– Tonterías -respondió Liudmila-. ¿Y qué tienen que ver aquí las dachas? Burgueses hay con o sin dachas, y más vale evitarlos: son detestables.
Aleksandra Vladímirovna notaba que la irritación de su hija para con ella iba en aumento. Liudmila Nikoláyevna daba consejos al marido, hacía observaciones a Nadia, la amonestaba por sus errores y la perdonaba, la mimaba o se negaba a mimarla, y sentía que su madre juzgaba constantemente sus actos. Aleksandra Vladímirovna no expresaba cuáles eran sus opiniones, pero era evidente que las tenía. A veces Shtrum intercambiaba miradas con su suegra y en sus ojos aparecía una expresión de irónica complicidad, como si hubieran comentado previamente las rarezas del carácter de Liudmila. Y, llegados a este punto, carecía de importancia si lo habían comentado o no; lo importante era que en la familia había aparecido una nueva fuerza suficiente por sí misma para haber cambiado las relaciones preexistentes.
Un día Víktor Pávlovich le dijo a Liudmila que, si él estuviera en su lugar, cedería el mando de la casa a la suegra: que se sintiera dueña y no invitada.
Liudmila Nikoláyevna no estimó sinceras las palabras del marido, incluso le pareció que quería subrayar la relación afectiva y especial que tenía con su suegra, y esto, involuntariamente, le recordó la frialdad con la que había tratado a la madre de su marido, Anna Semiónovna.
Le hubiera resultado ridículo y vergonzoso reconocer ante él que a veces se sentía celosa de los hijos, especialmente de Nadia. Pero ahora no se trataba de celos. ¿Cómo podía admitir, incluso para ella misma, que su madre, que se había quedado sin techo, se había convertido en una carga para ella y que la irritaba? Pero, por lo demás, era una irritación extraña que coexistía con el amor, con su disposición a dar a Aleksandra Vladímirovna su último vestido, en caso de que fuera necesario, a compartir el último pedazo de pan.
Por su parte, Aleksandra Vladímirovna sentía unas repentinas e irracionales ganas de llorar, de morir, de no volver a casa por la noche y quedarse a dormir en el suelo de la casa de una compañera de trabajo, o de ponerse en camino hacia Stalingrado, a buscar a Seriozha, a Vera, a Stepán Fiódorovich.
Aleksandra Vladímirovna, la mayoría de las veces, aprobaba todos los actos y opiniones de su yerno, mientras que Liudmila casi nunca estaba de acuerdo. Nadia, que se había dado cuenta, le decía a su padre:
– Ve a quejarte a la abuela de que mamá te ofende. Y Aleksandra Vladímirovna decía:
– Vivís como mochuelos. Sólo Víktor es un hombre normal.
– No son más que palabras -dijo Liudmila torciendo el gesto-. Llegará el momento de partir a Moscú, y entonces Víktor y tú os alegraréis.
Aleksandra Vladímirovna respondió de sopetón:
– ¿Sabes, querida? Cuando llegue el día de volver a Moscú, no volveré con vosotros, me quedaré aquí; no hay sitio para mí en tu casa de Moscú. ¿Lo has entendido? Convenceré a Zhenia de que se traslade aquí, o iré yo a su casa de Kúibishev.
Fue un momento difícil en la relación entre madre e hija. Todo lo que a Liudmila Nikoláyevna le oprimía en el corazón se expresó en su negativa a ir a Moscú. Todo aquello que le pesaba en el alma a Liudmila Nikoláyevna se hizo tan evidente como si lo hubiera formulado. Pero se ofendió, como si no fuera culpable de nada ante su madre.
En cambio, Aleksandra Vladímirovna miraba la cara de sufrimiento de la hija y se sentía culpable. Por las noches Aleksandra Vladímirovna pensaba cada vez más en Seriozha: ahora le venían a la mente sus arrebatos, sus discusiones; ahora se lo imaginaba en su uniforme militar; sus ojos, probablemente, se habían vuelto más grandes, y es que él estaba más delgado, las mejillas se le habían hundido. Seriozha despertaba en ella un sentimiento especial: era el hijo de su infeliz hijo, al que tal vez amaba más que a nadie en el mundo… Le decía a Liudmila:
– No te atormentes tanto por Tolia, créeme, también yo me preocupo por él no menos que tú.
