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La lluvia caía con más fuerza y los faros amarillos de los coches que transitaban a esa hora por las calles parisinas dificultaban la visión. Más adelante, el hombre giró a la derecha en el bulevar St. Germain y de pronto cruzó la calle. ¿Dónde diablos pensaba meterse? Y de repente Osborn entendió. La estación de metro. Si entraba, la multitud se lo tragaría en un instante. Osborn echó a correr, apartando bruscamente a las personas que encontraba a su paso. Y de pronto se abalanzó hacia la calle cortando el paso de los coches. Los cláxones hicieron que el hombre se volviera. Durante un segundo permaneció inmóvil, clavado donde estaba, y luego se alejó a paso rápido. Osborn sabía que lo había visto, y que el hombre era consciente de que alguien iba tras él.

Osborn bajó las escaleras del metro de un vuelo. Abajo, vio que el tipo compraba un billete en una máquina y luego se abría paso entre la multitud hacia el torno.

Al mirar hacia atrás, el hombre vio a Osborn que se lanzaba corriendo escaleras abajo. Con un gesto de la mano, introdujo el billete en la ranura del torno. La barrera cedió y el hombre pasó. Giró bruscamente a la derecha y desapareció tras una esquina.

No había tiempo para comprar billetes o pasar por el torno. Osborn apartó a una muchacha con el codo y saltó por encima, esquivó a un negro alto y corrió hacia el andén.

Un tren se había detenido en la estación. Vio subir al tipo. Las puertas se cerraron de un golpe y el tren partió. Osborn corrió unos cuantos metros y se detuvo. El pecho le dolía y le faltaba el aire. Sólo quedaban los rieles que brillaban en la oscuridad del túnel vacío. El hombre había desaparecido.

Capítulo 2

Michèle Kanarack miró al otro lado de la mesa, y luego tendió la mano. Su mirada desbordaba de amor y afecto. Henri Kanarack le cogió la mano y la observó. Aquel día cumplía él cincuenta y dos años, y ella tenía treinta y seis. Ya llevaban casi ocho años casados, y hoy le había dicho ella que estaba encinta de su primer hijo.

– Es una noche muy especial -dijo ella.

– Sí, muy especial. -Le besó la mano con gesto dulce, la soltó y sirvió el vino de una botella de Bordeaux tinto.

– Es la última copa -dijo ella-. Hasta que llegue el niño. Dejaré de beber mientras esté embarazada.

– Entonces, lo mismo digo. -Henri sonrió.

Fuera llovía a cántaros, y el viento sacudía el tejado y las ventanas. Vivían en el ático de un edificio de cinco plantas en la avenle Verdier, en el barrio de Montrouge. Henri Kanarack era panadero, se iba a trabajar todos los días a las cinco y no volvía hasta cerca de las seis y media de la tarde. Había una hora de viaje entre su piso y la panadería cercana a la estación del Norte, en el barrio norte de París. Había sido una jornada larga.

Pero ahora se sentía contento. Como se sentía contento con su hogar y con la idea de ser padre por primera vez a los cincuenta y dos años. Al menos así se había sentido hasta entonces, cuando aquel desconocido lo había atacado en la cervecería y luego lo había perseguido hasta el metro. El tipo tenía aspecto de americano. Aproximadamente treinta y cinco años. Constitución musculosa y sólida. Vestido con una chaqueta deportiva cara y vaqueros, parecía un ejecutivo en vacaciones.

¿Quién diablos era aquel tipo? ¿Por qué había hecho aquello?

– Oye, ¿te encuentras bien? -Michèle lo observaba. ¿A dónde iban a llegar las cosas en París si un panadero podía ser atacado en una cervecería por un desconocido cualquiera? Ella quería que Henri llamara a la policía. Y que luego contratara a un abogado y demandara al dueño de la cervecería.

– Sí -dijo-, me encuentro bien.

Kanarack no deseaba llamar a la policía ni demandar a la cervecería, a pesar de que tenía el ojo izquierdo casi cerrado debido a la hinchazón y el labio rojo y morado porque los golpes del hombre le habían hundido uno de los dientes superiores.

