– Yo también estoy perdiendo el tiempo-dijo Shishakov.
Shtrum se alegró de que Shishakov dejara de hablar en aquel tono pacífico que le impedía dar rienda suelta a su irritación.
– Me resulta particularmente desagradable -continuó-que todos estos conflictos se hayan producido en torno a personas con apellidos judíos.
– ¡Ah, ya veo! -dijo Alekséi Alekséyevich, pasando a la ofensiva-. Víktor Pávlovich, el instituto debe llevar a cabo tareas de primer orden. No es preciso que le recuerde en qué tiempos tan duros debemos afrontar dichas tareas. Considero que en la actualidad su laboratorio no puede contribuir a la resolución de estas tareas. Además, alrededor de su trabajo, tan discutible como interesante, se ha levantado demasiado ruido.
Y añadió con aire grave:
– No estoy expresando un punto de vista personal. Hay camaradas que consideran que todo este alboroto desorienta a los investigadores científicos. Ayer mismo discutimos a fondo esta cuestión, y se dio la opinión de que usted debería reflexionar sobre sus conclusiones puesto que contradicen las teorías materialistas sobre la naturaleza de la materia; debería usted pronunciar una conferencia al respecto. Algunas personas, por razones que se me escapan, están interesadas en hacer que unas teorías discutibles se conviertan en el principio rector de la ciencia» precisamente cuando tenemos que concentrar todos nuestros esfuerzos en los objetivos qué nos impone la guerra. Es algo muy seno. Ha venido a verme con unas pretensiones ridículas respecto a una tal Loshakova. Disculpe, pero no sabía que «Loshakova» fuera un apellido judío.
Al escuchar a Shishakov, Shtrum se sintió desconcertado. Nadie había manifestado jamás tanta hostilidad hacia su trabajo. Lo oía por primera vez de boca de un académico, del director del instituto donde trabajaba.
Sin temer las consecuencias, dejó salir todo lo que pensaba y que, por esa misma razón, nunca debería haber dicho. Dijo que no era asunto de la física confirmar una filosofía. Dijo que la lógica de los descubrimientos matemáticos era más fuerte que la lógica de Engels y Lenin, y que Badín, el delegado de la sección científica del Comité Central, podía tranquilamente adaptar las ideas de Lenin a las matemáticas y a la física, pero no la física y las matemáticas a las ideas de Lenin. Dijo que un pragmatismo excesivo era letal para la ciencia, aunque estuviera impulsado por «Dios Todopoderoso en persona», y que sólo una gran teoría puede engendrar grandes logros prácticos. Estaba convencido de que los principales problemas técnicos -y no sólo los problemas técnicos- del siglo XX se resolverían gracias a la teoría de los procesos nucleares. Estaría encantado de hacer un discurso al respecto si los camaradas cuyos nombres Shishakov prefería callar lo consideraban necesario.
– Por lo que respecta a las personas con apellidos judíos, Alekséi Alekséyevich, no es algo que se pueda tomar a broma, no si de verdad se considera usted un miembro de la intelligentsia rusa. Si mis peticiones son rechazadas me veré obligado a abandonar inmediatamente el instituto. Así no puedo trabajar.
Cobró aliento, miró a Shishakov, reflexionó un instante y prosiguió:
– Me resulta difícil trabajar en estas condiciones. No soy sólo un físico, también soy un ser humano. Me siento avergonzado ante esas personas que esperan de mí ayuda y protección ante la injusticia.
Esta vez, Víktor sólo había dicho «me resulta difícil», pero había tenido el coraje suficiente para reiterar su amenaza de una dimisión inminente.
Shtrum leyó en la cara de Shishakov que éste se había dado cuenta de que había suavizado sus palabras.
Y tal vez por ese motivo, Shishakov insistió:
– No tiene sentido continuar una conversación a golpe de ultimátums. Es mi deber, por supuesto, tener en cuenta sus deseos.
Durante el resto del día Shtrum fue presa de una extraña sensación, triste y alegre a la vez. Los instrumentos del laboratorio, la nueva instalación cuyo montaje pronto estaría concluido constituían una parte imprescindible de su vida, de su cerebro, de su cuerpo. ¿Cómo podría vivir separado de ellos?
