– Víktor Pávlovich -dijo-. Tiene ante usted al respetable Gurévich, un científico brillante y notable. -Y mientras decía esto se pasaba la mano por la cabeza y el vientre para indicar su calvicie y su barriga.
Por la noche, cuando volvía a casa por la calle Kaluga, Shtrum se encontró de improviso con Maria lvánovna.
Fue ella quien le vio primero y lo llamó. Llevaba un abrigo que Víktor Pávlovich nunca antes le había visto y no la reconoció de inmediato.
– Increíble -dijo Víktor-. ¿Qué está haciendo en la calle Kaluga?
Maria se quedó callada unos instantes, mirándole. Después movió la cabeza y le dijo:
– No es casualidad; quería verle, por eso he venido a la calle Kaluga.
Víktor se quedó desconcertado. Por un momento pensó que su corazón había dejado de latir. Pensaba que ella quería decirle algo terrible, prevenirle de algún peligro.
– Víktor Pávlovich -dijo-. Quería hablar con usted. Piotr Lavréntievich me lo ha contado todo.
– Ah, se refiere a mis clamorosos éxitos -dijo Shtrum. Caminaban el uno al lado del otro como dos extraños. Shtrum se sintió cohibido por el silencio de Maria lvánovna. Mirándola de reojo, dijo:
– Liudmila está muy enfadada conmigo. Supongo que usted también,
– No, no estoy enfadada -respondió-. Sé qué le ha impulsado a actuar así.
La miró fugazmente.
– Usted estaba pensando en su madre -le dijo.
Él asintió.
– Piotr Lavréntievich no quería decírselo… Le han explicado que la dirección y la organización del Partido están disgustados con usted y ha oído decir a Badin: «No es sólo un caso de histeria. Es histeria política, histeria antisoviética».
– Ah, así que ése es mi problema -dijo Shtrum-. Ya me parecía a mí que Piotr Lavréntievich no quería contarme lo que sabía.
– Es cierto, no quería. Y me duele.
– ¿Tiene miedo?
– Sí. Además considera que en general usted está equivocado. -Luego añadió en voz baja-: Piotr Lavréntievich es un buen hombre, ha sufrido mucho.
– Sí, sí -dijo Shtrum-. También a mí me duele eso: un hombre brillante, un investigador valiente; pero qué alma tan cobarde.
– Ha sufrido mucho -repitió Maria lvánovna.
– En cualquier caso -replicó Shtrum-, esperaba que fuera su marido y no usted quien me hablara de esto.
La cogió del brazo.
– Escuche, Maria lvánovna, dígame: ¿cómo está Madiárov? No logro comprender qué ha pasado.
Ahora el recuerdo de las conversaciones de Kazán le mantenía en tensión permanente; a menudo le venían a la cabeza frases sueltas, palabras, el aviso siniestro de Karímov, las sospechas de Madiárov. Tenía la impresión de que las nubes que se cernían sobre su cabeza en Moscú acabarían relacionándose con sus conversaciones en Kazán.
– Yo tampoco me lo explico -dijo Maria lvánovna-. La carta certificada que enviamos a Leonid Serguéyevich fue devuelta a Moscú. ¿Ha cambiado de dirección? ¿Se ha marchado? ¿Ha ocurrido lo peor?
– Sí, sí, sí -musitó Shtrum, desamparado.
Era obvio que Maria lvánovna estaba segura de que Sokolov le había explicado a Víktor lo de la carta devuelta. Pero él no sabía nada. Sokolov no había hecho ningún comentario acerca del asunto. Su pregunta se refería a la discusión entre Madiárov y Piotr Lavréntievich.
– Venga, vemos a Neskuchni «-dijo.
– Pero ¿no vamos en la dirección equivocada?
– Hay una entrada por la calle Kaluga -le explicó.
Deseaba preguntarle con detalle acerca de Madiárov sobre sus sospechas con respecto a Karímov, y sobre las sospechas de Karímov respecto a Madiárov. Nadie los molestaría en el jardín desierto.
María Ivánovna comprendería enseguida la importancia de esta conversación. Víktor sentía que podía hablarle con libertad y confianza de todo lo que le inquietaba, y que ella sería sincera.
El día antes había comenzado el deshielo. En las pendientes de las pequeñas colinas del jardín Neskuchni, bajo la nieve derretida, asomaban las hojas podridas y húmedas, mientras que en los pequeños barrancos la nieve resistía. Un cielo desapacible y nebuloso se extendía sobre sus cabezas.
