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– ¿Cuál es tu valoración, Piotr Pávlovich? -preguntó Guétmanov.

– Los alemanes no están activos. No hay peligro de una contraofensiva en nuestro sector. Los alemanes están desmoralizados. Ponen los pies en polvorosa en cuanto pueden.

Hablaba, y mientras tanto sus dedos acariciaban el sobre. Por un instante lo soltaba, pero enseguida lo cogía de nuevo, como si pudiera escapársele del bolsillo,

– Bien, está claro, entendido -dijo Guétmanov-, Ahora escucha lo que tengo que decirte: aquí nosotros, el general y yo, hemos contactado con las altas esferas. He hablado con Nikita Serguéyevich, que se ha comprometido a no retirar la aviación de nuestro sector.

– Pero Jruschov no tiene el mando operativo -dijo Nóvikov, comenzando a abrir el sobre en el bolsillo.

– No es del todo cierto -dijo Guétmanov-. El general acaba de recibir confirmación del cuartel general del Ejército del Aire: la aviación se queda con nosotros.

– Las retaguardias nos alcanzarán -dijo atropellada-mente Neudóbnov-, Las carreteras no están tan mal. La decisión está en sus manos, camarada teniente coronel.

«Me ha degradado a teniente coronel. Debe de estar nervioso», pensó Nóvikov.

– ¡Sí, señores! -exclamó Guétmanov-. Seremos nosotros los que daremos inicio a la liberación de la querida Ucrania- Le he dicho a Nikita Serguéyevich que nuestros hombres atosigan al mando, sueñan con llamarse cuerpo ucraniano.

Nóvikov, irritado por esas palabras falsas, dijo:

– Si hay algo con lo que sueñan los hombres es con dormir. Hace cinco días que no pegan ojo, ¿comprenden?

– Entonces decidido, ¿continuamos el avance, Piotr Pávlovich? -preguntó Guétmanov.

Nóvikov había abierto el sobre a medias, metió dos dedos, palpó la carta, y todo el cuerpo le dolió del deseo de ver aquella letra conocida.

– He tomado la siguiente decisión -respondió-. Dar a los hombres diez horas de reposo. Necesitan recuperar fuerzas.

– ¡Oh! -exclamó Neudóbnov-. Si perdemos diez horas lo echaremos todo a perder.

– Espera, pensémoslo un poco -dijo Guétmanov, cuyas mejillas, orejas y cuello se enrojecieron ligeramente.

– Yo ya lo he decidido -dijo Nóvikov con una media sonrisa.

De repente Guétmanov perdió los estribos.

– ¡Pues que se vayan a paseo! ¿Y qué, que no hayan dormido? -gritó-. Ya habrá tiempo para dormir. Sólo por eso quieres hacer un alto de diez horas. Me opongo a esta falta de nervio, Piotr Pávlovich. Primero retrasas la ofensiva ocho minutos, y ahora quieres meter a los hombres en la cama. ¡Esto ya se ha convenido en una costumbre! Redactaré un informe al Consejo Militar del frente. ¡No eres el director de un jardín de infancia!

– Espera, espera -le interrumpió Nóvikov-. ¿No fuiste tú el que me besaste por no haber movido los tanques hasta que la artillería no hubo aplastado al enemigo? ¡Escribe eso en tu informe!

– ¿Que yo te besé por eso? -exclamó con estupor Guétmanov-, Estás loco. Te lo diré claro: como comunista me preocupa que tú, un hombre de pura sangre proletaria, te dejes influenciar constantemente por elementos ajenos.

– Ah, es eso -dijo Nóvikov, alzando la voz.

Se levantó, irguió la espalda, y exclamó con ira:

– Aquí mando yo. Lo que yo digo se cumple. Y por mí, mirada Guétmanov, ya puede escribir informes, cuentos o novelas y enviárselos a quien le plazca, incluso al camarada Stalin.

Y entró en la habitación contigua.

Nóvikov dejó a un lado la carta que acababa de leer y silbó como solía hacerlo de niño bajo la ventana de su amigo para que bajara a jugar… Tal vez habían pasado treinta años desde la última vez que había silbado así, y de repente lo había repetido…

Miró con curiosidad por la ventana: no, era de día, aún no había anochecido. Luego gritó alegremente, con voz histérica: «Gracias, gracias, gracias por todo». Tuvo la sensación de que iba a caer muerto, pero no se cayó; fue de un lado a otro de la habitación. Miró la carta que resaltaba, blanca, sobre la mesa; le pareció que era una funda vacía, una piel de la que hubiera salido arrastrándose una víbora, y se pasó la mano por los costados, por el pecho. Pero no encontró allí la víbora; había reptado, se había colado dentro de él, quemándole el corazón con su veneno.

