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Tal vez supiera que Movshóvich se había arrastrado con los zapadores por una callejuela plagada de carros de combate y había cubierto con tierra y ladrillos rotos un tablero de minas antitanque.

Todos ellos eran jóvenes y se sentían felices de seguir con vida una mañana más, de poder levantar una vez más una taza de hojalata y decir «a vuestra salud», de poder masticar col, aspirar el humo de un cigarrillo…

En cualquier caso, no pasó nada; los huéspedes del sótano permanecieron todavía un minuto más de pie ante el comandante, después lo invitaron a comer con ellos y vieron con satisfacción cómo el comandante del regimiento degustaba la col.

Beriozkin comparaba a menudo la batalla de Stalingrado con el año de guerra transcurrido, en el que había visto no poca cosa. Comprendía que si lograba soportar aquella tensión era sólo gracias al silencio y a la tranquilidad que habitaban en él. Así, los soldados del Ejército Rojo podían comer su sopa, reparar el calzado, hablar de mujeres, de buenos y malos superiores, fabricarse cucharas y a veces incluso relojes, cuando parecía que sólo deberían ser capaces de sentir rabia, horror o agotamiento. Se había dado cuenta de que aquellos que no tenían profundidad y tranquilidad de espíritu no resistían mucho, por mucho que en la batalla demostraran ser temerarios y despiadados. La vacilación, la cobardía le parecían a Beriozkin estados pasajeros, algo que podía ser curado tan fácilmente como un resfriado.

Pero qué eran en realidad el valor y el miedo no lo sabía con certeza. Una vez, al inicio de la guerra, un superior le había regañado por su vacilación: había retirado el regimiento sin previa autorización para ponerlo a resguardo del fuego enemigo. Y poco antes de Stalingrado, Beriozkin ordenó al comandante del batallón que condujera a sus hombres a la vertiente opuesta de una colina a fin de que los canallas de los alemanes no diezmaran en balde a sus hombres con el fuego de sus morteros.

El comandante de la división le había reprochado:

«¿Qué es esto, camarada Beriozkin? Me habían dicho que era usted un hombre valiente, que no se amilanaba a las primeras de cambio.»

Beriozkin se calló y suspiró; evidentemente, quienquiera que hubiera hablado de él en esos términos no le conocía bien.

Podchufárov, pelirrojo y de brillantes ojos azules, a duras penas podía refrenar su costumbre de ponerse a reír de improviso y con brusquedad, así como sus enfados repentinos. Movshóvich, delgado, con una cara pecosa y alargada, con mechas grises entre sus cabellos negros, respondía con voz ronca a las preguntas de Beriozkin. Sacó un cuaderno de notas y empezó a trazar un nuevo esquema para colocar las minas en los sectores más susceptibles de ser atacados por los tanques.

– Arránqueme del cuaderno ese croquis como recordatorio -dijo Beriozkin; e, inclinándose sobre la mesa, añadió a media voz-: El comandante de la división me ha mandado llamar. Según los datos del servicio de información del ejército, los alemanes están trasladando las fuerzas de los distritos urbanos para concentrarlas contra nosotros. Tienen muchos tanques, ¿comprenden?

Escuchó una explosión cercana que sacudió los muros del sótano y sonrió.

– Aquí ustedes están tranquilos. En mi barranco a esta hora ya habría recibido la visita de al menos tres enviados del Estado Mayor. Hay varias comisiones que se pasan el tiempo yendo y viniendo.

Entretanto un nuevo impacto sacudió el edificio y del techo cayeron trozos de estucado.

– Está usted en lo cierto, es tranquilo; en realidad nadie nos molesta -reconoció Podchufárov.

– Pues ahí está la cosa, en que nadie os molesta -corroboró Beriozkin.

Hablaba en tono confidencial, a media voz, olvidando sinceramente que ahora él era el superior, habituado como estaba a su posición de subordinado, desacostumbrado al nuevo puesto.

– Ya saben ustedes cómo son los jefes. ¿Por qué no toma la ofensiva? ¿Por qué hay tantas pérdidas? ¿Por qué no hay pérdidas? ¿Por qué no has hecho un informe? ¿Por qué duermes? ¿Por qué…?

