Sin embargo, estaba contento: ¡había vencido!
Casi cada noche transmitían boletines informativos por la radio. La ofensiva de las tropas soviéticas continuaba extendiéndose. Y a Víktor Pávlovich le parecía ahora de lo más natural y sencillo adecuar su vida al curso de la guerra, a la victoria del pueblo, del ejército, del Estado.
Pero también comprendía que no todo era tan sencillo; se burlaba de su propio deseo de ver sólo las cosas, simples, como en los abecedarios infantiles: «Stalin aquí, Stalin allí, viva Stalin».
Durante mucho tiempo había creído que los administradores y los militantes del Partido, también en el seno de su familia, no hacían otra cosa que hablar de la pureza ideológica de los cuadros dirigentes, firmar papeles con lápiz rojo, leer en voz alta a sus mujeres el Breve curso de la historia del Partido, y que, por la noche, sólo soñaban con disposiciones transitorias e instrucciones obligatorias.
Y sin embargo, de improviso, había descubierto en ellos otro aspecto; el lado humano.
El secretario del comité del Partido, Ramskov, era aficionado a la pesca, y antes de la guerra había recorrido en barca los ríos de Ucrania con su mujer e hijos.
– Eh, Viktor Pávlovich -decía-, ¿hay algo mejor en la vida? Te levantas al amanecer, todo brilla por el rocío, la arena de la orilla está fría, lanzas la caña, y el agua, todavía oscura, no da nada pero parece llena de promesas… Cuando acabe la guerra le llevaré conmigo a la cofradía de pescadores…
Un día, Kovchenko se había puesto a hablar con Shtrum de enfermedades infantiles. Shtrum se había sorprendido de sus vastos conocimientos acerca de los tratamientos para curar el raquitismo y las anginas. Se había enterado de que Kasián Teréntievich, además de dos hijos biológicos, había adoptado a un niño español. El pequeño español solía enfermar con frecuencia y Kasián
Teréntievich cuidaba de él personalmente.
Incluso Svechín, por lo general de carácter adusto, le habló de su colección de cactus, que había logrado salvar durante el frío invierno de 1941.
«Así que no son tan mala gente, después de todo -pensaba Shtrum-. En cada hombre hay algo humano.»
Por supuesto, en lo más íntimo, comprendía que todos estos cambios en conjunto no cambiaban nada. No era un estúpido y tampoco un cínico; sabía utilizar el cerebro.
En aquellos días le vino a la cabeza la historia de Krímov sobre un viejo amigo suyo, un tal Bagrianov, primer juez de instrucción del tribunal militar. Bagrianov había sido arrestado en 1937, pero en 1939 Beria, en un efímero ataque de liberalismo, le había liberado del campo y autorizado a regresar a Moscú.
Krímov contaba que Bagrianov había ido a verle una noche, directamente desde la estación, con la camisa y los pantalones hechos jirones y el certificado del campo en el bolsillo.
Esa noche pronunció discursos liberales, se compadeció de la suerte de todos los prisioneros en los campos, quería convertirse en apicultor y jardinero,
Pero, poco a poco, a medida que Bagrianov regresaba a su vida pasada, también sus discursos se modificaron sustancialmente.
Krímov contaba entre risas las sucesivas evoluciones en la ideología de Bagrianov. Le habían devuelto el uniforme militar, y en esta fase continuaba conservando sus opiniones liberales. Pero en un momento dado, al igual que Danto n, había dejado de denunciar el mal.
Luego, a cambio de su certificado del campo le entregaron el permiso de residencia en Moscú. Y enseguida le había surgido el deseo de adoptar posturas hegelianas: «Todo lo que es real es racional». Cuando le devolvieron su apartamento empezó a hablar de manera totalmente diferente, afirmando que la mayoría de los condenados en los campos eran enemigos del Estado soviético. Entonces le devolvieron sus condecoraciones. Al final había sido reintegrado en el Partido y le reconocieron los años de antigüedad.
