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– Póquer…

– Ahora me entiendes, cariño. Estoy jugando al póquer. O al menos estaba jugando hasta que llamaste. Voy a la otra habitación -avisó, y McVey oyó que le decía algo a otra persona. Al cabo de un rato, cogió la extensión y colgaron el otro teléfono.

Dale Washburn era un personaje de Raymond Chandler. Tenía treinta y cinco años, era una auténtica rubia platino con un cuerpo descollante y un cerebro a juego. Había trabajado como agente infiltrada para el Cuerpo de Policía de Los Ángeles durante cinco años antes de que se descubriera su infiltración en una redada antinarcóticos en el elegante barrio de Brentwood. Con una bala irrecuperablemente alojada en la columna lumbar, Dale obtuvo una jubilación por invalidez y se marchó a Palm Springs. Allí jugaba a las cartas con un grupo de divorciados ricos, hombres y mujeres, y trabajaba discretamente como investigadora muy privada. McVey la había llamado al llegar al hotel de la calle de la Media Luna. Quería saber todo lo que pudiera descubrir sobre el señor Harald Erwin Scholl al cabo de dos horas.

– No hay nada.

– Venga, ¿cómo que nada? -McVey sentía el tono de irritación de su propia voz. No se tomaba lo del asesinato de Benny Grossman con la calma que habría deseado.

– Nada, cariño, lo siento. Erwin Scholl es quien se supone que tiene que ser. Un editor la mar de rico, coleccionista de arte y colega de los grandes, como presidentes y primeros ministros. Y te lo digo en letras mayúsculas, cariño. Si hay algo más, está enterrado muy profundo en la arena, allí donde sólo juegan los chicos grandes de verdad. Los pequeñajos como tú y yo no vamos a encontrarlo.

– ¿Y sus antecedentes? -inquirió McVey.

– Pobre emigrante llega de Alemania poco antes de la Segunda Guerra, trabaja como un condenado, y el resto lo que ya te he dicho.

– ¿Casado?

– Ni una sola vez, cariño. Al menos no en lo que podía encontrar en un par de horas. Y si estás pensando que es gay, cariño, las reinas con las que juega este tío tienen esmeraldas, sables y ejércitos. Son damas coronadas y antes gobernaban imperios y es probable que todavía se codeen con los reyes.

– Ángel, no me dices mucho.

– Una cosa sí te puedo decir y puedes hacer con ella lo que gustes. Tu hombre estará en Berlín hasta el domingo. Hay una magna celebración en un lugar que se llama… espera… sí, aquí lo tengo, debe de ser un palacio llamado Charlottenburg.

– ¿El palacio de Charlottenburg? -McVey le lanzó una mirada a Noble.

– Es un museo de Berlín.

– Vuelve a tu póquer, ángel. Te llevaré a cenar cuando vuelva.

– McVey, contigo, cuando quieras.

McVey colgó. Noble lo miraba fijamente.

– ¿Ángel? -preguntó.

– Sí, ángel -repitió McVey, con voz inexpresiva-. ¿Qué pasa con Osborn?

La sonrisa de Noble se desvaneció.

– Nada.

Capítulo 83

– ¡Vera…!

– ¡Dios mío, Paul!

Osborn sentía alivio y entusiasmo en su voz. A pesar de todo, Vera no había estado ausente de su pensamiento en ningún momento. Tenía que encontrar un medio para ponerse en contacto con ella, hablarle, oírla decir que se encontraba bien.

Osborn sabía que no podía usar el teléfono de la habitación y por eso había bajado a la recepción. A McVey no le habría gustado de haberlo sabido, pero en lo que a él respectaba, no le quedaba más remedio.

Bajó a la recepción y encontró los teléfonos cerca de la entrada. Se acercó al mostrador y preguntó si había más. Un empleado lo condujo a un pasillo detrás del bar donde encontró una hilera de cabinas telefónicas individuales a la antigua.

Entró y sacó una pequeña agenda donde había escrito el número de la abuela de Vera en Calais. La vieja madera barnizada y la puerta abierta le daban sensación de seguridad. Oyó que en la cabina de al lado alguien terminaba de hablar, colgaba y salía. Miró por la ventanilla y vio pasar a una pareja joven hacia los ascensores. El pasillo quedó vacío. Se volvió, cogió el auricular, marcó el número y cargó la llamada a la tarjeta de crédito de su despacho.

