En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.
¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.
Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».
¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos -repetía-. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.»
Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme.
Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás -autoritaria, avara, recelosa-, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada.
¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.
Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo.
Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.
Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.
Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.
A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías.
Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras.
No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola.
¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…
El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.
Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste.
Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas!
Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.
Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos.