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Capítulo 32

El pelo bien peinado y la barba bien rasurada, Henri Kanarack vestía un mono azul de una empresa de reparación de aire acondicionado. No tuvo trabas al pasar la entrada de servicio ni al coger el ascensor de servicio hasta la planta de reparaciones. Jean Packard le había dado el nombre de Paul Osborn y del hotel donde se hospedaba. No sabía el número de habitación porque era seguro que también habría soltado ese dato. Los hoteles no daban el número de habitación de los clientes, sobre todo los de cinco estrellas como el de Osborn, con una clientela adinerada e internacional, protegida de los extraños que actuaban con motivaciones personales o políticas.

Kanarack cogió una caja de herramientas del taller mecánico, caminó por el pasillo de servicio hasta las escaleras de emergencia, por donde subió hasta el vestíbulo. Cruzó la puerta y echó un vistazo a su alrededor. La sala de recepción era pequeña, recubierta de madera y bronce, y la mayor parte de la decoración eran antigüedades. A la izquierda quedaba la entrada al bar y, directamente enfrente, una pequeña tienda de regalos y el comedor. A la derecha, los ascensores. Enfrente de éstos, el mostrador de recepción, tras el cual un empleado de traje oscuro hablaba con un ejecutivo africano extraordinariamente alto que acababa de registrarse. Para conseguir el número de la habitación de Osborn, Kanarack tenía que pasar al otro lado del mostrador. Cruzó la sala, se acercó al empleado y cuando éste levantó la mirada, Kanarack tomó la iniciativa.

– Reparación de la calefacción. Hay un problema con el sistema eléctrico, y estamos intentando localizarlo -dijo.

– No sé nada de eso -dijo el empleado, desdeñoso. Esa actitud arrogante de superioridad era algo que Kanarack había odiado en los parisinos desde su llegada, sobre todo cuando se trataba de empleados con salarios algo superiores al suyo, gente que lograba a duras penas llegar a fin de mes.

– No quiere saber nada. Pues bueno. El problema no es mío -dijo Kanarack con un elocuente gesto de los hombros, indiferente.

En lugar de discutir, el empleado lo despachó de inmediato.

– Haga lo que tenga que hacer -dijo, y siguió conversando con el africano.

– Vale -dijo Kanarack, y pasó al otro lado del mostrador para examinar un panel de interruptores justo por encima de la lista de registros del hotel. Al inclinarse a mirarla, sintió la presión del calibre 45 metida en el cinturón bajo el ancho mono. El silenciador corto le rozaba la parte superior del muslo. El cargador estaba lleno, y llevaba otro de recambio en el bolsillo.

– Permiso -dijo, cogiendo el registro y poniéndolo a un lado. Sonó el teléfono del mostrador y el empleado lo cogió. Kanarack aprovechó para revisar los nombres. En la O, encontró lo que buscaba. La habitación de Paul Osborn era la 714. Volvió a dejar el registro en su lugar, recogió la caja de herramientas y salió del mostrador.

– Gracias -volvió a decir.

McVey miró la niebla a través de la ventana, cansado e irritado. El aeropuerto Charles de Gaulle estaba cerrado y todos los vuelos habían sido cancelados. A McVey le habría gustado saber si el tiempo se despejaría o no. Si el aeropuerto permanecía cerrado, era preferible coger una habitación en un hotel de las cercanías y dormir. Si lo abrían y había una posibilidad de que anunciaran su vuelo, haría lo mismo que el resto de los pasajeros durante las dos últimas horas, es decir, esperar. Antes de salir del despacho de Lebrun, había llamado a Benny Grossman a la oficina central del Cuerpo de policía de Nueva York, en Manhattan. Benny sólo tenía treinta y cinco años, pero era uno de los inspectores más capaces que conocía. Habían trabajado juntos dos veces. En una ocasión, Benny había viajado a Los Ángeles en busca de un asesino fugado de Nueva York. La segunda vez, la policía de Nueva York le había pedido a McVey su ayuda para resolver un caso enigmático. McVey tampoco había llegado al fondo del asunto, pero después de llevar a cabo la investigación, habían tomado unas copas juntos y se habían divertido. McVey también había ido a comer a casa de Benny con ocasión de la Pascua judía. Benny acababa de entrar cuando McVey llamaba y cogió la llamada de inmediato.

– ¡Oy, McVey! -exclamó Benny, su saludo habitual cuando hablaba con el inspector. Después de algunas minucias, fue al grano-. Dime, Boolabah, ¿en qué te puedo ayudar?

McVey no sabía si Benny intentaba hablar como los clásicos policías de Hollywood o si era ésa su manera de ir al grano con todo el mundo.

– Benny, cariño -siguió la broma McVey, pensando que si Benny hacía el papel de agente frustrado, él podía seguirle la corriente. Le explicó que no estaba ni en Manhattan ni en Los Ángeles, sino en las oficinas de la Prefectura de policía de París.

– ¿París? ¿Quieres decir París-Tejas o París-Francia?

– París-Francia -dijo McVey, y apartó el auricular cuando Benny lanzó un largo silbido. Luego hablaron de cosas concretas. McVey quería saber qué le podía decir acerca de un tal Albert Merriman que la había supuestamente palmado en un ajuste de cuentas en Nueva York, en 1967. Dado que Benny tenía once años en 1967, jamás había oído nada sobre ese Albert Merriman, pero dijo que lo averiguaría y que volvería a llamar a McVey.

– Yo te llamaré -dijo McVey, que no tenía idea de dónde estaría cuando Benny diera con la información.

Cuatro horas más tarde, McVey volvió a llamar.

Entretanto, Benny había revisado los archivos de la policía de Nueva York y había recopilado un sólido paquete de informaciones sobre Albert Merriman. En 1963, se le había dado de baja en el ejército de Estados Unidos, y dos años más tarde se había asociado a un viejo amigo, Willie Leonard, un atracador de bancos que acababa de salir de la prisión de alta seguridad de Atlanta. Merriman y Leonard hicieron de las suyas y se les buscaba por atracos a bancos, asesinato, intento de asesinato y extorsión en una media docena de Estados. También se rumoreaba que habían dado unos cuantos golpes para las familias del crimen organizado en Nueva Jersey y Nueva Inglaterra.

El 22 de diciembre de 1967, en el interior de un coche en el Bronx, se encontró un cuerpo que fue identificado como el de Albert Merriman, acribillado a disparos y carbonizado más allá de todo posible reconocimiento.

– Parece una historia de la Mafia -dijo Benny.

– ¿Qué pasó con Willie Leonard? -preguntó McVey.

– Aún se le busca -dijo Benny.

– ¿Cómo fue identificado el cadáver de Merriman?

– No lo dice el informe. Tal vez no lo sepas, chico, pero no se suele conservar mucha información sobre los muertos. No hay dinero para pagar los sótanos de archivo.

– ¿Se sabe algo sobre quién reclamó el cadáver?

– Eso sí lo dice. Espera un momento, -McVey oía el roce de los papeles mientras Grossman buscaba en sus notas-. Aquí está. Al parecer, el tipo no tenía familia. El cuerpo fue reclamado por una mujer que aparece aquí como una amiga del instituto, Agnés Demblon.

– ¿Dirección?

– Nooo.

McVey escribió el nombre de Agnés Demblon en el anverso de su tarjeta de embarque y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Alguna idea de dónde está enterrado Merriman?

– No.

– Y bien, te apuesto diez a uno que si encuentras la tumba, descubrirás que el difunto es Willie Leonard.

McVey oyó en la distancia que llamaban a embarcar para su vuelo. Asombrado, le agradeció a Benny, le dijo que volviera a su juego de bridge y se dispuso a colgar.

– ¡McVey!

– ¿Si?

– Este archivo de Merriman no ha sido tocado en veintiséis años.

– ¿Y qué?

– Soy la segunda persona que lo ha pedido en las últimas veinticuatro horas.

– ¿Qué dices?

– Ayer lo pidieron de Interpol, Washington. Un sargento de Archivos e Información sacó la carpeta y les envió todo por fax.

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