Llegó al final de la línea tres días después y, aunque llevaba en el cuello el distintivo de teniente, le pedían a menudo el pase ferroviario y los documentos reglamentarios y en cada control esperaba que le dijeran «venga, coge tus cosas» y le condujeran a un campo… Evidentemente también el aire de aquel lugar tenía algo de concentracionario.
Prosiguió su viaje por una carretera entre pantanos, recorriendo setenta kilómetros en la parte trasera de un camión. El vehículo pertenecía al sovjós OGPU donde trabajaba su padre. Iba atestado de trabajadores deportados a los que enviaban a talar árboles. Yershov les hizo algunas preguntas pero sólo recibió monosílabos como respuesta, evidentemente tenían miedo de su uniforme militar.
Al atardecer llegaron a una diminuta aldea encajonada entre la linde de un bosque y el borde de un pantano. Más tarde recordaría la dulce tranquilidad de la puesta de sol en las inmensas extensiones del norte. Bajo la luz del crepúsculo las isbas parecían completamente negras, como si las hubieran hecho hervir en alquitrán.
Cuando entró en la chabola, con él penetró la última luz del día. La humedad, el bochorno, el olor a comida de pobre, la ropa miserable y las camas, el calor del humo le salieron al encuentro.
De aquella oscuridad emergió su padre, la cara demacrada, ojos espléndidos que golpearon a Yershov por su indescriptible expresión.
Los brazos viejos, delgados, rudos envolvieron al hijo en un abrazo, y en ese movimiento convulso de los viejos brazos extenuados que colgaban del cuello del joven oficial se expresaba un tímido lamento y tanto dolor, una petición de defensa tan confiada, que Yershov sólo encontró un modo de responder: se echó a llorar.
Después visitaron tres tumbas: la madre había muerto en el primer invierno, la hermana mayor, Aniuta, en el segundo y Marusia, en el tercero.
Allí, en el mundo de los campos, los cementerios y los pueblos se fundían en uno. El mismo musgo cubría las paredes de madera de las isbas y las pendientes de los refugios, los túmulos y los terrones de los pantanos. La madre y las hermanas de Yershov descansarían por siempre bajo ese cielo: en invierno, cuando el hielo congela la humedad, y en otoño, cuando la tierra del cementerio se hincha con el agua sucia de los pantanos desbordados.
Padre e hijo permanecieron allí de pie, en silencio. Des pués el padre levantó la mirada hacia su hijo y abrió los brazos: «Perdonadme, vivos y muertos, porque no supe salvar a los que amaba».
Aquella noche el padre se confió al hijo. Habló con calma, tranquilo. Lo que le contó sólo podía ser dicho con tranquilidad, nunca expresado con lágrimas o gritos.
En una pequeña caja cubierta con un periódico Yershov le había llevado algunos obsequios y medio litro de vodka. El anciano habló, y el hijo se sentó a su lado y escuchó.
Le habló sobre el hambre, sobre la gente del pueblo que había muerto, sobre los niños cuyos cuerpos llegaron a pesar menos que una gallina o una balalaica.
Narró los cincuenta días de travesía, en invierno, en un vagón de ganado con goteras; día tras día los muertos viajaron al lado de los vivos. Prosiguieron el viaje a pie, las mujeres llevaban a los niños en brazos. La madre de Yershov deliraba de fiebre. Fueron conducidos al interior del bosque, donde no había ni una sola choza o refugio; comenzaron una nueva vida en pleno invierno, encendiendo hogueras, construyendo camas con ramas de abeto, derritiendo nieve en cacerolas, enterrando a los muertos…
«Es la voluntad de Stalin», afirmó el padre sin un ápice de ira o resentimiento. Así hablaba la gente sobre la fuerza del destino, una fuerza que no conoce la indecisión.
A su regreso del permiso, Yershov escribió a Kalinin, rogándole misericordia hacia un anciano inocente; pidió que permitieran al viejo vivir con su hijo. Pero su carta aún no había llegado a Moscú cuando Yershov fue citado ante las autoridades, que habían recibido la comunicación, o mejor dicho, la denuncia, de su viaje a los Urales.