– Qué tarde tan maravillosa -dijo Shtrum, aspirando una bocanada de aire frío y húmedo.
– Sí, se está bien; no hay ni un alma, como si no estuviéramos en la ciudad.
Caminaban por caminos llenos de barro. Cuando se encontraban con un charco, Shtrum le ofrecía su mano a María Ivánovna y la ayudaba a saltar.
Permanecieron en silencio durante un largo rato. Víktor no tenía ganas de hablar de la guerra, ni tampoco de los asuntos del instituto, de Madiárov, de sus recelos, de sus presentimientos y sospechas. Le bastaba con caminar en silencio al lado de aquella mujer pequeña de paso a un tiempo ligero y torpe, continuar sintiendo aquella sensación de irreflexiva ligereza que le había invadido sin motivo. Ella tampoco decía nada. Andaba con la cabeza baja. Salieron al muelle. El río estaba cubierto por una capa de hielo oscuro.
– Se está bien aquí -repitió Shtrum.
– Sí, muy bien -respondió ella.
El camino asfaltado que bordeaba el río estaba seco y lo recorrieron a pasos rapidos, como dos viajeros que han emprendido un largo viaje.
Salieron a su encuentro un herido de guerra, un teniente, y una joven de baja estatura, ancha de hombros, enfundada en un traje de esquí. Ambos caminaban abrazados y de vez en cuando se besaban. Al llegar a la altura de Shtrum y María Ivánovna se besaron de nuevo, miraron alrededor y se pusieron a reír.
«Tal vez Nadia haya paseado por aquí con su teniente», pensó Shtrum.
María Ivánovna miró a la pareja y dijo:
– ¡Qué triste! -y añadió, sonriendo-: Liudmila Nikoláyevna me ha contado lo de Nadia.
– Sí, sí -asintió Shtrum-. Es increíblemente extraño.
Luego añadió:
– He decidido llamar al director del Instituto de Electromecánica para ofrecerle mis servicios. Si no me acepta, me iré a cualquier parte, a Novosibirsk o Krasnoyarsk.
– ¿Qué otra opción hay, si no? -dijo ella-. Parece que es lo mejor que puede hacer. No pudo actuar de otra manera.
– Qué triste es todo -exclamó él.
Deseaba contarle que sentía con una fuerza particular el amor por su trabajo, por el laboratorio, que experimentaba felicidad y tristeza cuando miraba la instalación donde pronto se efectuarían los primeros análisis; tenía la impresión de que iría por la noche al instituto para mirar por la ventana. Luego pensó que María Ivánovna podría interpretar sus palabras como una pose y decidió no decir nada.
Se acercaron a la exposición de trofeos de guerra. Aminoraron el paso y contemplaron los tanques alemanes pintados de gris, los cañones, los morteros, el avión con la esvástica en las alas.
– Incluso así, mudos e inmóviles, da miedo mirarlos -dijo María Ivánovna.
– No es nada -dijo Shtrum-, Hay que consolarse pensando que en la próxima guerra todo esto parecerá tan inocente como mosquetes o alabardas.
Cuando se acercaban a las verjas del parque, Víktor Pávlovich dijo:
– Nuestro paseo ha terminado. Qué lástima que el jardín sea tan pequeño. ¿Está cansada?
– No, no -respondió-. Estoy acostumbrada, camino mucho.
Tal vez no había comprendido las palabras de Shtrum, o simulaba que no las había comprendido.
– ¿Sabe? -dijo Víktor-, por alguna extraña razón nuestros encuentros siempre dependen de sus citas con Liudmila y de las mías con Piotr Lavréntievich.
– Es cierto -reconoció María-, ¿cómo iba a ser de otra manera?
Salieron del parque y fueron engullidos por el ruido de la ciudad, que destruyó el encanto del paseo silencioso.
Llegaron a una plaza situada a escasa distancia del lugar donde se habían encontrado.
Mirándole de abajo arriba, como una niña a un adulto, María dijo:
– Probablemente ahora sienta de manera particular el amor por su trabajo, el laboratorio, sus aparatos. Pero no hubiera podido actuar de otro modo. Otro habría podido pero usted no. Le he contado cosas desagradables, pero creo que siempre es mejor conocer la verdad.