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– Si me hubieras dejado llevarte al hospital, creo que estarías algo más cómodo.

Osborn miró el techo. No recordaba haberle dicho que no lo llevara al hospital pero seguramente lo había hecho. Luego recordó que le había contado lo de Kanarack, su padre y el detective Jean Packard.

Vera se levantó de la cama, dejó el paño en el pequeño recipiente con agua y fue hacia una mesa debajo de un mirador cuya cortina negra estaba echada.

Osborn miró a su alrededor intrigado. A su derecha estaba la puerta de la habitación. A su izquierda, la puerta de un pequeño baño. Arriba, el techo caía de modo que la pared de un lado era más baja que la del lado opuesto. No era la habitación donde había estado anteriormente. Estaba en otro lugar, una especie de buhardilla.

– Estás en lo alto de un edificio, en una habitación bajo los aleros del tejado -dijo Vera-. Fue construida durante la resistencia en mil novecientos cuarenta. Casi nadie sabe que existe.

Levantó la cubierta de una bandeja en la mesa donde había puesto el recipiente, volvió y la dejó en la cama junto a él. Había un plato de sopa caliente, una cuchara y una servilleta.

– Tienes que comer -dijo. Osborn se limitó a mirarla fijo.

– La policía vino buscándote. Así que te hice traer aquí arriba.

– ¿Te hice traer?

– Philippe, el portero, es un viejo amigo de confianza.

– Encontraron a Kanarack, ¿no?

Vera asintió con un gesto de cabeza.

– Y el coche también. Ya te dije que vendrían cuando sucediera. Llegaron una hora después de que te hubieras dormido. Querían subir al piso pero les dije que iba a salir en ese momento y hablé con ellos abajo.

Osborn dejó escapar un débil suspiro y miró absorto.

Vera se sentó junto a él y cogió la cuchara.

– ¿Quieres que te dé de comer?

– Creo que puedo apañármelas -dijo, con una sonrisa desdibujada.

Cogió la cuchara y comenzó a beber la sopa, una especie de caldo. La sal le sentó bien y continuó bebiendo sin parar durante unos minutos. Finalmente dejó la cuchara a un lado, se limpió con la servilleta y descansó.

– No estoy en forma como para escapar de nadie.

– No, no lo creo.

– Te vas a meter en un lío si me ayudas.

– ¿Mataste a Henri Kanarack?

– No.

– Entonces, ¿por qué habría de meterme en un lío? -Preguntó ella, y se levantó para sacar la bandeja de la cama-. Quiero que descanses. Subiré más tarde y te cambiaré los vendajes.

– No se trata sólo de la policía.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cómo vas a explicárselo a… él, al franchute?

Vera se colocó la bandeja sobre la cadera, como una camarera de café, y lo miró de arriba a abajo.

– El franchute -dijo- ya ha abandonado la escena.

– ¿Ah, sí?

– Sí… -confirmó ella, con una leve sonrisa.

– ¿Cuándo ha sucedido?

– El día que te conocí -dijo, sin quitarle los ojos de encima-. Ahora, vuelve a dormir. Yo volveré dentro de dos horas.

Vera cerró la puerta y Osborn se inclinó hacia atrás. Estaba cansado, más cansado de lo que había estado en toda su vida. Miró el reloj. Eran las ocho menos veinticinco de la noche, sábado 8 de octubre.

Y fuera, más.allá de la ventana de su diminuta celda, París comenzaba su danza nocturna.

Capítulo 44

Exactamente a la misma hora, a unos cuarenta kilómetros por la autopista Al, el Fokker 100 de Air Euro-pe en que viajaba McVey aterrizaba en el aeropuerto Charles de Gaulle. Quince minutos más tarde, un policía a las órdenes de Lebrun lo conducía a París.

McVey ya empezaba a conocer los vericuetos del aeropuerto. A la velocidad a que se sucedían los acontecimientos, apenas se había marchado de París y ya tenía que regresar veinticuatro horas después.

Al llegar a la ciudad, el agente de Lebrun cruzó el Sena y tomó la dirección de la Porte d'Orleans. Con su acento inglés algo torpe le comunicó a McVey que el inspector Lebrun se encontraba en la escena de un crimen y que quería que se reunieran allí.

