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– ¿Ocurre algo? -preguntó cuando los vio abrir la verja de la calle y caminar por la acera.

– No, no sucede nada. Shalom -dijo el rabino más joven con una sonrisa gentil.

– Shalom -respondió la señora Greenfield y vio que el rabino joven le abría al mayor la puerta del coche. El joven le volvió a sonreír, se puso al volante y un instante después se alejaron.

El Cessna de seis plazas atravesó un espeso manto de nubes y sobrevoló la campiña francesa.

Clark Clarkson, antiguo piloto de bombarderos de la RAF, un atractivo hombre de pelo castaño, manos enormes y sonrisa sardónica, mantuvo estabilizado el pequeño aparato a través de las turbulencias que se producían durante el descenso. Junto a él, en el asiento de copiloto, Ian Noble viajaba con el cinturón de seguridad ajustado y apoyaba la cabeza contra la ventana mientras miraba hacia abajo. Detrás de Clarkson, vestido de civil, viajaba el mayor Geoffrey Avnel, cirujano militar y miembro de los comandos especiales de la RAF. Además, Avnel hablaba bien el francés. Ni Inteligencia Militar de los ingleses ni Avril Rocard, la agente que Cadoux había enviado a la escena de la catástrofe, habían logrado dar con el paradero de McVey y Osborn. Puede que hubiesen viajado en el tren, pero ahora habían desaparecido.

Noble manejaba la teoría de que uno de los dos o ambos habían resultado heridos, y temiendo las represalias de los autores del atentado, se habían alejado del lugar del siniestro. Ambos sabían que el Cessna volvería a buscarlos al día siguiente, lo cual significaba, si Noble no se equivocaba, que tal vez se encontraban en algún punto entre el lugar del atentado y la pista de aterrizaje a tres kilómetros de allí. Por eso los acompañaba el mayor Avnel.

Abajo veían la ciudad de Meaux y a la derecha la pista de aterrizaje. Clarkson se comunicó por radio con la torre de control y recibió permiso para aterrizar. Cinco minutos después, a las ocho y diez de la mañana, el Cessna ST95 tocó tierra.

Rodaron lentamente hasta las proximidades de la torre de control y Noble y Avnel bajaron del avión para dirigirse al pequeño edificio que servía de terminal.

Noble no tenía la más mínima idea de lo que iba a encontrar. A los policías se les inculcaba el sentido del azar en su trabajo desde el día de su primera patrulla. Londres no era diferente de Detroit o de Tokio y la muerte de cualquier poli en el cumplimiento del deber era como la muerte de cualquier agente uniformado, que podía ser hombre o mujer. Le podía suceder a cualquiera, cualquier día y en cualquier ciudad del mundo. Si al final del día un poli conservaba su integridad física, podía considerarse afortunado. Así había que tomarse las cosas día a día. Si uno llegaba al final, se jubilaba y pasaba a la vejez intentando no pensar en todos los policías del mundo que no tenían igual suerte.

Así era la vida de los policías y así era el riesgo al que se entregaban hombres y mujeres. Pero no era el caso de McVey. El era diferente, el tipo de poli que viviría más que todos y que todavía estaría trabajando a los noventa y cinco años. Eso era un hecho. Así lo consideraban todos y era lo que él mismo creía, por mucho que gruñera y dijera lo contrario. El problema era que esta vez Noble tenía un presentimiento y en el ambiente se respiraba un aire pesado y trágico. Tal vez por eso había acompañado a Clarkson y al mayor Avnel, porque pensaba que era su deber estar allí con McVey.

Los pies le pesaban como dos plomos cuando se acercó al mostrador de Inmigración y le mostró su chapa de policía de Londres al agente de guardia. Le pesaron aún más al cruzar con Avnel, con semblante serio, las puertas de cristal que daban a la terminal.

Por eso, lo último que esperaba era ver a McVey sentado frente a él con una gorra de béisbol de Mickey Mouse y una camiseta de Eurodisney, leyendo el periódico de la mañana.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– … nos días, Ian -dijo McVey, y sonrió. Se puso de pie, dobló el periódico debajo del brazo y le tendió la mano a Noble.

