– También he recibido órdenes del jefe del departamento político -dijo Krímov- de resolver una disputa entre el comandante del regimiento de fusileros y el comisario.
– Sí, en efecto, había una disputa -admitió el comisario-. Ayer, sin embargo, quedó zanjada: una bomba de una tonelada cayó sobre el puesto de mando del regimiento. Acabó con la vida de dieciocho hombres, entre ellos el comandante y el comisario.
Y añadió con naturalidad, en tono de confidencia:
– Eran cara y cruz, incluso en el aspecto físico: el comandante era un hombre sencillo, hijo de campesinos, mientras que el comisario llevaba guantes y un anillo en un dedo. Ahora yacen el uno al lado del otro.
Como hombre que sabía dominar su estado de ánimo y el de los demás, y no subordinarse a él, cambió bruscamente de tono y, con voz alegre, dijo:
– Cuando nuestra división estaba instalada cerca de Kotlubán, tuve que llevar en mi coche hasta el frente a un conferenciante de Moscú, Pável Fiódorovich Yudin. Un miembro del Consejo Militar me había dicho: «Si pierde uno solo de sus cabellos, te cortaré la cabeza». Pasé muchas fatigas con él. En cuanto veíamos que un avión sobrevolaba cerca, nos desviábamos a la cuneta. No tenía ganas de perder la cabeza. Pero el camarada Yudin sabía muy bien cuidar de sí mismo. Hizo gala de una iniciativa admirable.
Las personas que escuchaban la conversación se reían, y Krímov se dio cuenta de que aquel tono de burla indulgente le sacaba de sus casillas.
Por lo general Krímov establecía buenas relaciones con los comandantes, completamente correctas con los oficiales del Estado Mayor, y relaciones irritantes, no siempre sinceras, con sus colegas, los políticos. En aquella ocasión, de hecho, también le irritaba ese comisario: otro novato en el frente que jugaba a ser un veterano; probablemente había ingresado en el Partido poco antes de la guerra, pero no le gustaba Engels.
A todas luces, sin embargo, también Krímov irritaba al comisario de división.
Esta sensación no lo abandonó mientras el ordenanza le estaba preparando el alojamiento y otra persona le servía té.
Casi cada establecimiento militar tiene su propio estilo, distinto de los demás. En el Estado Mayor de la división de Rodímtsev se enorgullecían de contar con un general tan joven.
Cuando Krímov concluyó la conferencia, comenzaron a hacerle preguntas.
Belski, el jefe del Estado Mayor, sentado al lado de Rodímtsev, preguntó:
– Camarada conferenciante, ¿cuándo abrirán los Aliados el segundo frente?
El comisario de la división, recostado sobre un catre estrecho, apoyado contra la pared de piedra del túnel, extendió el heno con las manos y dijo:
– Y a quién le importa. Lo que a mí de verdad me interesa es saber cuándo piensa empezar a actuar nuestro mando. Krímov, descontento, miró de reojo al comisario y dijo:
– Puesto que el comisario plantea así la cuestión, no me corresponde a mí responder, sino al general.
Todos dirigieron su mirada a Rodímtsev, que declaró:
– Aquí un hombre alto no podría estar de pie. En otras palabras, vivimos dentro de un «tubo». No tiene mucho mérito estar a la defensiva. Pero no se puede lanzar una ofensiva desde un tubo. Aunque quisiéramos aquí no se pueden concentrar reservas…
En aquel instante sonó el teléfono. Rodímtsev descolgó el auricular.
Todos tenían la mirada fija en él.
Después de colgar, Rodímtsev se inclinó hacia Belski y le susurró algunas palabras. Belski alargó la mano hacia el teléfono, pero Rodímtsev le detuvo:
– ¿Para qué? ¿Acaso no lo oye?
Bajo los arcos de piedra de la galería, iluminada por la luz humosa y centelleante de las lámparas construidas con vainas de proyectil, se oían ráfagas de ametralladoras que tronaban en la cabeza de los presentes; parecía el sonido que hacen los carretones al atravesar un puente. De vez en cuando retumbaban las explosiones de las granadas de mano. En el túnel todos los sonidos se amplificaban.
Rodímtsev llamaba ora a uno ora a otro de sus colaboradores del Estado Mayor, y de nuevo se colgaba con impaciencia al teléfono.
