El viejo señaló con una manopla sucia en dirección a la orilla. Laktiónov miró, pero sin alcanzar a ver el cadáver arrancado al hielo y, para ocultar su malestar, le preguntó a boca jarro, en tono grosero, apuntando hacía el cielo:
– ¿Están golpeando fuerte estos días? ¿A qué horas sobretodo?
El viejo hizo un gesto de negación con la mano.
– Ahora los bombardeamos nosotros.
El viejo imprecó al enemigo, ahora debilitado, y mientras pronunciaba aquellas frases injuriosas, su voz perdió la ronquera; sonaba estentórea y alegre.
Entretanto, el remolcador arrastraba despacio la barcaza hacia Beketovka; la orilla de Stalingrado no parecía azotada por la guerra, sino igual que siempre, con su concentración de almacenes, garitas, barracas…
Los secretarios y miembros del buró, cansados de las embestidas del viento, volvieron a entrar en sus coches. Los soldados, a través de los cristales, los miraban cómo peces que nadaran calientes en su acuario.
Los dirigentes del Partido, sentados en sus coches, fumaban, se rascaban, hablaban entre sí…
La sesión solemne se celebró por la noche. Las invitaciones, impresas con una tipografía militar sólo se diferenciaban de las que circulaban en tiempo de paz en el papel gris y poroso, que era de pésima calidad, y en que no se precisaba el lugar del encuentro.
Los dirigentes del Partido en Stalingrado, los invitados del 64° Ejército, los ingenieros y obreros de las fábricas vecinas se dirigían a la reunión guiados por aquellos que conocían bien el camino: «Aquí hay una curva, allí otra; cuidado, justo ahí hay un cráter de bomba, y ahora unos raíles; atención, nos acercamos a un foso de cal…».
En la oscuridad resonaban las voces y el paso firme de botas.
Krímov, que durante la tarde después de la travesía había tenido tiempo de visitar la sección política, llegó al lugar de la celebración con los representantes del 64° Ejército.
Había algo en la manera en que aquella muchedumbre penetraba en el laberinto de la fábrica, en pequeños grupos y arropada por la oscuridad de la noche, que recordaba las celebraciones revolucionarias de la vieja Rusia.
Krímov.casi jadeaba de emoción. Entendía que ahora, sin haberlo preparado previamente, sería capaz de pronunciar un discurso, y con el sentido adquirido durante varios años de experiencia coma orador de masas, sabía que los hombres habrían experimentado la misma emoción y felicidad al comprender que la hazaña de Stalingrado estaba emparentada con la lucha revolucionaria de los obreros rusos. Sí, sí, sí. La guerra que había movilizado las colosales fuerzas nacionales era una guerra por la Revolución. No había traicionado la causa de la Revolución recordando a Suvórov en la casa 6/1. Stalingrado, Sebastopol, el destino de Radíschev, la potencia del Manifiesto de Marx, los llamamientos de Lenin desde su automóvil blindado en la estación de Finlandia constituían una unidad.
Vio a Priajin, que caminaba con el mismo paso tranquilo y flemático de siempre. Era increíble que Krímov nunca consiguiera hablar con él.
Había ido a visitarle tan pronto como había llegado al puesto de mando subterráneo del obkom. Tenía muchas cosas que contarle. Pero no había sido posible; el teléfono había sonado casi sin cesar, y si no era el teléfono siempre había alguien que tenía necesidad de hablar con el primer secretario. De improviso Priajin preguntó a Krímov:
– ¿Conoces a un tal Guétmanov?
– Sí-respondió Krímov-. Lo conocí en Ucrania, en el Comité Central del Partido. Era miembro del buró del Comité Central. ¿Por qué lo pregunta?
Priajin no contestó. Después comenzó el revuelo de la partida. Krímov se ofendió cuando Priajin no le ofreció asiento en su coche. Dos veces se habían encontrado frente a frente pero Priajin se comportaba como si no lo reconociese y sus ojos mostraban una expresión de fría indiferencia.