Se le expulsó del ejército. Encontró trabajo en una obra. Su plan era ahorrar dinero y reunirse con su padre. Muy pronto, sin embargo, recibió una carta desde los Urales informándole de que su padre había muerto.
El día después del estallido de la guerra, el teniente de reserva Yershov fue movilizado.
En una batalla cerca de Roslavl, su comandante de batallón cayó muerto y Yershov tomó el mando. Reagrupó a sus hombres, lanzó un contraataque, recuperó el control del paso del río y aseguró la retirada de la artillería pesada de las reservas del Estado Mayor.
Cuanto más grande era la carga, más fuertes eran sus hombros. No era consciente de su fuerza. La sumisión no era inherente a su naturaleza. Cuanto más fuerte era el ataque, más furiosas eran sus ganas de luchar.
A veces se preguntaba de dónde procedía su odio contra los vlasovistas. Los llamamientos de Vlásov proclamaban lo mismo que su padre le había contado. Sí, sabía que aquélla era la verdad. Pero sabía también que aquella verdad puesta en boca de los alemanes y los vlasovistas se transformaba en mentira.
Sentía, le resultaba totalmente claro, que al luchar contra los alemanes, luchaba por una vida libre en Rusia, la victoria sobre Hitler se convertiría en la victoria sobre los campos de la muerte donde su padre, su madre y sus hermanos habían perecido.
Yershov experimentaba al mismo tiempo un sentimiento de dolor y felicidad: allí, en el campo, donde los datos biográficos de nada servían, él se había convertido en una fuerza, le seguían. Allí no eran relevantes las condecoraciones, ni las más altas insignias, ni las medallas, ni la sección especial, ni el servicio de personal, ni las comisiones de clasificación, ni las llamadas telefónicas del comité de distrito, ni la opinión del adjunto de la sección política.
Mostovskói le dijo un día:
– Como decía Heinrich Heine, «todos estamos desnudos bajo nuestras ropas»; pero mientras uno deja a la vista un cuerpo anémico, miserable cuando se quita el uniforme, otros parecen desfigurados por la ropa ceñida, se la quitan y se ve dónde está la verdadera fuerza.
El sueño de Yershov se había transformado en realidad, se había convertido en una tarea concreta: a quién hacer participar, a quién reclutar; y seleccionaba mentalmente, sopesando lo que había de bueno y malo en diversos hombres.
¿Quién entraría a formar parte del Estado Mayor clandestino? Cinco nombres le venían a la cabeza. Las debilidades humanas de cada día adquirieron de repente una dimensión nueva, lo insignificante cobraba sentido.
El general Gudz tenía la autoridad propia del rango, pero era indeciso, cobarde y, a todas luces, tenía poca instrucción; era válido cuando a su lado había un segundo inteligente, un Estado Mayor; siempre esperaba que el resto de los oficiales le prestaran sus servicios y le ofrecieran comida, y aceptaba dichos servicios como si se los debieran, sin reconocimiento. Parecía acordarse más de su cocinera que de su mujer e hijas. Hablaba mucho de caza: patos, gansos. Se acordaba de haber prestado servicio en el Cáucaso por los jabalíes y las cabras. Era evidente que le gustaba beber. No era más que un fanfarrón. A menudo hablaba de las batallas de 194r. Todos los que tenía alrededor se habían equivocado: ya fuera el colega de la derecha, ya el de la izquierda; el único que siempre tenía razón era el general Gudz. Pero nunca echaría la culpa de los fracasos al comando militar superior. En cuestiones cotidianas era experto y sabía cómo llevarse bien con las personas influyentes, sutil como un notario. En cualquier caso, si hubiera estado en sus manos, no habría confiado nunca a Gudz el comando de un regimiento y todavía menos un cuerpo del ejército.
El comisario de brigada Ósipov era un hombre brillante. Podía soltar una broma sarcástica sobre los que creen posible que se pueda librar una batalla en territorio enemigo sin apenas derramamiento de sangre, mirándote fijamente con sus ojos marrones. Pero una hora más tarde, duro como una piedra, reprendía a aquel que le había mostrado un atisbo de duda. Y el día después, aleteando las narices, decía entre dientes: