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– Lo siento, cariño. Te has equivocado de puerta. -Era McVey que hablaba con voz monótona y pesada desde el otro lado. Le respondió una voz desenfadada de mujer hablando francés-. Te has equivocado, cariño. Hazme caso. Prueba en el piso de arriba, ¡te has equivocado de piso!

La mujer respondió con un francés hosco, indignada.

Se oyó una llave en la cerradura. Luego se abrió la puerta y entró McVey. Llevaba con él a una chica de pelo oscuro cogida del brazo y del bolsillo de la chaqueta le asomaba un periódico enrollado.

– ¿Quieres entrar? Pues entra -le dijo a la chica, y luego miró a Osborn-. Cierre esa puerta.

Osborn cerró la puerta, le echó llave y deslizó la cadena.

– Vale, cariño, ya estás dentro. ¿Y ahora qué? -*-dijo McVey a la chica, que se quedó en medio de la habitación con una mano en la cadera. Miró a Osborn. Debía de tener unos veinte años, un metro sesenta y no parecía asustada. Llevaba una blusa de seda ceñida y una falda muy corta, medias de red y tacones altos.

– Mete-saca, mete-saca -dijo, y sonrió seductora mirando a Osborn y luego a McVey.

– ¿Quieres follar con los dos? ¿Es eso lo que quieres?

– Claro, ¿por qué no? -La chica sonrió y su acento en inglés mejoró bastante.

– ¿Quién te ha enviado?

– Vengo por una apuesta.

– ¿Qué tipo de apuesta?

– El de la recepción dice que sois maricas. El botones dice que no.

McVey lanzó una carcajada.

– ¿Y te han enviado para que te enteraras?

– Sí -dijo, y sacó un fajo de billetes de cien francos del escote como prueba de que decía la verdad.

– ¿Qué coño es esto? -Osborn estaba intrigado.

McVey sonrió.

– Pues bien, resulta que estábamos engañándolos, cariño. El botones gana. -McVey miró a Osborn-. ¿Quieres follártela tú primero?

– ¿Quéé? -Osborn no se lo podía creer.

– ¿Por qué no? Si ya le han pagado y todo -dijo McVey, y miró a la chica-. Sácate la ropa.

– Claro -respondió ella. Lo decía en serio y lo hacía bien. No les sacó los ojos de encima a ninguno de los dos. Primero miraba a uno y luego al otro, como si cada prenda que se sacara fuera un espectáculo privado para cada uno de ellos. Y, lentamente, se lo fue sacando todo.

Osborn miraba boquiabierto. No podía creer que McVey pensara hacerlo. ¿Así, sin más, y con él allí presente? Había oído hablar de cómo se lo hacían los polis en ciertas situaciones, todo el mundo había oído hablar de aquellas historias pero nadie se las creía. Y sobre todo, jamás había pensado que fuera él uno de los protagonistas.

McVey le lanzó una mirada.

– Yo voy primero, ¿vale? -sonrió-. ¿No le importará si entramos en el baño, doctor?

– No, sírvase usted.

McVey abrió la puerta del baño y la chica entró. Él la siguió y cerró la puerta. Al cabo de un segundo, Osborn oyó que la chica lanzaba un chillido y luego un golpe sordo contra la puerta. Ésta se abrió y salió McVey, vestido.

Osborn se quedó mudo de asombro.

– Venía a espiarnos. Me vio en el pasillo y con eso le bastaba -sentenció McVey.

Se sacó el periódico de la chaqueta, se lo pasó a Osborn y entró en el baño para coger la ropa de la chica. Osborn abrió el periódico. Ni se fijó en el nombre, sólo en los grandes titulares en francés: Inspector de Hollywood buscado por el tiroteo de La Coupole. Más abajo, en letra más pequeña: «Vinculado al médico americano en el asesinato de Merriman.» Más abajo, Osborn vio la misma foto de archivo de la policía de París que antes había publicado Le Fígaro, junto a una foto de un McVey sonriente dos o tres años antes.

– Ésa la sacaron del Los Angeles Times Magazine. Un reportaje sobre la vida rutinaria de un inspector de Homicidios. Los lectores esperaban follón y sólo les dieron aburrimiento. Pero la publicaron de todas formas -dijo McVey, mientras metía la ropa de la chica en una bolsa de lavandería del hotel y abría la puerta. Miró hacia el pasillo y dejó la bolsa fuera.

