– ¿No me dirá que estamos ante una conspiración neonazi? -preguntó Noble, mirando hacia McVey.
– Es una idea interesante si se atan todos los cabos. A Merriman lo mata un agente de la Stasi un día después de que un hombre que ocupa un cargo estratégico, donde todos los días se revisan cientos de investigaciones policiales, descubre que está vivo. Luego viene la caza de la amiga de Merriman y la matanza de su mujer y toda su familia en Marsella. Intentan liquidar a Lebrun y a su hermano el día que comienzan a indagar en las actividades de Klass, que había solicitado la información sobre Merriman a la policía de Nueva York utilizando antiguos códigos de Interpol que mucha gente ni sabe que existen. Luego sabotean el tren en que viajábamos Osborn y yo. Matan a Benny Grossman en su propia casa en Queens el día después de que recopila y le transmite a Noble información sobre las personas que Erwin Scholl habría supuestamente matado hace treinta años. Tiene usted razón, Ian. Si atamos todos los cabos, parece obra de una unidad de espionaje, como una operación del KGB -resumió McVey, y miró a Remmer-. ¿Qué piensas tú, Manny? ¿Acaso la conexión de Klass nos indica que se trata de una historia de neonazis?
– ¿Qué diablos quieres decir con neonazis? -Inquirió bruscamente Remmer-. Andan por ahí rompiendo cráneos, los cabezas rapadas, y llevan patatas llenas de clavos en los bolsillos. Unos imbéciles que golpean a los inmigrantes y luego les queman los albergues y salen en todos los telediarios…
Remmer miró de McVey a Noble, y luego a Osborn. Estaba picado.
– Merriman, Lebrun, el tren de París-Meaux -dijo Remmer-, y Benny Grossman. Recuerdo que cuando llamé a Benny para preguntarle dónde me podía quedar cuando fui a Nueva York con mis hijas, me dijo «¡quédate en mi casa»! Tú dices KGB, pero yo debería decir que no se trata de neonazis ¡sino de neonazis que trabajan con antiguos nazis! Esto es una continuación del poder que asesinó a seis millones de judíos y destruyó Europa. Los neonazis son como el pezón de la teta, son una mierda. Por el momento son un fastidio, nada más. Pero debajo de la superficie, el mal aún está vivo en la cara de los empleados bancarios y de las camareras en los bares y ellos ni siquiera se enteran, como una semilla que espera el tiempo propicio, la mezcla propicia de elementos para volver a brotar. Si estuvieras como yo, en la calle y en los pasillos de la Alemania de hoy, ya lo sabrías. Nadie hablará de ello, pero está ahí, como el viento. -Remmer miró a McVey enfurecido, apagó el cigarrillo de golpe y volvió a mirar el camino.
– Manny -dijo McVey, tranquilo-. Me estoy dando cuenta de que estás empeñado en una guerra privada. La culpa y la vergüenza y todo lo que te ha echado encima otra generación. Lo que sucedió fue cosa de ellos, no tuya, pero de todos modos has caído en la trampa. Tal vez tenías que caer. Y no te discuto nada de lo que dices. Pero las emociones no son hechos.
– Tú quieres saber si tengo información de primera mano. Pues la respuesta es que no.
– ¿Y qué pasa con la Bundeskriminalamt o la Bundesnach no sé qué hostias, o como se pronuncie la Seguridad alemana?
Remmer miró hacia atrás.
– ¿Se han encontrado pruebas tangibles sobre un movimiento pronazi organizado lo bastante grande como para tener influencias? -preguntó.
– Tú me dirás.
– La respuesta es la misma. No. Al menos no por lo que sabemos mis superiores y yo, porque se suele hablar de ese tipo de cosas en los cuerpos de policía. La política del gobierno es estar je wachsam, lo cual significa siempre alerta y vigilante.
McVey lo miró fijamente un momento.
– Pero personalmente, ¿tú qué opinas, Manny? ¿Que la cosa es madura?
Remmer vaciló y luego asintió con la cabeza.
