Al mirar los rostros de los soldados, Krímov pensó: «Es una lástima que Grékov no esté aquí; se merecería un trago». Pero Grékov ya había bebido todo lo que se suponía que tenía que beber, al menos en este mundo.
Spiridónov se levantó con el vaso en alto y Krímov se dijo: «Lo va a estropear todo, seguro que nos lanza un discurso parecido a los de Priajin».
Pero Stepán Fiódorovich trazó un ocho en el aire con el vaso y declaró:
– Bueno, muchachos, bebamos. Salud.
Se oyó el tintineo de los vasos y las tazas de hojalata. Los que ya habían bebido carraspeaban y meneaban la cabeza. La gente allí reunida era de lo más variopinta; había sido el Estado el que antes de la guerra los había dividido, el que había hecho que no se sentaran a la misma mesa, que no intercambiaran palmaditas en la espalda, que no se dijeran: «Escucha lo que voy a decirte».
Pero allí, en un subterráneo sobre el cual había una central eléctrica destruida pasto de las llamas, había nacido una fraternidad sin pretensiones, tan genuina que cualquiera de ellos estaría dispuesto a dar la vida por ella. Un anciano con el pelo cano, el vigilante nocturno, entonó la vieja canción que tanto gustaba cantar a los chicos de la fabrica francesa de Tsaritsin [95] antes de la Revolución, y como ya no estaba acostumbrado a aquel sonido, él mismo se escuchaba con el asombro divertido de un hombre que escucha a un borracho desconocido.
Otro hombre viejo, con el cabello oscuro, frunció el ceño mientras escuchaba con semblante serio esa canción que hablaba del amor y sus sufrimientos.
Y era verdaderamente hermoso oír aquel canto, era bello aquel momento extraordinario y terrible que vinculaba al director y al ordenanza de la panadería, al vigilante nocturno y al centinela, que mezclaba al calmuco, al ruso y al georgiano.
En cuanto el vigilante acabó de cantar, el viejo con el cabello oscuro frunció aún más su ceño ya de por sí fruncido, y despacio, desafinando, sin voz, cantó: «Despidamos al viejo mundo, sacudamos su polvo de nuestros pies».
El delegado del Comité Central soltó una carcajada y sacudió la cabeza; Spiridónov hizo lo mismo. También Krímov rió y dijo a Stepán; -Seguro que en otro tiempo el viejo fue menchevique. Spiridónov lo sabía todo sobre Andréyev y, por supuesto, le habría contado su historia a Krímov, pero ante el temor de que Nikoláyev le oyera, aquella sensación de fraternidad se desvaneció en un instante.
– ¡Pável Andréyevich, esta canción aquí no pega ni con cola! -le interrumpió Spiridónov.
Andréyev se calló enseguida, le miró y dijo:
– Nunca lo hubiera pensado. Debía de estar soñando.
El centinela georgiano mostró a Krímov el punto de la mano donde se le había saltado la piel.
– Me lo hice desenterrando a mi amigo; Seriozha Vorobiov se llamaba.
Sus ojos negros brillaron y dijo con un jadeo que más bien era un grito agudo:
– Seriozha era más que un hermano para mí.
El vigilante nocturno de pelo cano, un poco achispado, empapado en sudor, no daba tregua a Nikoláyev, el miembro del Comité Central;
– No, mejor escúcheme a mí. Makuladze dice que quería a Seriozha Vorobiov más que a su propio hermano, ¿lo ha oído? Sabe, una vez estuve trabajando en una mina de antracita donde el jefe me tenía muchísimo cariño, me respetaba. Bebíamos juntos y luego yo le cantaba canciones. Me decía a la cara: «Para mí eres como un hermano aunque sólo seas un minero». Charlábamos, comíamos juntos.
– ¿Que era, georgiano? -le preguntó Nikoláyev.
– ¿A que viene eso de si era georgiano?
Era el señor Voskresenski, el dueño de todas las minas. No te puedes imaginar lo que me respetaba. Un hombre con un capital de millones. ¿Comprendes de qué tipo de hombre te hablo?
Nikolayev intercambió una mirada con Krímov, y se guiñaron el ojo en plan de broma, moviendo ligeramente la cabeza.
– Bien, bien -dijo Nikoláyev-. En efecto, nunca te acostarás sin saber una cosa más.
– Pues ya sabes, aprende -respondió el viejo sin darse cuenta de que era él el objeto de sus burlas.
Fue una velada extraña. Entrada la noche, cuando la gente empezó a marcharse, Spiridónov le dijo a Krímov: -No te molestes en buscar tu abrigo, Nikolái. Esta noche la pasarás aquí.
Le preparó la cama sin prisas, preocupándose por todos los detalles: la colcha, el cubrepiés enguatado, la lona impermeable para el suelo. Krímov salió del refugió, permaneció un momento en la oscuridad mirando la ondulación del fuego y regresó al subterráneo, donde Spiridónov todavía estaba haciéndole la cama.
Cuando se sacó las botas y se acostó, Spiridónov le preguntó:
– ¿Estás cómodo?
Acarició la cabeza de Krímov a la vez que esbozaba una sonrisa amable, de borracho.
El fuego que se propagaba arriba por alguna razón recordó a Krímov las hogueras que ardían en Ojotni Riad aquella noche de enero de 1924 en que se celebró el entierro de Lenin. Todos los hombres que se habían quedado a pasar la noche en el subterráneo parecían estar ya dormidos. Las tinieblas eran impenetrables.
Krímov estaba tendido en la cama con los ojos abiertos sin apercibirse de la oscuridad; pensaba, recordaba…
El frío intenso había sido la tónica de aquellos días. El sombrío cielo invernal se cernía sobre las cúpulas del monasterio Strastnói, sobre cientos de personas que llevaban calados gorros con orejeras y sombreros puntiagudos, vestidas con capotes y cazadoras de cuero. De repente la plaza del monasterio se inundó de miles de folletos blancos con el comunicado oficial.
Los restos mortales de Lenin fueron transportados desde Gorki hasta la estación en un trineo de campesino. Los patines crujían, los caballos resoplaban. El féretro era seguido por su viuda, Krúpskaya, que llevaba en la cabeza un pequeño sombrero redondo de piel sujeto con un pañuelito gris; por las dos hermanas de Lenin, Anna y María; por sus amigos, por campesinos del pueblo de Gorki.
Así es como se acompaña al reposo eterno a un agrónomo, a un respetable médico rural o a un profesor.
El silencio se hizo en Gorki. Los azulejos de la estufa holandesa brillaban; al lado de la cama cubierta con una sábana de verano blanca había un armario lleno de botellitas con etiquetas y olor a medicinas. En la habitación vacía entró una anciana, con bata de enfermera. Por costumbre andaba de puntillas. La mujer pasó por delante de la cama y cogió de la silla un cordel en cuyo extremo había un trozo de periódico atado. El garito que dormía sobre la silla, al oír el frufrú familiar de su juguete, levantó bruscamente la cabeza en dirección a la cama vacía y, bostezando, volvió a acurrucarse.
Mientras seguían el féretro, los parientes de Lenin y sus camaradas más allegados recordaban al difunto. Las hermanas se acordaban del niño rubio cuyo carácter difícil a veces le llevaba a ser mordaz y exigente hasta rayar la crueldad. Pero era bueno, amaba a su madre, a sus hermanas y hermanos.
Su esposa recordaba aquella ocasión en Zúrich en la que habló en cuclillas con la nieta de la casera, Tilli. La casera había dicho con aquel acento suizo que tanto divertía a Volodia [96]: «Deberían tener hijos». Y él había lanzado con malicia una rápida mirada desde abajo a Nadiezhda Konstantínovna.
Los obreros de la fábrica Dínamo recordaban que habían ido a Gorki, y Vladímir, que había ido a su encuentro, se aturdió. Quería hablar con ellos, pero todo cuanto pudo hacer fue emitir un gemido lastimoso y hacer un gesto con la mano, y los obreros que le rodeaban lloraron también al verle llorar. Y luego, aquella mirada que tenía antes del fin, asustada, implorante, como la de un niño frente a su madre. A lo lejos comenzaban a perfilarse los edificios de la estación. La locomotora negra con la chimenea negra destacaba aún más entre la nieve blanca.