A diez metros estaba Osborn, el pelo engominado hacia atrás, vestido aún con chaqueta de bombero. Levantó la mirada de la edición de Le Figuro y vio a Noble estrechándole la mano a McVey, luego vio a Noble mover la cabeza de un lado a otro y apartarse para presentar a un tercer hombre. En ese momento McVey lo miró y le hizo una seña con la cabeza. Sin tardar un segundo, Noble, McVey y el mayor Avnel se dirigieron a la puerta que daba a los hangares.

Osborn los alcanzó y caminaron juntos los veinte metros hasta el Cessna. Clarkson encendió los motores y pidió permiso para despegar. A las ocho y veintisiete, sin haber sufrido percance alguno, volaban a Inglaterra.

Capítulo 81

Mientras el Cessna se elevaba a las nubes por encima de Meaux y perdían de vista tierra, McVey contó cómo habían escapado de la colisión y pasado la noche en el bosque junto a la pista de aterrizaje. Llegaron a la terminal minutos antes de las siete y media. Simulando ser un turista, McVey compró un gorro y una camiseta y algunos objetos de aseo. Luego fue al baño donde lo esperaba Osborn y se cambió de ropa. McVey se afeitó y se desprendió de su chaqueta. Osborn había cambiado su aspecto peinándose hacia atrás. Con su barba crecida y su chaqueta de bombero parecía un miembro de los equipos de rescate agotado por su trabajo esperando a un pasajero de alguno de los vuelos. Sólo les quedaba esperar.

Noble sacudía la cabeza y sonreía.

– McVey, es usted un tipo asombroso. Realmente asombroso.

– Aja -dijo McVey, negando con la cabeza-. Sólo cuestión de suerte.

– Es lo mismo.

Noble le dio a McVey unos minutos para relajarse y luego le enseñó una copia escrita de la conversación con Benny Grossman. Cuando aterrizaron dos horas más tarde, McVey la había leído dos veces y después de reflexionar quiso sentar los hechos y comentarlos con Noble.

Los hechos eran los siguientes:

El padre de Paul Osborn había diseñado y construido un prototipo de bisturí capaz de conservar su filo incluso sometido a las temperaturas más improbables, sobre todo al frío extremo. Sección: Material de soporte.

Según Benny Grossman, había que considerar los datos siguientes: Alexander Thompson de Sheridan, Wyoming, diseña un programa informático para que un ordenador maneje una máquina con el bisturí en intervenciones de microcirugía avanzada. Sección: Material de soporte.

David Brady de Glendale, California, diseña y construye un mecanismo manejado por medios electrónicos, dotados de una capacidad de articulación similar a la muñeca de un hombre y capaces de sostener y controlar el bisturí en una intervención quirúrgica. Sección: Material de soporte.

Mary Rizzo York de Nueva Jersey, experimenta con gases que pueden producir bajas temperaturas y enfriar el entorno hasta aproximadamente 269 grados centígrados bajo cero. Sección: Investigación y desarrollo.

Todo esto había sucedido entre 1962 y 1966. Todos los científicos trabajaban aisladamente. Cada vez que uno de los proyectos alcanzaba su estadio final, Álbert Merriman liquidaba a su autor, ya fuera inventor o científico.

Según lo que Merriman había confesado a Osborn, la persona que lo había contratado y le pagaba por su trabajo era Erwin Scholl. Erwin Scholl era el emigrante capitalista que para entonces había adquirido los medios y conocía los negocios con que financiar proyectos experimentales con empresas fantasmas. El mismo Krwin Scholl que, según el FBI, era actualmente y había sido durante décadas amigo personal y confidente de los presidentes sucesivos de Estados Unidos, lo cual lo hacía un individuo virtualmente intocable. Sin embargo, en el sótano de la Morgue en Londres tenían siete cuerpos decapitados y una cabeza. Se había confirmado que cinco de ellos habían sido congelados a temperaturas próximas al cero absoluto, un dato curioso y paradójicamente cercano a los resultados del trabajo de Mary Rizzo York.

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