– No se hablará de ello. Cuando suceda, no se pronunciará la palabra nazi. Pero tendrán el poder, eso sí. Les doy dos o tres años, cinco a lo más.
Con esa profecía, los cuatro ocupantes del coche guardaron silencio y Osborn pensó en lo que Vera le había dicho sobre la dimisión de François Christian y la nueva Europa, cuando le habló de los recuerdos recurrentes de su abuela sobre la ocupación de Francia por los nazis, de la gente que era detenida y que nadie volvía a ver, de los vecinos que se espiaban unos a otros, lo mismo que las familias y, en todas partes, hombres armados. «Siento esa misma sombra ahora.» El sonido de su voz era tan claro como si estuviese sentada a su lado y el miedo que transmitía le heló los huesos.
Los coches disminuyeron la velocidad al llegar a las afueras de una pequeña ciudad. Osborn miró por la ventana y vio el sol de la mañana sobre los tejados. Las hojas de otoño cubrían las calles de rojos y dorados. Un grupo de chicos esperaba para cruzar una esquina y una pareja de viejos caminaba por la acera, la anciana apoyada en un bastón y con el otro brazo enfundado en el de su marido. Cerca de una intersección, un agente de tráfico discutía con un camionero y en todas partes los tenderos comenzaban a colocar sus mercancías en la acera.
Era difícil calcular el tamaño de la ciudad. Tal vez dos mil o tres mil habitantes que uno adivinaba en las calles laterales y en otros barrios que no se veían. ¿Cuántos otros pueblos como ése despertaban esa mañana en toda Alemania? ¿Cientos, miles? En los pueblos, las aldeas y las pequeñas ciudades la gente seguía ocupada en las cosas de todos los días, viviendo en algún punto entre el nacimiento y la muerte. ¿Acaso era posible pensar que esa gente añorara en secreto los desfiles a paso de ganso de las tropas de asalto vistiendo camisas ceñidas y brazaletes con esvásticas? ¿Acaso echaban en falta los golpes de las lustrosas botas y polainas pasando frente a todas las ventanas y puertas del país?
¿Cómo era posible? Esa terrible época llevaba medio siglo sepultada. El bien y el mal de la moral del nazismo era un objeto en desuso, un lugar común. La culpa y la vergüenza colectivas aún pesaban sobre las generaciones nacidas décadas después de que la conflagración hubiera llegado a su fin. El Tercer Reich y todo lo que representaba estaba muerto. Tal vez el resto del mundo querría recordar siempre, pero Alemania quería olvidar. De eso Osborn estaba seguro. Remmer tenía que estar equivocado.
– Tengo otro nombre para ti -dijo Remmer rompiendo el silencio-. Es el hombre que se ocupaba de que Klass y Halder gozaran de una posición solvente dentro de Interpol. Es su actual director de misiones, un antiguo inspector de la Prefectura de Policía de París. Creo que lo conoces.
– ¿Cadoux? ¡No, no puede ser! Lo conozco desde hace años.
Noble no cabía en sí de asombro. -Así es -dijo Remmer. Relajó la mano en el volante y encendió otro cigarrillo-. Cadoux.
Capítulo 87
A las siete menos cuarto de la mañana, Erwin Scholl estaba de pie junto a la ventana de la oficina de su suite en el último piso del Grand Hotel Berlín, mirando el sol que se levantaba sobre la ciudad. Cogía en brazos un gato de angora de abundante pelaje que acariciaba abstraído.
A su espalda, Von Holden hablaba por teléfono con Salettl en Anlegeplatz. A través de la puerta cerrada que daba al despacho del exterior, oía a sus secretarias ocupadas en atender las llamadas internacionales, ninguna de las cuales contestaba personalmente.
Fuera en el balcón, Viktor Shevchenko fumaba un cigarrillo y miraba hacia el sector del antiguo Berlín este esperando instrucciones. Shevchenko tenía treinta y dos años y su constitución fibrosa le daba aspecto de matón de barrio. Al igual que Bernhard Oven, Von Holden lo había reclutado en el ejército soviético para la Stasi. Después de la reunificación se había trasladado a la Organización como jefe de la sección de Berlín.