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Capítulo 112

16.57

El fulgor rojo de una estrecha franja del sol poniente cubría el horizonte cuando un sedán Audi plateado salió del tráfico en Hauptstrasse y se detuvo ante la entrada del número 72. El conductor bajó la ventanilla cuando el guardia de seguridad salió de la caseta de piedra y le enseñó su chapa de la BKA.

– Me llamo Schneider. Tengo un mensaje para el señor Scholl -dijo en alemán. De la penumbra aparecieron inmediatamente otros dos guardias, uno de ellos sujetando por la correa a un pastor alemán. Le pidieron a Schneider que bajara del coche. Lo cachearon y luego le dijeron que se quedara junto al césped mientras revisaban el Audi. Al cabo de cinco minutos, lo dejaron cruzar la verja y Schneider condujo hasta la entrada principal.

Le abrieron la puerta y lo dejaron pasar. Lo recibió un hombre con cara de cerdo vestido de frac.

– Tengo un mensaje para Herr Scholl.

– Me lo puede dar a mí.

– Tengo órdenes de hablar con Herr Scholl.

Entraron en una habitación pequeña recubierta de paneles de madera donde volvieron a cachearlo.

– No está armado -comentó uno de ellos al entrar un segundo hombre también vestido de frac. Era alto y bien parecido, y Schneider supo de inmediato que se encontraba ante Von Holden.

– Por favor, siéntese -dijo, y salió por una puerta lateral.

Era más joven y atlético de lo que sugería la fotografía. Tendría más o menos la edad de Osborn, pensó Schneider.

Pasaron unos diez minutos. Schneider permaneció sentado y el hombre con cara de cerdo se quedó de pie observándolo, hasta que se abrió la misma puerta y entró Scholl seguido de Von Holden.

– Soy Erwin Scholl.

– Me llamo Schneider, de la Bundeskriminalamt -explicó el agente incorporándose-. Lamentablemente, el inspector McVey ha sufrido un retraso. Me ha pedido que le presente sus excusas y que procuremos concertar la entrevista a otra hora.

– Lo siento -dijo Scholl-, pero tengo que salir para Buenos Aires esta noche.

– Es una lástima -respondió Schneider, intentando adivinar a qué tipo de hombre se enfrentaba.

– Desde un principio dispongo de muy poco tiempo, y el señor McVey lo sabía.

– Lo entiendo. Bueno, una vez más, le pido disculpas -repuso Schneider haciendo una ligera inclinación de cabeza a Von Holden, giró sobre sus talones y salió. Un momento después la verja se abrió y él se alejó en el coche. Le habían instruido para que se mantuviera alerta a la presencia de Lybarger o de la chica de la foto. Pero lo único que le habían permitido ver era el recibidor y la pequeña sala. Scholl se había dirigido a él con absoluta indiferencia y Von Holden había sido cordial nada más. Scholl estaba allí en el momento convenido, tal como lo había acordado y nada hacía pensar que tuviera otros planes. Eso significaba que lo más probable era que no supieran de las andanzas de Cadoux, lo cual disminuía la posibilidad de una trampa. Respiró con alivio.

El propio Scholl parecía apenas algo más que un hombre maduro bien conservado, acostumbrado a hablar siempre a subordinados y conseguir lo que quería. Lo más curioso, y era realmente curioso, pensó Schneider, no eran tanto las profundas huellas de rasguños en la mano y la muñeca izquierdas, sino la ostentación con que sostenía la mano en alto, como si la estuviera exhibiendo y diciendo a la vez: «Cualquier otro hombre estaría sufriendo y buscaría la simpatía de los demás. Pero yo, por el contrario, he encontrado el placer y eso es algo que usted no entendería.»