– ¿Qué te parece? Voy a ser padre -dijo, intentando sacudirse la sensación.

– Nada de caras largas, al menos esta noche -dijo Michèle. Se levantó de la mesa, fue hacia él y le rodeó el cuello con los brazos-. Hagamos el amor para celebrar la vida. Una gran vida entre la joven Michèle, el viejo Henri y el futuro niño.

Kanarack se volvió y la miró a los ojos. Sonrió. Cómo no iba a sonreír. La amaba.

Más tarde, tendido en la oscuridad y oyendo la respiración de Michèle, Kanarack intentó borrar de su mente la imagen del hombre de pelo oscuro. Pero no lo lograba. Le hacía revivir un temor profundo, casi primario, como si, hiciera lo que hiciese, o por mucho que huyera, algún día fueran a dar con él.

Capítulo 3

Osborn los observaba mientras hablaban en el pasillo.

Suponía que hablaban de él, pero no estaba seguro. De pronto el más pequeño dio media vuelta y se alejó, y el otro volvió a entrar por la puerta de vidrio, con un cigarrillo en una mano y una carpeta en la otra.

– ¿Quiere tomar una taza de café, doctor Osborn? -preguntó. El inspector Maitrot era joven, seguro de sí mismo, su tono de voz era suave y era respetuoso. También era rubio y alto, rasgos poco comunes en un francés.

– Lo que quiero saber es cuánto tiempo piensa retenerme. -Osborn había sido detenido por la Police Urbaine por violar una ordenanza municipal que prohibía saltar las barreras de los metros. Cuando le preguntaron, Osborn había mentido, diciendo que el hombre lo había asaltado e intentaba robarle la billetera. Debido a una pura coincidencia, dijo, un rato después lo había visto en la cervecería. La policía lo relacionó entonces con el hombre que habían denunciado en la cervecería con llamada de alerta y lo habían llevado a la Prefectura Central para interrogarlo.

– Usted es médico -leyó Maitrot en una hoja grapada en el interior de la carpeta-. Es cirujano ortopédico, americano, y está de visita en París después de asistir a una convención médica en Ginebra. Vive en Los Ángeles.

– Sí -dijo Osborn, desganado. Ya le había contado la historia a un policía en la estación de metro, luego a otro poli uniformado en una celda de prevención en alguna parte del mismo edificio, y a un policía de civil que lo había escoltado a través de una serie de pruebas dactilares, fotos para el fichero y un interrogatorio preliminar. Ahora, en la pequeña célula de vidrio de la sala de interrogatorios, Maitrot volvía a preguntarlo todo desde el principio, detalle por detalle.

– No tiene mucha pinta de médico.

– Usted no tiene pinta de policía -respondió Osborn, displicente, intentando no crisparse.

Maitrot no reaccionó. Tal vez no lo entendió, porque no le era nada fácil comunicarse en inglés, pero tenía razón, Osborn no tenía pinta de médico. Metro ochenta y cinco, pelo oscuro y ojos castaños, ochenta kilos, una mirada infantil y la constitución de un atleta.

– ¿Cómo se llamaba la convención a la que asistió?

– No asistí a ella. Presentaba una ponencia. El Congreso Mundial de Cirugía. -Osborn habría querido decir: «¿Cuántas veces tengo que repetiros lo mismo? ¿Acaso no os comunicáis entre vosotros?» Debería haber tenido miedo, y tal vez lo tenía, pero aún estaba demasiado agitado para darse cuenta. Su víctima había escapado, pero lo más importante era que ¡finalmente lo había encontrado! Estaba aquí, en París. Y, con algo de suerte, seguiría aquí, en su casa o en cualquier bar, curándose las heridas y preguntándose qué le había sucedido.

– ¿Y de qué trataba su ponencia? ¿Cuál era el tema?

Osborn cerró los ojos y contó lentamente hasta cinco.

– Ya se lo he dicho.

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