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– Eindrucksvoll! ¡Impresionante! -exclamó Hans Dabritz, cuando se encendieron las luces y la pantalla de vídeo desapareció tras los tres paneles de pintura abstracta.

– Pero lo que haremos no será mostrar un vídeo, Herr Dabritz -respondió Erwin Scholl, bruscamente. Le lanzó una mirada rápida a Salettl-. ¿Estará en condiciones de presentarse, doctor?

– Me gustaría disponer de más tiempo. Pero, como hemos visto, el resultado es notable.

En cualquier otro salón, el comentario de Salettl habría provocado risas, pero aquí no. Aquellas personas no habían venido a reír. Habían sido testigos de un estudio clínico sobre el cual se debía adoptar una decisión. Nada más.

– Doctor, le he preguntado si estará en condiciones de hacer lo que debe hacer. ¿Sí o no? -La mirada cortante de Scholl cercenó en dos a Salettl.

– Sí, estará en condiciones.

– Nada de bastón. ¡Nadie que le ayude a caminar! -le hostigó Scholl.

– No, nada de bastón. Nadie que le ayude a caminar.

– Gracias -respondió Scholl, despreciativo. Se volvió hacia Uta-. No tengo ninguna objeción -dijo. Al oír eso, Von Holden abrió la puerta y Erwin Scholl abandonó la sala.

Capítulo 72

Scholl no tomó el ascensor y bajó las cinco plantas de la galería con Von Holden. Al llegar a la salida, Von Holden abrió la puerta y los dos salieron al aire puro y penetrante de la noche. Un chófer de uniforme les abrió la puerta de un Mercedes oscuro. Primero entró Scholl y luego Von Holden.

– Vamos a Savignyplatz -ordenó Scholl al ponerse en marcha-. Conduce lentamente -dijo cuando el Mercedes giró en una plaza bordeada de árboles. Avanzaron a paso de tortuga dejando atrás bares y restaurantes llenos. Scholl se inclinaba hacia fuera para mirar a la gente, para observar cómo caminaban y conversaban, estudiando sus rostros y sus gestos. La intensidad con que se entregaba a ello hacía que todo pareciera totalmente nuevo, como si lo viera por primera vez.

– Dobla hacia Kantstrasse. -El chófer enfiló hacia una manzana invadida por colores chillones de locales nocturnos y bullicio de cafés-. Detente aquí -dijo finalmente Scholl. Incluso cuando hablaba correctamente, su tono era breve y cortante como si dispensara órdenes militares.

Media manzana más allá, el chófer encontró un sitio para aparcar en la esquina, se acercó a la acera y se detuvo. Scholl se inclinó y con las manos plegadas bajo el mentón, observó a los jóvenes berlineses que deambulaban incansablemente entre las luces de neón de su ruidoso mundo de arte pop. Desde el otro lado de los cristales oscuros parecía un voyeur absorto en los placeres del mundo que observaba pero guardando las distancias.

Von Holden se preguntaba qué pretendía. Sabía que Scholl estaba preocupado desde que lo había recibido en el aeropuerto de Tegel para llevarlo a la galería. Creía conocer la causa, pero Scholl no había dicho nada y Von Holden llegó a pensar que el malestar había pasado. Sin embargo, no había manera de saber qué pasaba con Scholl. Era un hombre enigmático, oculto tras una máscara de arrogancia implacable. La arrogancia era un rasgo de temperamento que no podía o no quería modificar porque gracias a ella había llegado hasta donde estaba.

No era inhabitual en él obligar a trabajar a sus subordinados dieciocho horas al día por espacio de varias semanas y luego reñirlos por no trabajar más o recompensarlos con unas vacaciones de lujo para viajar por medio mundo. En más de una ocasión había abandonado a cualquier hora una reunión donde se trataban serias cuestiones laborales para visitar un museo o incluso para ir al cine, sin que nadie supiera de él durante horas. Cuando decidía volver, esperaba que los problemas se hubieran resuelto a su favor. Ambos bandos sabían que, de no ser así, Scholl despediría al comité negociador. En ese caso, se formaría otro y las negociaciones comenzarían nuevamente desde cero, decisión que solía costar, tanto a Scholl como a sus adversarios, una fortuna en abogados. La diferencia consistía en que Scholl se podía permitir ese lujo.