En el instante que captó la mirada de Krímov, sentado algo a lo lejos, le sonrió de modo familiar, amablemente, y dijo:
– Se despeja el tiempo en el Volga, camarada conferenciante.
Entretanto el teléfono sonaba sin cesar. Y al escuchar la conversación de Rodímtsev, Krímov se hizo una idea aproximada de lo que estaba ocurriendo. El segundo jefe de la división, el joven coronel Borísov, se acercó al general e, inclinándose sobre la caja donde estaba desplegado el mapa de Stalingrado, trazó una gruesa línea azul que cortaba perpendicularmente el punteado rojo de la defensa soviética hasta el Volga.
Borísov lanzó una mirada expresiva a Rodímtsev con sus ojos oscuros. Éste se levantó de sopetón al ver venir al encuentro, emergiendo de la penumbra, a un hombre envuelto en una lona impermeable. Los andares y la expresión del rostro de aquel individuo que se aproximaba delataban sin lugar a dudas de dónde venía. Parecía rodeado de una nube incandescente invisible; se diría que lo que hacía frufrú, con sus rápidos movimientos, no era la tela que lo envolvía, sino la electricidad crepitante que impregnaba al recién llegado.
– Camarada general -gritó él con angustia-, el enemigo me ha hecho retroceder. Esos perros han llegado al barranco, se dirigen al Volga. Necesito refuerzos.
– Contenga usted mismo al enemigo a cualquier precio. No tengo reservas -dijo Rodímtsev.
– Que lo contenga a cualquier precio -repitió el hombre envuelto en la tela de lona, y todos comprendieron, cuando éste dio media vuelta y se dirigió a la salida, cuál era el precio que iba a pagar.
– ¿Está aquí cerca? -preguntó Krímov, e indicó en el mapa la línea tortuosa del río.
Pero Rodímtsev no tuvo tiempo de responderle. En la entrada del túnel se oyeron disparos de pistola, relampaguearon resplandores rojos de granadas de mano.
Se oyó el penetrante silbato del comandante. El jefe del Estado Mayor, abalanzándose sobre Rodímtsev, gritó:
– ¡Camarada general, el enemigo ha irrumpido en el cuartel general!
De repente, el respetado general, el hombre que había resaltado con un lápiz de color los cambios de la situación de las tropas con una calma casi teatral, desapareció. Y la guerra en aquellos barrancos cubiertos de maleza y edificios en ruinas dejó de ser una cuestión de acero cromado, lámparas catódicas y aparatos de radio. Era sólo un hombre con labios finos gritando con frenesí:
– ¡Rápido, Estado Mayor! Comprueben sus armas, cojan granadas y síganme. ¡Vamos a combatir al enemigo!
Su voz y sus ojos, que veloces e imperiosos se deslizaron por Krímov, transmitían un frío y abrasador espíritu de combate. En aquel instante se hizo evidente que la principal fuerza de aquel hombre no residía en su experiencia ni en el conocimiento de los mapas, sino en su alma violenta, salvaje, impetuosa.
Minutos más tarde, oficiales, secretarios, agentes de enlace, telefonistas empujándose entre sí, jadeantes, se escabullían hacia la salida del túnel. Siguiendo a Rodímtsev, ligero de pies, corrieron en dirección al barranco de donde llegaba el ruido de explosiones y disparos, gritos e insultos.
Cuando Krímov llegó sin aliento entre los primeros al límite del barranco y miró hacia abajo, el corazón se le estremeció en una amalgama de sensaciones: repugnancia, miedo, odio. En el fondo de la hendidura se recortaban sombras confusas, se encendían y apagaban las chispas de los disparos, relampagueaban destellos, ahora verde ahora rojo, y en el aire flotaba un incesante silbido metálico. Krímov tenía la impresión de estar mirando un gigantesco nido de serpientes donde se agitaban cientos de seres venenosos, que silbaban, lanzaban miradas refulgentes y rápidamente se dispersaban haciendo susurrar la maleza.
Con un sentimiento de furia, aversión y temor se puso a disparar con el fusil en dirección a los fogonazos que centelleaban en la oscuridad, contra aquellas sombras rápidas que reptaban por las laderas del barranco.