Los soldados andaban por el pasillo iluminado. Estaba el flácido comandante Shumílov, con su robusto pecho y su grueso vientre, y el general Abrámov, miembro del Consejo Militar, un pequeño siberiano con ojos saltones de color marrón. En aquella camaradería sencilla, en aquella, aglomeración de hombres que fumaban enfundados en guerreras, chaquetones guateados y pellizas, avanzaban los generales, y Krímov tenía la impresión de revivir el espíritu de los primeros años de la Revolución, el espíritu leninista. Lo había experimentado nada más pisar la orilla derecha de Stalingrado.
Los miembros del presídium ocuparon sus puestos y el presidente del soviet de Stalingrado, Piksin, apoyó las manos sobre la mesa como hacen todos los presidentes, tosió ligeramente hacia el lado donde había más alboroto y declaró abierta la sesión solemne del soviet de Stalingrado de las organizaciones del Partido, de los representantes de las unidades militares y de las fábricas de la ciudad, dedicada a conmemorar el 25° aniversario de la Gran Revolución de Octubre.
Por el bullicio de la salva de aplausos se podía deducir que los que palmoteaban eran un público exclusivamente masculino compuesto por soldados y obreros.
Después, el primer secretario Priajin, pesado, lento, de frente alta, comenzó a pronunciar su conferencia. Cualquier conexión entre el momento presente y lo que había sucedido en el pasado se desvaneció de golpe. Era como si Priajin hubiera entrado en una polémica con Krímov, como si hubiera adoptado deliberadamente aquel tono pausado para refutar su emoción.
Las fábricas de la región estaban cumpliendo con el plan quinquenal. Las zonas rurales de la orilla izquierda, aunque con ligeros retrasos, habían abastecido de manera satisfactoria al Estado con sus correspondientes cuotas de grano.
Las fábricas ubicadas en la ciudad y un poco más al norte estaban situadas dentro de la zona de operaciones militares y, por ese motivo, era comprensible que no hubieran podido cumplir sus obligaciones para con el Estado.
Una vez, durante un mitin celebrado en el frente, aquel mismo hombre se había sacado el gorro de la cabeza en presencia de Krímov y había gritado: «¡Camaradas soldados, hermanos, abajo la guerra sanguinaria! ¡Viva la libertad!» Ahora, mirando a la sala, explicaba que el descenso de la cantidad de cereal entregado al Estado se debía a que los distritos de Zimovniki y de Kotelnikovo no habían podido respetar sus compromisos ya que eran escenario de operaciones militares, y a que Kalach y Verjne-Kurmoyarsk habían sido tomadas total o parcialmente por el enemigo.
Luego, el conferenciante declaró que la población de la provincia, además de seguir trabajando para cumplir con sus obligaciones respecto al Estado, había participado activamente en las operaciones militares contra los invasores fascistas. Ofreció las cifras de participación de los obreros de la ciudad que se habían enrolado en unidades improvisadas de milicianos y, precisando que los datos no eran completos, leyó la lista de los habitantes de Stalingrado que habían sido condecorados por haber llevado a cabo de manera ejemplar misiones confiadas por el alto mando, y por el heroísmo que habían demostrado.
Al escuchar la voz serena del primer secretario, Krímov comprendió que la disparidad manifiesta entre sus pensamientos y sentimientos y las palabras de aquel que declamaba sobre agricultura e industria en las regiones que habían cumplido con sus obligaciones respecto al Estado no expresaba la absurdidad de la vida, sino el sentido de la vida.
El discurso de Priajin, frío como el mármol, constataba el indiscutible triunfo del Estado, que los hombres habían defendido con su sufrimiento y su pasión por la libertad.
Los soldados y los obreros tenían el semblante serio.
Qué extraño y penoso era recordar a los hombres que había conocido en Stalingrado, a Tarásov, a Batiuk, las conversaciones con la gente de la casa 6/1. ¡Qué desagradable y difícil era pensar en Grékov muerto en las ruinas de la casa cercada!