Capítulo 113

Se desplazaban en dos coches. Noble y Remmer iban en el Mercedes. Osborn conducía un Ford negro y McVey iba sentado a su lado. Los coches camuflados de la BKA, uno con los inspectores veteranos Kellermann y Seidenberg y el otro con Littbarski y un agente con cara de niño llamado Holt, ya esperaban fuera del hotel. Kellermann y Seidenberg en el callejón de atrás, y Littbarski y Holt enfrente. Kellermann y Seidenberg ya se habían ocupado de verificar la pequeña tienda de comestibles próxima a la estación de metro de Schonholz. El propietario recordaba vagamente que un hombre que respondía a la descripción de Cadoux había usado el teléfono, y creía que iba solo y no se había quedado mucho rato.

Remmer, que iba a la cabeza, se acercó a la acera y apagó las luces.

– Siga hasta la esquina. Cuando encuentre un sitio, aparque -le dijo McVey a Osborn.

El hotel Borggreve era un pequeño hostal en una zona particularmente oscura de una calle al noreste del Tiergarten. Tenía cuatro plantas y unos veinte metros de fachada y estaba flanqueado por dos edificios de pisos más altos. Mirando la fachada, parecía viejo y mal cuidado. La habitación 412, les había explicado Cadoux. Ultimo piso en la parte de atrás.

Osborn giró al llegar a la esquina y aparcó detrás de un Alfa Romeo blanco.

McVey se soltó los botones de la chaqueta, sacó el revólver del 38 y abrió el cargador para confirmar que estaba cargado.

– No me gusta que me mientan -comentó. Hasta entonces, no se había pronunciado sobre la confesión de Osborn cuando había identificado a Von Holden en el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Hizo el comentario ahora porque quería recordarle quién controlaba la situación.

– A su padre no lo han asesinado, McVey -dijo Osborn, y lo miró. Aquello no era una disculpa ni una retractación. Aún estaba enfadado con McVey por haberlo utilizado para provocar un error de Vera con el cual inculparla. Y aún le indignaba cómo la había tratado la policía. Todo lo que sucedía con Vera, el torbellino emocional de verla, de abrazarla, había jugado en contra de la duda de quién era o qué hacía ella realmente y él se había sentido castigado una vez más por el vapuleo emocional de toda la vida. Verla así le había simplificado las cosas, porque le ayudaba a definir sus prioridades. Necesitaba una respuesta de Scholl antes de empezar siquiera a pensar en lo que Vera significaba para él. Por eso no le pedía disculpas a McVey ni se las pediría. En ese momento eran los dos iguales o ninguno era nada.

– Será una noche larga, doctor, y sucederán muchas cosas, de modo que no se pase de la raya -precisó McVey. Devolvió el revólver a la cartuchera, cogió una radio del asiento y la encendió-. ¿Remmer?

– Estoy aquí, McVey. -La voz de Remmer sonaba aguda en el diminuto receptor.

– ¿Están todos preparados?

– Ja.

– Diles que no sabemos de qué va el asunto, de modo que se lo tomen con calma.

Oyeron que Remmer daba el mensaje en alemán y McVey abrió la guantera. Sacó la CZ automática que Osborn había llevado al parque y se la entregó.

– Mantenga las luces apagadas y las puertas cerradas -dijo mirándolo fijamente. Luego abrió la puerta y bajó. Entró una ráfaga de aire frío. McVey cerró de un portazo y desapareció. Osborn lo miró por el retrovisor y lo vio llegar a la esquina y abrirse la chaqueta. Luego desapareció al doblar y la calle quedó vacía.

La parte trasera del hotel Borggreve daba a un callejón estrecho con árboles a cada lado. Enfrente, unos bloques de pisos ocupaban la manzana. Lo que sucediera en el callejón y en la parte de atrás del hotel Borggreve incumbía a los agentes Kellermann y Seidenberg. Kellerman permanecía en la oscuridad junto a un contenedor de basura con los prismáticos fijos en la ventana de la segunda habitación de la izquierda en el último piso. Divisaba una lámpara encendida, pero no lograba distinguir nada más. Oyó a Littbarski por el audífono de su radio.

– Kellermann, vamos a entrar. ¿Ves algo?

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