La lluvia volvía a caer cuando avanzaban a lo largo de media manzana ocupada por camiones de bomberos y por una apretada masa de curiosos apartados por los gendarmes. Se detuvieron frente a los restos humeantes de un edificio de apartamentos. El agente bajó del coche y condujo a McVey por un entramado de mangueras de alta presión, entre bomberos sudorosos que seguían lanzando chorros de agua sobre los rescoldos vivos.

El edificio estaba totalmente destruido. El techo y el último piso habían volado por los aires. Las escaleras metálicas de incendio, retorcidas, derretidas y arqueadas en todos los sentidos como trozos inconclusos de autopistas en el aire, colgaban peligrosamente de las plantas superiores, sujetas a secciones de la obra que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Entre una y otra planta, a través de los marcos quemados de las ventanas, se divisaban las vigas calcinadas que habían sostenido las paredes y los techos de los apartamentos.

Por encima de todo, a pesar de la lluvia que no paraba de caer, flotaba un hedor inconfundible a carne quemada.

Dejando atrás un montón de escombros, el agente llevó a McVey hasta la parte trasera del edificio donde Lebrun, junto a los inspectores Barras y Maitrot, bajo los faros portátiles, conversaban con un hombre corpulento que vestía chaqueta de bombero.

– ¡Ah, McVey! -Exclamó Lebrun cuando lo vio aparecer bajo la luz-. Ya conoce a los inspectores Barras y Maitrot. Le presento al capitán Chevalier, del parque de bomberos de la Porte d'Orleans.

– Capitán Chevalier. -McVey y el jefe de bomberos se estrecharon las manos.

– ¿Ha sido premeditado? -preguntó McVey, volviendo a mirar las ruinas.

– Sí -afirmó Chevalier, y dio una breve explicación en francés.

– El incendio ha sido intenso y muy rápido y activado por un ingenio sumamente sofisticado, probablemente una carga incendiaria de origen militar -tradujo Lebrun-. No tuvieron ninguna oportunidad. Veintidós personas. Todas han muerto.

Pasó un rato largo antes de que McVey hablara.

– ¿Tienen alguna idea de por qué lo han hecho? -preguntó finalmente.

– Sí -dijo Lebrun, tajante, sin querer ocultar su ira-. Una de las víctimas era el propietario del coche que conducía Albert Merriman cuando su amigo Osborn lo encontró.

– Lebrun -dijo McVey, con voz queda, pero firme-. En primer lugar, Osborn no es amigo mío. En segundo lugar, si me permite una especulación, le diré que el coche de Merriman pertenecía a una mujer.

– Es una especulación acertada -dijo Barras, en inglés.

– Se llamaba Agnés Demblon.

Lebrun abrió los ojos.

– McVey, usted me asombra realmente.

– ¿Qué saben de Osborn? -preguntó McVey, sin hacer caso del cumplido.

– Encontramos el Peugeot de alquiler aparcado en una calle de París a más de un kilómetro de su hotel. Tenía tres multas de estacionamiento, de modo que no se movió desde ayer a primera hora de la tarde.

– ¿No hay noticias de él desde entonces?

– Hemos lanzado un aviso a todas las unidades y la policía provincial está rastreando el campo entre el lugar donde apareció Merriman y donde se encontró su coche.

A unos metros, dos fornidos bomberos sacaron los restos calcinados de una cuna de recién nacido a través de una puerta abierta y la dejaron caer en el suelo junto a los restos chamuscados de un somier. McVey los observó y luego se volvió hacia Lebrun.

– Vamos al lugar donde encontraron el coche de Merriman -dijo.

Las luces amarillas del Ford blanco de Lebrun cortaban la oscuridad. De pronto giraron y cogieron el camino que bordeaba el Sena hacia el parque donde la policía había encontrado el Citroen de Agnés Demblon.

– Se hacía llamar Henri Kanarack. Trabajaba en una panadería próxima a la estación del Norte desde hace unos quince años. Agnés Demblon era la contable -dijo Lebrun, y encendió un cigarrillo con el encendedor del coche-. Es evidente que había algo entre ellos. Pero tendremos que adivinar de qué se trataba porque resulta que Kanarack estaba casado con una francesa, una tal Michéle Chalfour.

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