Justo en ese momento surgieron los primeros problemas de Krímov con el Partido. Bagrianov dejó de llamarle por teléfono. Una vez Krímov se lo había encontrado por casualidad: Bagrianov, con dos rombos sobre el cuello de la guerrera, salía del coche ante la entrada de la fiscalía. Habían pasado ocho meses desde que el hombre con la camisa hecha harapos, el certificado del campo en el bolsillo, se había sentado en la habitación de Krímov a disertar sobre la inocencia de los sentenciados y la violencia ciega.
«Y yo que pensaba, después de escucharle aquella noche, que la fiscalía había perdido para siempre a un devoto servidor», había dicho con una sonrisita Krímov.
Naturalmente no era una casualidad que Víktor Pávlovich hubiera recordado esa historia y se la hubiera contado a Nadia y a Liudmila Nikoláyevna.
Nada había cambiado en su actitud hacia las personas caídas en desgracia en 1937. Como antes, se horrorizaba por la crueldad de Stalin.
La vida de la gente no cambia por el hecho de que un tal Shtrum se hubiera convertido en el hijo mimado de la suerte. Nada devolvería Ja vida a las víctimas de la colectivización o a los fusilados en 1937 porque se le otorgara una condecoración o una medalla a un tal Shtrum, porque Malenkov le mandara llamar o porque le incluyeran en la lista de invitados a tomar el té en casa de Shishakov.
Todo esto Víktor Pávlovich lo comprendía perfectamente y no lo olvidaba. Y sin embargo, en esta memoria y en esta comprensión, se producían cambios. ¿Es que no sentía el mismo malestar, la misma nostalgia de la libertad de expresión y de prensa? ¿Es que no le consumía con la misma fuerza que antes el pensamiento de los inocentes que habían perecido? ¿Acaso aquello tenía que ver con que ahora no sentía ese miedo constante y agudo noche y día?
Víktor Pávlovich comprendía que Kovchenko, Dubenkov, Svechín, Prásolov, Shishakov, Gurévich y tantos otros no se habían vuelto mejores porque hubieran cambiado su actitud hacia él. Gavronov, que continuaba cubriendo de oprobios a Shtrum y su trabajo con una obstinación fanática, al menos era honesto.
Un día Shtrum le dijo a Nadia:
– Sabes, creo que es mejor defender las posiciones de las Centurias Negras, por deleznables que sean, que fingir estar a favor de Herzen y Dobroliúbov con fines arribistas.
Se enorgullecía ante su hija de su capacidad de controlarse, de vigilar sus pensamientos. A. él no le pasaría lo que a tantos otros: el éxito no influiría en sus puntos de vista, en sus lazos afectivos, en la elección de sus amigos… Nadia se había equivocado al sospechar, durante un tiempo, que era capaz de semejante pecado.
Él ya era perro viejo. Todo cambiaba en su vida, pero él no. Seguía llevando el traje raído, las corbatas arrugadas, los zapatos con los tacones desgastados. Seguía llevando el pelo demasiado largo, desgreñado, y asistía a las reuniones más importantes sin tomarse siquiera la molestia de afeitarse.
Como antes, le gustaba charlar con los porteros y los ascensoristas. Como siempre, juzgaba con gesto altivo, incluso con desprecio, las debilidades humanas, y condenaba la pusilanimidad de muchas personas. Se consolaba pensando: «Al menos yo no me he doblegado, no he dado mí brazo a torcer, me he mantenido firme, no me he arrepentido. Han venido a buscarme».
Le decía a menudo a su mujer; «¡Cuánta mediocridad hay por todas partes! Cuántas personas tienen miedo de defender su derecho a ser honestas, cuántas se dan por vencidas, cuánto conformismo, cuántos actos mezquinos».
Incluso de Chepizhín había pensado una vez con reproche: «Su desmesurado amor por el turismo y el alpinismo encubre un miedo inconsciente a la complejidad de la vida. Y su partida del instituto revela el miedo consciente a enfrentarse a la principal cuestión de nuestra vida».
Era evidente que algo estaba cambiando en él. Lo sentía, pero no lograba comprender qué era exactamente.