Se detuvo ante la ventana; los conductores se reían, siguiendo con la mirada a la telefonista Marusia, que se dirigía a la letrina. El conductor del tanque del Estado Mayor traía un cubo del pozo, los gorriones se ocupaban de los asuntos propios de los gorriones sobre la paja a la entrada del establo, Zhenia le había dicho que el gorrión era su pájaro preferido… Y ahora él ardía como una casa: las vigas se desplomaban, el techo se hundía, la vajilla se hacía añicos, los armarios volcaban; los libros, los cojines revoloteaban como palomas entre las chispas y el humo… Qué quería decir: «Te estaré agradecida toda mi vida por todo lo puro y noble que me has dado, pero ¿qué puedo hacer yo? La vida pasada es más fuerte que yo, no la puedo matar, olvidar… No me culpes, no porque no sea culpable, sino porque ni tú ni yo sabemos de qué soy culpable… Perdóname, perdóname, lloro por los dos».

¡Llora! Nóvikov montó en cólera. ¡Alimaña infecta! ¡Mala pécora! Quería golpearla en los dientes, en los ojos romperle a esa zorra el caballete de la nariz con la culata de la pistola.

Y con una insoportable sorpresa, repentina, fulminante, le asaltó la impotencia. Nadie, ninguna fuerza en el mundo, podía ayudarle, sólo Zhenia; pero ella le había destruido.

Volvió el rostro en la dirección por la que ella debería haber ido a su encuentro, y dijo:

– Zhénechka, ¿qué me estás haciendo? Zhénechka, óyeme, Zhénechka, mírame; mira lo que me está pasando.

Alargó los brazos hacia ella.

Luego pensó: «Menuda pérdida de tiempo». Había aguardado tantos años desesperadamente, y ahora ella se había decidido; ya no era una niña, lo había postergado durante años, pero ahora se había decidido; tenía que hacerse a la idea, se había decidido…

Unos segundos más tarde buscó refugio de nuevo en el odio:

«Claro, claro, cuando yo no era más que un mayor que vagaba por las guarniciones de Nikolsk-Ussuríiski, no quería; sólo se decidió cuando me ascendieron de rango; quería convertirse en la esposa de un general. Todas las mujeres son iguales». Al instante vio con claridad que esos pensamientos carecían de sentido. Le había abandonado y había vuelto con un hombre que sería enviado a un campo, a Kolymá, qué ventaja podía sacar ella de eso… «Las mujeres rusas, los versos de Nekrásov… No me ama, le ama a él… No, no le ama, le compadece, sólo le compadece. ¿Y a mi no me compadece? Ahora yo estoy peor que todos ellos juntos: los que están presos en la Lubianka y en todos los campos, en todos los hospitales con los brazos y las piernas mutilados. Muy bien, me iré a un campo; ¿a quién, elegirás entonces? ¡A él! Sois de la misma raza, mientras que yo soy un extraño. Así me llamaba ella: extraño, un perfecto extraño. Claro, aunque me convirtiera en mariscal, yo siempre seré un campesino, un minero, pero no un intelectual; no le encuentro ni pies ni cabeza a la pintura… En voz alta, con odio, preguntó:

– Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Sacó del bolsillo trasero la pistola y la sopesó en la palma de la mano.

– Me mataré, pero no porque no pueda seguir viviendo, sino para que sufras toda tu vida, para que a ti, puta, te remuerda la conciencia.

Luego volvió a poner la pistola en su sitio.

– Dentro de una semana me habrá olvidado.

¡Era él quien tema que olvidar, no recordar más, no mirar atrás!

Se acercó a la mesa y releyó la carta'. «Pobrecito mío, querido, amor…». Lo más temible no eran las palabras crueles, sino las cariñosas, las compasivas, las humillantes. Le resultaban totalmente insoportables, hasta el punto de que no podía respirar.

Recordó sus pechos, sus hombros, sus rodillas. Ahí estaba, yendo a reunirse con su miserable Krímov. «¿Qué puedo hacer yo?» Viaja para verlo, soportando un calor sofocante, el hacinamiento. Alguien le pregunta y ella responde; «Voy a reunirme con mi marido». Y tiene los ojos dulces, mansos y tristes de un perro.

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