En ambos casos, no se trataba sólo de conseguir lo que deseaba. Era como un mecanismo de control o la expresión ostentosa y deliberada de un egocentrismo colosal. Y Scholl no sólo lo sabía sino que se recreaba en ello.

Durante ocho años, Von Holden se había desempeñado como Leiter der Sicherheit -Jefe de Seguridad- de las operaciones generales de Scholl en Europa, a saber, dos imprentas en España, cuatro cadenas de televisión, tres de ellas en Alemania y una en Francia, además de GDG, Goltz Development Group de Dusseldorf, el grupo presidido por Konrad Peiper. Contrataba personalmente al personal de seguridad y supervisaba su formación. Sin embargo, sus responsabilidades no acababan ahí. Scholl tenía otros planes de inversión más turbios y de mucho mayor alcance cuya seguridad dependía igualmente de Von Holden.

La situación en Zúrich, por ejemplo. Brindarle placer a Joanna era un caso de manipulación que requería habilidad y delicadeza. Salettl creía que Lybarger era capaz de alcanzar una recuperación total, emocional, psicológica y física. Sin embargo, desde el principio había expresado su inquietud frente al hecho de que cuando llegara el momento de poner a prueba la virilidad de Lybarger, que no había tenido mujeres en su vida, se iba a sentir incómodo con una desconocida, hasta tal punto que podría negarse a llevar a cabo el acto o al menos inhibirse a la hora de estimularse para llevarlo a cabo.

La mujer que lo había atendido como fisioterapeuta durante un largo período y luego lo había acompañado hasta Suiza para cuidarlo, sería para él alguien en quien confiar y con ella se sentiría cómodo. Reconocería su contacto, incluso su olor. Si bien era cierto que jamás la habría contemplado como objeto de deseo, en el momento de ser conducido ante ella estaría bajo el influjo de un potente estimulante sexual. Excitado hasta el punto deseado, aunque no del todo consciente de las circunstancias, instintivamente sentiría algo que le era familiar y entonces se relajaría y actuaría.

Por eso habían elegido a Joanna. Lejos de casa, sin familia y sin ser demasiado atractiva, Joanna sería física y emocionalmente vulnerable ante la seducción de un sustituto. Una seducción cuyo único fin era prepararla para copular con Elton Lybarger. Era Salettl quien había formulado la necesidad de ese sustituto, se la había planteado a Scholl y éste al Leiter der Sicherheit. El protagonismo de Von Holden no solo garantizaría la seguridad y la intimidad de Lybarger sino que además demostraría a la Organización la lealtad de Von Holden.

Al otro lado de la calle, un reloj digital de neón en la entrada de una discoteca marcaba las 22.55. Las once menos cinco. Se habían detenido quince minutos antes y Scholl seguía sentado en silencio, absorto en la multitud de jóvenes que pululaban por las calles.

– Las masas -murmuró-. Las masas.

Von Holden no sabía si Scholl se dirigía a él o no.

– Lo siento, señor. No he oído lo que me decía.

Scholl se volvió y se encontró con la mirada de Von Holden.

– Herr Oven ha muerto. ¿Qué le ha sucedido?

La primera intuición de Von Holden era correcta. El fracaso de Bemhard Oven en París había preocupado a Scholl pero sólo ahora se decidía a hablar de ello.

– Debería decir que cometió un error de cálculo.

Scholl se inclinó bruscamente y ordenó al chófer que se pusiera en marcha. Esperó que el coche volviera a introducirse en el tráfico para continuar.

– No tuvimos problemas durante mucho tiempo hasta que volvió a aparecer Albert Merriman. El hecho de que lo elimináramos rápida y efectivamente a él y a los factores que lo rodeaban demuestra que nuestro sistema sigue funcionando como siempre. Ahora han matado a Oven. Eso siempre es un riesgo del oficio, pero resulta problemático porque implica que tal vez el sistema no sea tan efectivo como suponíamos.

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