Las manos de Ikónnikov eran pequeñas, de dedos finos y uñas infantiles. Regresaba del trabajo cubierto de barro, todo empapado se acercaba al catre de Mostovskói y le preguntaba:
– ¿Puedo sentarme a su lado?
Se sentaba, y sonriendo, sin mirar a su interlocutor, se pasaba una mano por la frente. Tenía una frente asombrosa; no era muy grande, pero sí abombada y clara, tanto que parecía que viviera una vida independiente de las orejas sucias, el cuello marrón oscuro y las manos con las uñas rotas. A los prisioneros de guerra soviéticos, hombres con historias personales sencillas, les parecía un hombre oscuro y perturbador.
Desde los tiempos de Pedro el Grande, los antepasados de Ikónnikov, generación tras generación, habían sido sacerdotes. Sólo la última había elegido otro camino: todos los hermanos de Ikónnikov, por deseo paterno, habían recibido una educación laica.
Ikónnikov ingresó en el Instituto de Tecnología de San Petersburgo pero, entusiasmado por el tolstoísmo, abandonó los estudios en último curso y se dirigió al norte de la provincia de Perm para convertirse en maestro de escuela. Vivió en un pueblo casi ocho años; luego se trasladó al sur, a Odessa, embarcó en un buque de carga como mecánico, estuvo en la India y en Japón, vivió en Sidney. Después de la Revolución volvió a Rusia y participó en una comuna agrícola. Era un antiguo sueño suyo; creía que el trabajo agrícola comunista instauraría el reino de Dios sobre la Tierra.
Durante el periodo de la colectivización general vio convoyes atestados de familias de deskulakizados [5]. Vio caer en la nieve a personas extenuadas que ya no volvían a levantarse. Vio pueblos «cerrados», sin un alma, con las puertas y ventanas tapiadas. Vio a una campesina arrestada, cubierta de harapos, el cuello carniseco, las manos oscuras de trabajadora, a la que quienes la escoltaban miraban con espanto; la mujer, enloquecida por el hambre, se había comido a sus dos hijos.
En aquella época, sin abandonar la comuna, comenzó a predicar el Evangelio y a rogar a Dios por la salvación de los que iban a morir. Al final fue encarcelado. Los horrores de los años treinta le habían trastornado la razón. Tras un año de reclusión forzada en un hospital psiquiátrico fue puesto en libertad y se estableció en Bielorrusia, en casa de su hermano mayor, profesor de biología, con cuya ayuda encontró empleo en una biblioteca técnica. Pero los lúgubres acontecimientos le habían causado una impresión tremenda.
Cuando estalló la guerra y los alemanes invadieron Bielorrusia, Ikónnikov vio el sufrimiento de los prisioneros de guerra, las ejecuciones de los judíos en las ciudades y en los shtetls de Bielorrusia. De nuevo cayó en un estado de histeria e imploraba a conocidos y desconocidos que escondieran a los judíos; él mismo intentó salvar a mujeres y niños. Enseguida fue denunciado y, tras escapar de milagro de la horca, lo internaron en un campo.
En la cabeza de aquel hombre viejo, sucio y andrajoso reinaba el caos. Profesaba una moral grotesca y ridícula, al margen de la lucha de clases.
– Allí donde hay violencia -explicaba Ikónnikov- impera la desgracia y corre la sangre. He sido testigo de los grandes sufrimientos del pueblo campesino, aunque la colectivización se hacía en nombre del bien. Yo no creo en el bien, creo en la bondad.
– Según sus palabras, deberíamos horrorizarnos cuando, en nombre del bien, ahorquen a Hitler y a Himmler. Horrorícese, pero no cuente conmigo -respondió Mijaíl Sídorovich.
– Pregunte a Hitler -objetó Ikónnikov-, le dirá que incluso este campo se erigió en nombre del bien.
Mostovskói tenía la impresión de que los razonamientos lógicos que se afanaba en formular durante sus conversaciones con Ikónnikov eran comparables a los infructuosos intentos de un hombre por repeler a una medusa con un cuchillo.
– El mundo no se ha elevado por encima de la verdad suprema que formuló un cristiano en la Siria del siglo VI -repitió Ikónnikov-: «Condena el pecado y perdona al pecador».