Oyó el tono de la llamada en el otro extremo. Estaba a punto de colgar cuando la abuela contestó. Sólo pudo entender, al final de la conversación, que Vera no estaba allí ni había estado. Osborn sintió que sus emociones se le desbocaban y supo que se volvería loco si no lograba controlarlas. Luego pensó que tal vez Vera estaba en el hospital, que no había salido de París. Usó la misma tarjeta para llamar a su número particular. El número comenzó a sonar y de pronto escuchó su voz.

– Vera -dijo, y el corazón le dio un vuelco al oírla. Pero ella siguió hablando y Osborn cayó en la cuenta de que hablaba en francés y que aquello era un contestador automático. Luego escuchó un «clic» y una grabación le dijo que marcara el «0». Contestó una mujer.

– Parlez-vous anglais? -preguntó. Sí, la mujer hablaba algo de inglés. Le dijo que Vera había tenido que marcharse dos días antes por una urgencia de familia. No se sabía cuándo volvería. ¿Quería hablar con otro médico?

– No, no, gracias -dijo Osborn, y colgó. Se quedó mirando la pared un rato largo. Sólo quedaba un lugar donde probar. Tal vez, por alguna razón, Vera había vuelto a su apartamento.

Usó su tarjeta de crédito por tercera vez. Pensó que debería ir a otro teléfono, fuera del edificio. Antes de que pudiera colgar, ya había sonado dos veces. Contestó una voz masculina.

– Residencia Monneray, bonsoir.

Era Philippe que contestaba desde la centralita. Osborn no dijo nada. ¿Por qué estaba controlando Philippe las llamadas de Vera sin dejar que contestara ella? Tal vez tenía razón McVey y era Philippe quien había alertado a la Organización respecto a Vera y su paradero. Luego lo había ayudado a escapar a él de las narices de la policía, pero después de haber avisado al hombre alto.

– Residencia Monneray -repitió Philippe. Esta vez la voz era hueca, de pronto suspicaz ante la llamada. Osborn esperó un segundo y decidió jugársela.

– Philippe, soy el doctor Osborn.

La reacción de Philippe no fue en absoluto cauta. Se mostró entusiasmado y se alegró de saber de él. Daba la impresión de que estaba sumamente preocupado por lo que le había sucedido.

– Ooh, señor, el tiroteo de La Coupole. Salió todo en la televisión. Dijeron que eran dos americanos. ¿Está usted bien? ¿Dónde está?

«Claro -se dijo Osborn-, no le digas nada.»

– ¿Dónde está Vera? ¿Sabe algo de ella?

– Sí, sí. -Vera había llamado por la tarde y le había dejado un número. Era para dárselo únicamente a él si llamaba y a nadie más.

Un ruido fuera de la cabina hizo que Osborn mirara a su alrededor.

Una mujer negra bajita vestida con el uniforme del hotel pasaba la aspiradora en el pasillo. Era una mujer vieja y el pelo enroscado bajo un pañuelo azul brillante le daba aspecto de haitiana. El zumbido de la aspiradora creció al acercarse la mujer.

– El número, Philippe -dijo, y se volvió de espaldas al pasillo.

Sacó una pluma del bolsillo, miró y no encontró nada donde escribir, así que lo apuntó en la palma de la mano. Se lo repitió para asegurarse.

– Gracias, Philippe -dijo, y sin darle la oportunidad de hacer más preguntas, colgó.

Con la sordina de la aspiradora por detrás, Osborn cogió el auricular, volvió a pensar en cambiar de teléfono y luego se dijo que daba igual. Marcó el número que tenía en la mano y esperó a que sonara.

– Sí -le sorprendió la voz de un hombre, fuerte y tajante.

– Mademoiselle Monneray, por favor -pidió Osborn.

Luego oyó que Vera decía algo en francés nombrando a Jean Claude. Colgaron el primer teléfono y Vera pronunció su nombre.

– ¡Dios mío, Vera! -suspiró-. ¿Qué diablos está pasando? ¿Dónde estás?

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