Al final Beriozkin se levantó.

– Vamos, camarada Podchufárov, quiero ver su línea de defensa.

En aquella callecita de la colonia obrera, en las paredes internas destripadas que dejaban al descubierto un empapelado abigarrado, en los jardincitos y en los huertos arados por los carros, entre las solitarias dalias otoñales que milagrosamente florecían aquí y allá, aleteaba una angustia penetrante.

De pronto Beriozkin dijo a Podchufárov:

– Sabe, camarada Podchufárov, no he recibido carta de mi mujer. La volví a ver durante un viaje, y ahora de nuevo nada de correo. Sólo sé que se fue a los Urales con nuestra hija.

– Le escribirán, camarada mayor -respondió Podchufárov.

En el sótano de una casa de dos pisos, bajo las ventanas tapiadas con ladrillos, yacían los heridos en espera de ser evacuados al amparo de la noche. En el suelo había un cubo con agua y una taza; enfrente de la puerta, fijada entre las ventanas, había una tarjeta postal ilustrada, Los esponsales del mayor.

– Esto es la retaguardia -dijo Podchufárov-, la primera línea está más adelante.

– Iremos hasta la primera línea -respondió Beriozkin.

Cruzaron la entrada, pasaron a una habitación con el techo hundido, y al instante se apoderó de ellos la sensación que experimentan las personas cuando salen de los despachos de una fábrica y entran en los talleres. En el aire flotaba un olor atroz y punzante a pólvora; bajo los pies tintineaban los casquillos vacíos. En un cochecito de bebé color crema estaban colocadas las minas antitanque.

– Mire, los alemanes han tomado el edificio esta noche -se lamentó Podchufárov acercándose a la ventana-. Es una verdadera lástima, la casa es magnífica, las ventanas dan al suroeste. Ahora todo el flanco izquierdo está expuesto al fuego enemigo.

Cerca de una ventana, tapiada con ladrillos pero provista de arpillera, había una ametralladora pesada, y un ametrallador sin gorro con una venda sucia, negra de humo, enrollada alrededor de la cabeza, se estaba preparando otra nueva, mientras el primer sargento, dejando al descubierto una dentadura inmaculada, masticaba una rodaja de salchichón, dispuesto a abrir fuego en cualquier momento.

El comandante de la compañía, se acercó. Era un teniente que llevaba prendida en el bolsillo de su chaqueta una margarita.

– Bravo -dijo Beriozkin, sonriendo.

– ¡Qué alegría verle, camarada capitán! -dijo el teniente-. Le confirmo lo mismo que le dije por la noche, han ido de nuevo a la casa 6/1. Han empezado a las nueve en punto -y miró el reloj.

– Tiene ante usted al comandante del regimiento, déle el informe a él.

– Disculpe, no le había reconocido -se excusó el teniente, apresurándose a hacer el saludo militar.

Seis días antes el enemigo había logrado cercar algunas casas en la zona del regimiento y las estaba fagocitando a conciencia, a la alemana. La defensa soviética se apagaba bajo las ruinas, se extinguía junto a las vidas de los soldados defensores del Ejército Rojo. Pero en una fábrica con profundos sótanos, la defensa soviética continuaba resistiendo. Los muros sólidos resistían los golpes, si bien en muchos puntos estaban perforados por los impactos de las granadas y las bombas de mortero. Los alemanes intentaban demoler el edificio desde el aire y en tres ocasiones los bombarderos habían lanzado contra él torpedos demoledores. Toda una esquina de la casa se había derrumbado pero el sótano, bajo las ruinas, había quedado intacto, y los defensores, después de retirar los escombros, instalaron las ametralladoras, un cañón y morteros, bloqueando así el paso a los alemanes.

El comandante de la compañía, en su informe a Beriozkin, dijo:

– Hemos intentado llegar hasta ellos esta noche, pero sin éxito. Hemos sufrido una baja y tenemos dos heridos.

– ¡Al suelo! -gritó en aquel momento el vigía con una voz siniestra.

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