En el barracón había otro anciano ruso: Chernetsov. Era tuerto. Un guardia le había roto el ojo de cristal, y aquella cuenca, vacía y roja, producía un extraño efecto sobre su rostro pálido. Cuando hablaba con alguien se cubría la órbita vacía del ojo con la mano.
Chernetsov era un menchevique que había huido de la Unión Soviética en 1921. Había vivido veinte años en París trabajando en un banco como contable. Había caído prisionero por haber secundado el llamamiento a los empleados del banco para sabotear las directrices de la nueva administración alemana. Mostovskói procuraba no toparse con él.
Era evidente que la popularidad de Mostovskói inquietaba al menchevique. Todos, ya fuera un soldado español, un propietario de una papelería noruego o un abogado belga, mostraban inclinación hacia el viejo bolchevique y acudían a él para hacerle preguntas.
Un día se sentó en el catre de Mostovskói el hombre que detentaba el mando entre los prisioneros de guerra soviéticos: el mayor Yershov. Se acercó a Mostovskói y, poniéndole una mano sobre el hombro, se puso a hablarle con fervor y presteza.
De repente Mostovskói miró a su alrededor. Chernetsov los observaba desde un extremo del barracón. Mostovskói pensó que la angustia que expresaba su ojo sano era más terrible que el agujero rojo que se abría en el lugar del ojo ausente.
«Sí, hermano, no me gustaría estar en tu pellejo», pensó Mostovskói sin alegría maliciosa.
Una ley dictada por la costumbre, si bien no por casualidad, había establecido que Yershov era indispensable para todos. «¿Dónde está Yershov? ¿Habéis visto a Yershov? ¡Camarada Yershov! ¡Mayor Yershov! Yershov ha dicho… Pregunta a Yershov…» Llegaba gente de otros barracones para verle; alrededor de su catre siempre había movimiento.
Mijaíl Sídorovich había bautizado a Yershov como «el director de conciencias». La década de 1860 había tenido a sus directores de conciencias. Primero fueron los populistas; luego Mijáilovski, que se fue por donde había llegado. ¡Ahora el campo de concentración nazi también tenía a su director de conciencias! La soledad del tuerto era un símbolo trágico del Lager.
Habían transcurrido décadas desde la primera vez que Mijaíl Sídorovich había sido encarcelado en una prisión zarista. Incluso había ocurrido en otro siglo, el XIX.
Recordaba cómo se había ofendido ante la incredulidad de algunos dirigentes del Partido que ponían en tela de juicio su capacidad para desempeñar un trabajo práctico. Ahora se sentía fuerte, constataba a diario cómo sus palabras estaban revestidas de autoridad para el general Gudz, para el comisario de brigada Ósipov y para el mayor Kiríllov, siempre tan triste y abatido.
Antes de la guerra le consolaba la idea de que, apartado de toda actividad, apenas tenía contacto con todo aquello que suscitaba su rechazo y su protesta: el poder unipersonal de Stalin en el seno del Partido, los sangrientos procesos contra la oposición, el escaso respeto hacia la vieja guardia. Había sufrido enormemente con la ejecución de Bujarin, al que conocía bien y amaba.
Pero sabía que en caso de haberse enfrentado al Partido en cualquiera de estas cuestiones, él, contra su propia voluntad, se habría revelado como un opositor a la causa leninista a la que había consagrado su vida. A veces le torturaban las dudas. ¿Acaso era la debilidad o quizás el miedo la causa de su silencio, lo que le impelía a no enfrentarse a lo que no estaba conforme? ¡Se habían evidenciado tantas bajezas antes de la guerra! A menudo recordaba al difunto Lunacharski. Cuánto le habría gustado volver a verle; era tan fácil hablar con Anatoli Vasílievich, tan inmediato, se comprendían con media palabra.
Ahora, en el horrible campo alemán, se sentía fuerte, seguro de sí mismo. Sólo había una sensación incómoda que no le abandonaba. No podía recuperar aquel sentimiento joven, claro y completo de sentirse uno más entre los suyos y extraño entre los extraños.