McVey le dijo a Grossman que Interpol trabajaba con París, y que suponía que ésa era la razón. En ese momento, anunciaron por última vez el vuelo de McVey. Le dijo a Grossman que se tenía que ir y colgó.
Pocos minutos después, McVey se abrochaba el cinturón de seguridad y el avión de Air Europe se alejaba del edificio hacia la pista de despegue. Volvió a mirar el nombre de Agnés Demblon en su tarjeta de embarque y dejó escapar un suspiro. Luego se relajó, sintiendo los tumbos del avión que rodaba hacia la cabecera de la pista.
Miró por la ventana y vio capas de nubes cubriendo la campiña francesa. La lluvia le hizo pensar en el lodo de los zapatos de Osborn. Y luego ya estaban por encima de las nubes.
Una azafata le preguntó si quería un periódico, y cuando lo recibió, no lo abrió. Pero le llamó la atención la fecha.
Viernes, 7 de octubre. Aquella misma mañana le habían notificado a Lebrun de Interpol, Lyón, que habían identificado la huella dactilar. Y el propio Lebrun la había buscado en presencia de McVey. Sin embargo, el jueves, la policía de Nueva York había recibido una solicitud de los antecedentes de Merriman desde Interpol Washington. Eso significaba que Interpol en Lyón había examinado la huella, descubierto a Merriman y pedido la información veinticuatro horas antes. Tal vez eran los procedimientos de Interpol, pero parecía algo raro que Lyón tuviera toda una carpeta con informaciones antes que el agente que les había respondido a ellos. En cualquier caso, ¿por qué creía él que importara mucho? Los métodos internos de Interpol era algo que no le incumbía. Por otro lado, si en el futuro volvía a ocurrirle lo mismo, y si Interpol estaba solicitando información en los círculos indebidos sin que él lo supiera, aquello podía resultar algo engorroso. Pero antes de mencionárselo a Cadoux, el responsable de la misión en Interpol, Lyón, y antes de decírselo a Lebrun, era necesario que tuviera las cosas claras. Decidió que lo más simple consistía en saber a qué hora había solicitado Interpol en Washington la información de la policía de Nueva York. Para eso, tendría que llamar a Benny Grossman al llegar a Londres.
De pronto sintió los rayos de sol en el rostro y vio que habían pasado por encima del banco de nubes y que ahora sobrevolaban el Canal de la Mancha. Era la primera vez que veía el sol en casi una semana. Miró su reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde.
Capítulo 33
Quince minutos más tarde, a las tres menos cinco, Paul Osborn apagó el televisor de la habitación y deslizó las tres jeringas llenas de sucinilcolina en el bolsillo derecho de su chaqueta. Acababa de ponerse la chaqueta y se dirigía a la puerta cuando sonó el teléfono. Dio un salto con el corazón acelerado. Su reacción le hizo darse cuenta de que estaba aún más tenso de lo que pensaba y no le agradó la idea.
El teléfono seguía sonando. Miró su reloj. Faltaban tres minutos para las tres. ¿Quién intentaba ponerse en contacto con él? ¿La policía? No, ya había llamado al inspector Barras y éste le había asegurado que su pasaporte estaría en el mostrador de Air France cuando se presentara a su vuelo el día siguiente por la tarde. Barras había sido amable e incluso había bromeado sobre el mal tiempo, de modo que no era la policía, a menos que estuvieran jugando con él o que McVey quisiera hacer más preguntas. En ese momento, a Osborn no le interesaba hablar con McVey ni con nadie más.
El teléfono dejó de sonar. Habían colgado. Tal vez era un número equivocado. También podía ser Vera. Sí, Vera. Había pensado en llamarla más tarde, cuando todo hubiera terminado, pero no antes porque ella podía notar algo en su voz o insistir en venir a verlo por uno u otro motivo.
Volvió a mirar su reloj. Eran casi las tres y cinco en esos momentos West Side Story comenzaba a las cuatro y él tenía que estar allí hacia las cuatro menos cuarto a más tardar, para hacerse notar por el vendedor en la taquilla. Además tenía que ir a pie y salir por la entrada lateral del hotel, no fuera caso que alguien estuviese vigilando. Caminando se despejaría y se sentiría más tranquilo.
Apagó la luz y se palpó el bolsillo para asegurarse que tenía las jeringas. Cuando fue hacia la puerta, ésta se abrió de un golpe y le dio en plena cara. El impacto lo lanzó hacia un rincón entre la puerta del baño y la habitación. Antes de que se pudiera reponer, entró un hombre vestido con mono azul y cerró la puerta. Era Henri Kanarack. Llevaba una pistola en la mano.
– Una palabra y te mato -dijo en inglés.
A Osborn lo había cogido totalmente por sorpresa. Visto más de cerca, Kanarack era más oscuro y más fuerte de lo que recordaba. Tenía una mirada fiera y le apuntaba entre ceja y ceja con la pistola como si fuera una extensión de su mano. Osborn supo que no vacilaría en cumplir con su amenaza.
Kanarack echó llave a la puerta y dio un paso hacia él.
– ¿Quién te ha enviado? -preguntó.
Osborn sintió la sequedad en la garganta e intentó tragar.
– Nadie -dijo.
Lo que sucedió fue tan rápido que Osborn no pudo ni recordarlo. Estaba de pie y al cabo de un segundo se vio en el suelo con la cabeza apoyada en la pared y el cañón de la pistola contra la nariz.
– ¿Para quién trabajas? -preguntó Kanarack, en voz baja.
– Soy médico. No trabajo para nadie. -Osborn tenía el corazón tan acelerado que pensó que iba a sufrir un infarto.
– ¿Médico? -Kanarack pareció sorprendido.
– Sí -dijo Osborn.
– ¿Entonces qué quieres de mí?
A Osborn le corrió un hilillo de sudor por el lado de la cabeza. Todo era una nebulosa y le estaba costando trabajo discernir la realidad. Luego se oyó decir algo que nunca debería haber dicho.
– Sé quién eres -afirmó.
Al decirlo, los ojos de Kanarack parecieron volverse hacia dentro. Se borró la ferocidad y apareció una expresión gélida. Apretó el dedo en el gatillo.
– Ya sabes lo que le pasó al detective -murmuró Kanarack dejando resbalar el cañón de la pistola hasta situárselo sobre el labio inferior-. Salió en televisión y en todos los periódicos.
Osborn temblaba. Le era difícil pensar y casi imposible encontrar y pronunciar las palabras.
– Sí, ya lo sé – logró decir finalmente.
– Entonces sabrás que no sólo soy bueno cuando me muevo sino que, cuando comienzo, le tomo el gusto -dijo Kanarack, y los dos puntos negros que tenía por ojos parecieron sonreír.
Osborn se enderezó y recorrió toda la habitación con la mirada buscando una salida. La ventana era la única posibilidad. Siete plantas. Sintió que el cañón de la pistola se deslizaba hacia la mejilla. Kanarack lo estaba obligando a mirarlo de frente.
– No pienses en la ventana -advirtió-. Es demasiado aparatoso y muy rápido. Hay que tomarse un poco de tiempo con esto. A menos que me digas inmediatamente para quién trabajas y quiénes son. Luego podremos acabar con esto de una vez.
– No trabajo para na…
Sonó el teléfono. Kanarack dio un salto y Osborn pensó que no dudaría en apretar el gatillo.
Sonó tres veces más y luego calló. Kanarack miró a Osborn. Era demasiado peligroso quedarse allí. Incluso ahora el empleado de recepción podía estar indagando los problemas de la calefacción y enterándose de que no había nada anormal, que nadie había llamado al técnico. Eso los pondría sobre alerta y empezarían a buscar. Tal vez incluso llamaran a seguridad o a la policía.
– Escúchame bien -dijo-. Vamos a salir de aquí. Mientras más te resistas, peor lo pasarás. -Kanarack se incorporó y le señaló con la pistola a Osborn para que se levantara.
Osborn recordó poca cosa de lo que sucedió en los minutos siguientes. Salieron de la habitación y caminaron muy juntos hasta la escalera de incendios, y luego el sonido de las pisadas al bajar. En alguna parte, se abrió una puerta a un pasillo interior que daba a las instalaciones de calefacción y de electricidad. Un momento después, Kanarack empujaba una puerta de acero y estaban fuera subiendo por unas escaleras de cemento. Llovía y el aire estaba fresco y limpio. Se detuvieron arriba de la escalera.