostovskói continuó callado.

– ¿Me equivoco? -preguntó Liss, sorprendido-. No, no me equivoco. Usted y yo sentimos el mismo asco hacia lo que aquí está escrito. ¡Usted y yo estamos juntos, del mismo lado, y al otro se encuentra esta porquería! -y señaló los papeles de Ikónnikov.

– Venga, venga -espetó Mostovskói atropelladamente y con furia-. Vayamos al grano. ¿Estos papeles? Sí, sí, me los han confiscado. ¿Quiere saber quién me los ha dado? No es asunto suyo. Tal vez sea yo quien los ha escrito. O tal vez usted haya ordenado a un agente suyo que me los metiera a escondidas debajo del colchón. ¿Está claro?

Por un instante pensó que Liss aceptaría su desafío, que perdería la calma y le gritaría: «¡Tengo medios para obligarle a hablar!». Mostovskói lo deseaba con todas sus fuerzas, así todo resultaría claro y sencillo. ¡Enemigo! Qué palabra tan clara, tan nítida.

Pero Liss dijo:

– ¿A quién le importan esos papeles deplorables? ¡Qué más da quién los haya escrito! Sólo sé que no hemos sido ni usted ni yo. Cómo lo siento. ¡Piénselo! ¿Quién estaría en nuestros Lager si no hubiera guerra, si no tuviéramos prisioneros de guerra? Los enemigos del Partido, los enemigos del pueblo. Es una especie que usted conoce, ustedes los tienen en sus campos. Sí, y si la Dirección de Seguridad del Reich acoge prisioneros suyos en tiempo de paz, no los dejará marchar: sus prisioneros son nuestros prisioneros.

Liss esbozó una amplia sonrisa.

– Los comunistas alemanes que enviamos a los campos también fueron enviados a sus campos en 1937. Yezhov los encarceló, y el Reichsführer Himmler también. Sea más hegeliano, maestro.

Guiñó el ojo a Mostovskói.

– A menudo pienso que el conocimiento de lenguas en sus campos podría ser tan útil como en los nuestros. Hoy le asusta nuestro odio a los judíos. Mañana puede darse que ustedes sigan nuestro ejemplo. Y pasado mañana nos volveremos más indulgentes. He recorrido un largo camino, guiado por un gran hombre. A usted también le ha guiado un gran hombre, también ha recorrido un largo camino, difícil. ¿Cree usted que Bujarin era un provocateur? Sólo un gran hombre podía guiar a los demás por un camino como aquél. Yo también conocía a Röhm, confiaba en él, y así debía ser. Pero hay algo que me tortura: el terror de ustedes ha matado a millones de personas, y en todo el mundo, sólo nosotros, los alemanes, hemos comprendido que era algo necesario. Así es, no tiene vuelta dehoja. Trate de comprenderme, como yo le comprendo a usted. Esta guerra debe de horrorizarle. Napoleón no tenía que haber combatido contra Inglaterra.

Un nuevo pensamiento sacudió a Mostovskói. Incluso cerró los ojos, tal vez por el dolor vivo y repentino que sintió en los ojos, tal vez para escapar a ese pensamiento angustioso. ¿Y si sus dudas no eran signo de debilidad, de impotencia, de cansancio, de desconfianza? ¿Y si aquellas dudas que irrumpían en su ánimo, ahora tímidamente, ahora con ímpetu, constituyeran lo más honesto y limpio que había en su interior, y él las aplastaba, las repelía, las odiaba? ¿Qué pasaría si ellas contuvieran la semilla de la verdad revolucionaria? ¡La dinamita de la libertad!

Para rechazar a Liss, sus dedos pegajosos y resbaladizos, bastaba con dejar de odiar a Chernetsov, dejar de despreciar al yuródivi Ikónnikov. No, no, más aún. Tenía que renunciar a todo lo que daba sentido a su vida, condenar todo lo que había defendido y justificado.

Pero no, no, todavía más. No sólo condenar, sino odiar con toda su alma, con toda su pasión revolucionaria el Lager, la Lubianka, al sangriento Yezhov, a Yagoda, a Beria. No, no bastaba, ¡tenía que odiar a Stalin y su dictadura!

¡No, no, mucho más! Tenía que condenar a Lenin. Estaba al borde del abismo.

Sí, aquélla era la victoria de Liss, no una victoria ganada en el campo de batalla, sino en la guerra sin disparos, preñada de veneno, que el oficial de las SS estaba librando contra él.

Sentía que estaba al filo de la locura. Después, de repente, lanzó un alegre suspiro de alivio. El pensamiento que por un instante le había aterrorizado y obnubilado la mente se había convertido en polvo, parecía absurdo y patético. La alucinación había durado sólo algunos segundos. Pero ¿cómo había podido, aunque sólo fuera por algunos segundos o una fracción de segundo, dudar de la justicia de su gran causa?

Liss le miró fijamente, movió los labios y continuó hablando:

– ¿Cree que el mundo nos mira a nosotros con horror y a ustedes con amor y esperanza? Créame, quien ahora nos mira con horror a nosotros, también les mirará con horror a ustedes.

Ahora nada podía espantar a Mijaíl Sídorovich. Ahora conocía el precio de sus dudas. No conducían a una ciénaga, como había podido pensar antes: conducían al abismo.

Liss cogió los papeles de Ikónnikov.

– ¿Por qué se implica con gente así? Esta maldita guerra lo ha confundido todo, lo ha puesto del revés. ¡Ay, si tuviera fuerzas para desenredar esta madeja!

«No, señor Liss, no hay nada que desenmarañar. Todo está claro, todo es sencillo. No es uniéndonos con los Ikónnikov y los Chernetsov como os hemos vencido. Somos lo bastante fuertes para ocuparnos de unos y otros.»

Mostovskói se percató de que Liss reunía en sí todo lo que era oscuro. Todos los vertederos huelen del mismo modo, todos los despojos, las astillas, los cascotes de ladrillo son idénticos. Pero no es en las inmundicias, en los escombros donde hay que buscar diferencias y semejanzas, sino en el proyecto del constructor, en la idea original.

Y de pronto le invadió una rabia feliz y triunfante, no sólo contra Liss y Hitler, sino también contra el oficial inglés de ojos incoloros que le había preguntado acerca de la crítica del marxismo en Rusia, contra los repugnantes discursos del menchevique tuerto, contra el predicador amargo que se había enmascarado bajo la figura de agente de policía. ¿Dónde, dónde encontrará esta gente a idiotas dispuestos a creer que existe una sombra de semejanza entre un Estado socialista y el Reich fascista? Liss, el oficial de la Gestapo, era el único consumidor de aquella mercancía putrefacta. En aquellos momentos Mijaíl Sídorovich comprendió como nunca antes la relación interna entre el fascismo y sus agentes.

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