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– Entonces establézcalo usted -dijo Osborn sonriendo.

Capítulo 130

Von Holden se reclinó en el respaldo y oyó el traqueteo del tren contra los rieles. Pasaron de largo un pequeño poblado que brilló en medio de la noche y, al cabo de un rato, otro.

Poco a poco el holocausto de Berlín quedaba atrás, lo cual le permitía concentrarse plenamente en la tarea que le esperaba. Miró enfrente y la vio a ella observándolo desde su sitio.

– Por favor, duérmase -aconsejó.

– Sí -admitió Vera, se dio media vuelta e intentó hacer lo que le decía.

Habían venido a buscarla después de las diez. La sacaron de su celda, la llevaron a una habitación, le entregaron la ropa que llevaba en el momento de la detención y le dijeron que se vistiera.

Luego la habían bajado en ascensor y la condujeron al coche donde la esperaba este hombre. Era un Hauptkommissar, un inspector jefe de la Policía Federal. La entregaban a su custodia y debía hacer todo lo que le dijera. El nombre del inspector era Von Holden.

Momentos más tarde caminaban unidos por las esposas mientras cruzaban el andén y abordaban un tren en Banhoff Zoo, la estación central de ferrocarriles de Berlín.

– ¿Adónde me lleva? -preguntó ella con ciertas reservas cuando él cerró la puerta del compartimiento y le echó llave.

Von Holden tardó un momento en responder y dejó en el suelo un enorme maletín blanco que llevaba colgado al hombro. Luego se inclinó y le sacó las esposas.

– Donde Paul Osborn -dijo él.

¡Paul Osborn! Aquellas palabras la sorprendieron.

– Lo han llevado a Suiza.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Vera pensando aceleradamente-. ¡A Suiza! ¿Por qué? Dios mío, ¿qué ha sucedido?

– No tengo más información. Sólo órdenes -contestó Von Holden, y la llevó hasta su asiento. Él se sentó enfrente. Poco después el tren salió de la estación y Von Holden apagó la luz.

– Buenas noches -dijo.

– ¿En qué lugar de Suiza?

– Buenas noches.

Von Holden sonrió en la oscuridad. La reacción de Vera había sido previsible, una grave inquietud seguida casi inmediatamente de esperanza.

Temerosa y agotada como debía de estar Vera Monneray, su principal preocupación seguía siendo Osborn. Eso significaba que no le causaría problemas mientras creyera que la llevaban adonde estaba él. El hecho de que fuera bajo la custodia declarada de un inspector de policía de la BKA era una garantía más.

A Von Holden le habían notificado de su detención desde la sección de Berlín en el interior de la cárcel aquel mismo día. En ese momento, la información había sido puramente fortuita, pero con el correr de las horas se había revelado imprescindible. Media hora después de que diera la orden, la sección Berlín se había encargado de que soltaran a Vera. Entretanto, Von Holden se había cambiado de ropa y había cubierto la caja con una funda de nailon negra que le permitía llevarla como mochila, estampada con el logo de identificación de la BKA.

Resultaba una paradoja que, al detener a Vera, McVey le hubiera proporcionado a Von Holden involuntariamente la complicación que andaba buscando. Ya no era un hombre que viajaba solo sino un hombre que viajaba en el mismo compartimiento con una mujer de notable belleza.

Vera Monneray serviría para un fin más importante, porque se había convertido en un rehén de primera categoría.

Von Holden se miró el reloj. En poco menos de cinco horas estarían en Frankfurt. Dormiría cuatro horas y luego decidiría qué hacer.

Capítulo 131

Von Holden despertó a las seis en punto. Frente a él, Vera dormía. Se levantó, entró en el pequeño lavabo y cerró la puerta.

Se lavó la cara y se afeitó con los artículos del baño. Entretanto pensaba en Charlottenburg. Cuanto más analizaba lo que había sucedido, mayor era su convicción de que la conspiración era obra de alguien y quizá de varias personas que pertenecían a la Organización. Pensando retrospectivamente, recordó la expresión fantasmal de Salettl fuera del mausoleo. Se había puesto muy nervioso al comentarle a Von Holden que la policía buscaba a Scholl con una orden de arresto. Parecía enfático al ordenarle que llevara el maletín a las dependencias reales y que esperara allí, lo cual lo habría dejado a merced de las llamas si no hubiese tomado la iniciativa de abandonar el palacio.

Sin embargo, parecía absurda la idea de culpar a Salettl. Como médico, había estado en Ubermorgen desde sus inicios a finales de los años treinta. Era él quien se había encargado de todos los aspectos médicos, quien había dirigido las operaciones de decapitación y los experimentos quirúrgicos. ¿Cómo era posible que, en el punto culminante de todo aquello a lo que se había consagrado durante más de medio siglo, de pronto cambiara de parecer y lo destruyera todo? No tenía sentido. Pero al mismo tiempo, ¿qué otras personas tenían tan fácil acceso, no sólo a Charlottenburg sino al entramado más secreto de Ubermorgen?

El silbato del tren sacó a Von Holden de sus cavilaciones. Faltaban cuarenta minutos para llegar a Frankfurt. Ya había tomado la decisión de evitar los aeropuertos y servirse de los trenes hasta donde le fuera posible. Con suerte, eso podía significar el resto del camino. A las 7.46 había un tren expreso que los dejaría en Berna, Suiza, a las doce y doce minutos. Desde allí había una hora y media hasta Interlaken y luego los últimos trasbordos, uno en el tren de la red Bernese-Oberland ascendiendo el sobrecogedor paisaje de los Alpes, y el otro hasta la cumbre en los ferrocarriles del Jungfrau.

Capítulo 132

Remmer llevaba veintiuna horas sin dormir y el día anterior apenas había descansado tres. Ésa fue la razón por la que tardó en reaccionar al ver la primera línea de luces que apareció en la lluviosa autopista, al norte de Bad Hersfeld. Osborn fue el primero en dar la alarma, y la reacción de Remmer contra los frenos redujo la velocidad del Mercedes en cuestión de segundos, de doscientos setenta kilómetros a ciento cincuenta por hora.

A Osborn se le quedaron blancos los nudillos apretando el asiento de cuero cuando la parte posterior del Mercedes perdió el equilibrio y el coche giró, descontrolado, describiendo una curva de trescientos sesenta grados. Mientras giraban, Osborn tuvo una visión de la catástrofe que se aproximaba. Había dos camiones de remolque y una media docena de coches desparramados por la autopista. El Mercedes seguía girando a más de cien kilómetros por hora y a menos de cincuenta metros del primer remolque volcado. Osborn se afirmó para recibir el impacto y miró a Remmer. Este permanecía inmóvil sosteniendo el volante con ambas manos, como si volaran al abismo y fuera incapaz de remediarlo.

Osborn estaba a punto de abalanzarse sobre el volante, arrancárselo de las manos a Remmer e intentar pasar junto al camión desde el lado del pasajero, cuando el morro del coche quedó alineado. Remmer aceleró, las ruedas se agarraron instantáneamente, el Mercedes se enderezó y salió disparado hacia delante. Remmer redujo, dio unos leves golpes en el freno y el coche pasó a escasos centímetros del camión volcado. Con otro toque de frenos y un giro al volante, Remmer evitó chocar contra un Volvo en medio del camino. Siguieron hasta salirse de la autopista y rozar la piedreci11a del arcén. El Mercedes se levantó de las ruedas traseras, osciló, volvió a caer hacia atrás y se detuvo.

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