Le aterrorizaba incluso recordar las palabras heréticas que había pronunciado ante el director. Y sin embargo, Víktor se sentía fuerte. Su impotencia era al mismo tiempo su fuerza. ¿Cómo hubiera podido imaginar que en los días de su triunfo científico, de regreso en Moscú, llegaría a mantener una conversación de este tipo?
Nadie estaba al corriente de su enfrentamiento con Shishakov, pero tuvo la impresión de que sus colegas se dirigían a él de manera especialmente afectuosa.
Anna Stepánovna le cogió la mano y se la apretó.
– Víktor Pávlovich, no quiero que piense que sólo trato de darle las gracias, pero permítame decirle que… sé que usted, ha sido fiel a sí mismo.
Víktor se quedó a su lado en silencio. Se sentía emocionado y casi feliz.
«Mamá, mama -pensó de repente-. ¿Lo ves?» De camino a casa decidió no contarle nada a su mujer pero no logró vencer la costumbre de hacerla partícipe de todo lo que le ocurría, y ya en la entrada, mientras se quitaba el abrigo, le anunció:
– Bueno, Liudmila, dejo el instituto.
Liudmila Nikoláyevna se quedó muy apenada, pero aun así se las arregló para decirle algunas palabras desagradables.
– Te comportas como si fueras Lomonósov o Mendeléyev. Te marcharás y en tu lugar pondrán a Sokolov o a Márkov. -Levantó la cabeza de su labor de costura-. Deja que tu Landesman se vaya al frente. De lo contrario, la gente recelosa acabará creyendo que los judíos se dedican a enchufar a los suyos.
– Muy bien, muy bien -dijo Víktor-. Basta. ¿Te acuerdas de las palabras de Nekrásov? «El pobre diablo pensaba que estaba en el templo de la gloría, y se alegró de encontrarse en el hospital» Creía merecerme el pan que comía y, en cambio, me piden que me arrepienta de mis pecados, de mis herejías. No, piénsalo un momento: me exigen que haga una intervención pública. ¡Es puro delirio! Y al mismo tiempo me proponen para el premio, los estudiantes vienen a verme… ¡Todo es culpa de Badin! En cualquier caso, llegados a este punto, aquí ya no entra Badin. ¡Sadko no me quiere!
Liudmila Nikoláyevna se le acercó, le compuso la corbata, le arregló el faldón de la chaqueta y le preguntó:
– Estás muy pálido. No has comido, ¿verdad?
– No tengo hambre.
– Come un poco de pan con mantequilla mientras te caliento la comida.
Después vertió en un vaso sus gotas para el corazón y le dijo:
– Tómatelas; no me gusta tu cara, deja que te tome el pulso.
Fueron a la cocina. Mientras masticaba el pan Shtrum se miraba en el espejito que Nadia había colgado al lado del contador del gas.
– Qué cosa tan extraña, qué salvajes -dijo-. ¡En Kazán jamás hubiera pensado que tendría que rellenar montañas de formularios, escuchar lo que hoy he escuchado! ¡Qué poder! El Estado y el individuo… El Estado eleva a un hombre y luego lo deja caer al abismo, como si nada.
– Vitia, quiero hablar contigo de Nadia -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Casi todos los días vuelve a casa después del toque de queda.
– Ya me lo contaste el otro día -dijo Shtrum.
– Ya sé que te lo conté. Bueno, ayer por la noche me acerqué por casualidad a la ventana y descorrí la cortina. ¿Y qué crees que vi? Nadia y un soldado caminaban por la calle, se pararon junto a la lechería y empezaron a besarse.
– ¡Caramba! -exclamó Víktor Pávlovich, y se quedó tan sorprendido que dejó de masticar.
¡Nadia besando a un militar! Durante unos instantes Shtrum se quedó callado, luego se echó a reír. Sólo una noticia tan asombrosa habría podido distraerle de sus sombrías preocupaciones, mitigar su angustia. Por un momento sus ojos se encontraron y Liudmila Nikoláyevna, para su sorpresa, también se echó a reír. Durante algunos segundos había surgido entre ambos esa complicidad plena, posible en esos raros instantes de la vida en que las palabras y los pensamientos no son necesarios.