– ¿Cómo sabían dónde estábamos? ¿Cómo pudieron averiguarlo? -dijo Osborn incrédulo.

McVey cerró la puerta y volvió a echar llave.

– Sabían quién era su hombre y que nos seguía a uno de los dos. Sabían que yo trabajaba con Lebrun. Lo único que tenían que hacer era enviar a alguien al restaurante con un par de fotos y preguntar: «¿son éstos los tipos?» No es nada difícil. Por eso lo de la chica. Querían estar seguros de que éramos los que buscaban antes de entrar con la artillería. Ella pensaba que podía echar un vistazo, inventarse una historia y marcharse. Por lo visto estaba dispuesta a hacer lo que fuera si las cosas no le iban bien.

Osborn miró por encima del hombro de McVey a la puerta del baño.

– ¿Qué le ha hecho? ¡

McVey se encogió de hombros.

– Pienso que no sería buena idea dejar que bajara enseguida.

Osborn le devolvió el periódico a McVey y abrió la puerta del baño. La chica estaba desnuda y sentada en el water esposada a una tubería en la pared. Tenía una toalla metida en la boca y los ojos, furibundos, estaban a punto de saltársele de las órbitas. Osborn no dijo nada y cerró la puerta.

– Es una de esas tías duras -dijo McVey con un asomo de sonrisa-. Cuando la encuentren, armará un tremendo jaleo por su ropa antes de dejar que nadie llame por teléfono. Con suerte, ese lapso de tiempo agregará unos cuantos segundos a nuestra ya deteriorada expectativa de vida.

Capítulo 74

Diez segundos más tarde, McVey y Osborn salieron sigilosamente al pasillo y cerraron la puerta a su espalda.

Los dos tenían las armas en la mano, aunque no hacían falta porque el camino estaba despejado.

Suponían que quien hubiese enviado a la chica la estaría esperando probablemente abajo. Eso significaba que esa gente sospechaba de ellos pero no estaban seguros. Además ya le habían dado bastante tiempo. La chica era una profesional y si hubiera tenido que satisfacer sexualmente a los sospechosos, se habría prestado a ello. Pero McVey sabía que no le darían demasiado tiempo.

Las paredes de los pasillos en la quinta planta del hotel Saint Jacques eran grises y el suelo estaba tapizado con una moqueta rojo oscuro. Había escaleras de incendio al final de cada pasillo y cerca del centro del edificio alrededor del hueco del ascensor. McVey eligió las escaleras más alejadas del ascensor, en un extremo del pasillo. Si sucedía algo no quería verse atrapado en un fuego cruzado.

Tardaron cuatro minutos y medio en llegar al sótano y cruzaron una puerta de servicio que daba a un callejón. Doblaron a la derecha y caminaron por el bulevar Saint Jacques a través de una espesa niebla. Eran las dos y cuarto de la mañana del martes 11 de octubre.

A las dos y cuarenta y dos minutos sonó dos veces el teléfono junto a la cama de Ian Noble y luego se activó la señal luminosa.

Noble no quería despertar a su mujer, que sufría de artritis y tenía problemas para conciliar el sueño. Se deslizó de la cama y empujó la puerta de nogal oscuro que separaba la habitación de su estudio privado. Al cabo de un momento cogió el supletorio.

– Sí.

– McVey.

– Han sido unos largos noventa minutos. ¿Dónde diablos está?

– En las calles de París.

– ¿Todavía está con Osborn?

– Somos inseparables como dos siameses.

Noble pulsó un botón en el borde de la mesa y la cubierta se deslizó hacia atrás dejando a la vista un gran mapa aéreo de Inglaterra. Con un segundo toque del botón apareció un menú codificado. Y con un tercer toque se desplegó un detallado plano de París y sus alrededores.

– ¿Puede salir de la ciudad?

– ¿Hacia dónde?

Noble volvió a mirar el mapa.

– A unos veinticinco kilómetros hacia el este por la autopista N3 hay una ciudad que se llama Meaux. Justo antes de llegar hay un pequeño aeropuerto. Busquen un avión civil, un Cessna, con el código ST95 pintado en la cola. Si el tiempo lo permite, llegará entre las seis y las siete. El piloto esperará hasta las diez. Si no llegan a tiempo, vuelvan al día siguiente al mismo sitio y a la misma hora.

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