Había algo falso en estas palabras que ofendía el amor hacia la hija: en realidad, ella no se preocupaba tanto por Tolia. Las dos mujeres, directas hasta la crueldad, se asustaron de su propia franqueza y recularon.
– Buena es la verdad, mejor es el amor: nueva obra de Ostrovski -dijo Nadia, alargando las palabras, y Aleksandra Vladímirovna miró con hostilidad, incluso con cierto espanto, a aquella niña de décimo curso que era capaz de comprender cosas que para ella eran impenetrables.
Pronto llegó Víktor Pávlovich. Abrió la puerta con su llave y apareció en la cocina de improviso.
– ¡Qué placer inesperado! -dijo Nadia-. Creíamos que te quedarías en casa de los Sokolov hasta más tarde.
– Todo el mundo en casa, alrededor de la estufa, qué alegría; ¡maravilloso, maravilloso! -dijo extendiendo las manos hacia el fuego.
– Suénate la nariz -dijo Liudmila-. Y ¿qué hay de maravilloso?, no entiendo.
Nadia soltó una risita y dijo imitando el tono de su madre:
– Venga, ¡suénate la nariz! ¿Es que no entiendes ruso?
– Nadia… Nadia… -dijo Liudmila Nikoláyevna en tono le advertencia; no compartía con nadie su derecho a educar a su marido.
Víktor Pávlovich declaró:
– Sí, sí, hace un viento muy frío.
Pasó a la sala y, a través de la puerta abierta, lo vieron sentarse a la mesa.
– Papá está escribiendo de nuevo sobre la cubierta de un libro -señaló Nadia.
– No es de tu incumbencia -dijo Liudmila Nikoláyevna, y se volvió a elucubrar con su madre-. ¿Por qué se alegra tanto de vernos a todos en casa? Es un neurótico, se inquieta si alguien no está. Eso quiere decir que ahora le está dando vueltas a algún problema y está contento de que no haya nada que le moleste.
– Habla más bajo, si no lo molestaremos de verdad -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Al contrario -intervino Nadia-, si hablas en voz alta no presta atención, pero si lo haces entre susurros, aparecerá aquí y preguntará: «¿Qué estáis cuchicheando?».
– Nadia, hablas de papá como si fueras la guía de un zoológico hablando de instintos animales.
Todas rompieron a reír a la vez, intercambiándose miradas.
– Mamá, ¿cómo has podido ofenderme de esa manera? -dijo Liudmila Nikoláyevna.
La madre, en silencio, le acarició la cabeza.
Luego cenaron en la cocina. Aquella noche a Víktor Pávlovich le pareció que el calor de la cocina tenía un encanto particular.
La vida de Víktor todavía se sustentaba sobre los mismos cimientos. En los últimos tiempos, una idea que daría una explicación inesperada a los experimentos contradictorios acumulados en el laboratorio ocupaba sus pensamientos de manera obsesiva.
Sentado a la mesa de la cocina, experimentaba una feliz y extraña impaciencia. Sus dedos estaban continuamente tentados por el deseo de coger de nuevo el lápiz.
– Hoy las gachas están extraordinarias -dijo golpeando con la cuchara el plato vacío.
– ¿Es una indirecta? -preguntó Liudmila Nikoláyevna. Acercándole el plato a su mujer, le preguntó: -Liuda, ¿te acuerdas de la hipótesis de Prout?
Liudmila, pensativa, permaneció con la cuchara suspendida en el aire.
– Aquélla sobre el origen de los elementos -dijo Aleksandra Vladímirovna.
– Ah, sí, ahora me acuerdo -respondió Liudmila-. Todos los elementos se forman a partir del hidrógeno. Pero ¿qué tiene que ver con las gachas?
– ¿Las gachas? -le devolvió la pregunta Víktor Pávlovich-. Escucha: Prout formuló una hipótesis en gran parte correcta porque en su tiempo eran habituales los errores en la determinación de los pesos atómicos. Si en su época se hubieran determinado los pesos atómicos con exactitud, como han hecho Dumas y Stas, no se habría decidido a presentar los pesos atómicos de los elementos como múltiplos del hidrógeno. Resultó que tenía razón porque se había equivocado.
– Pero ¿qué relación tiene esto con las gachas? -insistió Nadia.