¿Por qué? Era la pregunta de siempre. La gente del instituto. La policía. Incluso sus pacientes. Preguntaban por qué les dolía algo. Por qué era necesario operarse, o por qué no. Por qué seguían sufriendo dolor cuando ellos pensaban que no debería ser así. Por qué no necesitaban medicación cuando ellos pensaban que sí. Por qué podían hacer esto y no lo otro. Luego esperaban que él les explicara. «¿Por qué?» era una pregunta que él estaba destinado a responder, no a preguntar. Eso sí, recordaba haber preguntado un «¿porqué?». Dos veces, en realidad. A su primera mujer, y luego a su segunda mujer, cuando le habían comunicado que lo dejaban. Pero ahora, en esa jaula de vidrio que era la sala de interrogatorios, en el centro de París, con un inspector francés que tomaba apuntes y fumaba un pitillo tras otro, de pronto supo que «por qué» era la palabra más importante del mundo para él. Y ahora quería preguntarla él, sólo una vez. Al hombre que había perseguido hasta el metro.
«¿Por qué asesinaste a mi padre, cabrón?»
De pronto le vino la idea de que si la policía había interrogado a los camareros de la cervecería, tal vez sabrían cómo se llamaba el tipo. Sobre todo si era cliente habitual o si había pagado con talón o tarjeta de crédito. Osborn esperó que Maitrot terminara de escribir.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo, con el tono más correcto posible.
Maitrot asintió con la cabeza.
– Este ciudadano francés al que se me acusa de haber agredido, ¿saben cómo se llama?
– No -dijo Maitrot.
En ese momento se abrió la puerta de vidrio y entró el segundo inspector, que fue a sentarse frente a Osborn. Se llamaba Barras, y le lanzó una mirada a Maitrot, que le respondió negando vagamente con un gesto de cabeza. Barras era un hombre pequeño, de pelo oscuro y ojos negros e inexpresivos. Un vello negro le cubría el dorso de las manos y llevaba las uñas cortadas a la perfección.
– En Francia no nos gusta acoger a los que buscan líos. Y eso incluye a los médicos. La deportación es un asunto bastante sencillo -dijo Barras, con voz monótona.
¡Deportación! «No, por favor -pensó Osborn-. Por favor, ahora no. Ni después de tantos años, después de haberlo visto por primera vez. ¡Después de saber que está vivo y conocer su paradero!»
– Lo siento -dijo, disimulando su pánico-. Realmente lo siento… Perdí la cabeza, eso fue lo que pasó. Por favor, créanme, porque es verdad.
Barras se lo quedó mirando.
– ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse en Francia? -preguntó Barras.
– Cinco días -dijo Osborn-. Quiero ver París.
Barras tuvo un gesto de vacilación, luego se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó el pasaporte de Osborn.
– Su pasaporte, doctor. Cuando vaya a salir del país, avíseme y se lo devolveré.
Osborn miró a Barras y luego a Maitrot. Conque así pensaban solucionarlo. Ni deportación, ni detención. Lo seguirían de todos modos, y se asegurarían de que él mismo lo supiera.
– Es tarde -dijo Maitrot, levantándose-. Hasta luego, doctor Osborn.
Eran las once y veinticinco cuando Osborn salía de la comisaría. Había dejado de llover y una luna resplandeciente brillaba sobre la ciudad. Pensó en coger un taxi pero luego decidió regresar caminando al hotel. Caminar y pensar qué iba a hacer ahora con aquel hombre que había dejado de ser un recuerdo de la infancia para convertirse en un ser de carne y hueso, vivo en algún rincón de París. Con paciencia, lo encontraría. Y lo interrogaría. Y luego lo liquidaría.
Capítulo 4
Londres
La misma luna resplandeciente iluminaba un callejón cercano a Charing Cross en el distrito del Teatro. El angosto callejón tenía forma de ele y estaba sellado en ambos extremos por precintos de la policía que señalaban la escena de un crimen. Los peatones miraban desde ambos extremos atisbando por encima de los agentes de policía, para tener una idea de lo sucedido.
No eran los rostros de la multitud curiosa lo que atraía la atención de McVey. Era otro rostro, el de un hombre blanco de entre veinte y veinticinco años cuyos ojos hinchados sobresalían grotescamente de los cuencos. Lo había descubierto el vigilante de un teatro en un cubo de basura al vaciar el contenido de unas cajas después de una de las sesiones. Normalmente se habrían encargado del caso los inspectores de la Policía Metropolitana, pero esto era algo diferente. El superintendente Jamison había llamado a Ian Noble, de la Sección Especial, y Noble, a su vez, había llamado a McVey al hotel y lo había despertado de un sueño agitado.
No era sólo el rostro. Era la cabeza lo que constituía el principal motivo de interés de los inspectores de policía. En primer lugar, porque no había cuerpo. Y, en segundo lugar, porque la cabeza parecía cercenada con técnicas quirúrgicas. Cualquiera podía especular con la idea de dónde estaba el «resto» del cuerpo, pero el engorro de lo que quedaba era asunto de McVey.
Mientras observaba a dos cirujanos forenses sacar la cabeza del cubo y colocarla en una bolsa plástica y luego en una caja para transportarla, McVey pensaba que lo que sí estaba claro era que el superintendente Jamison tenía razón. La cabeza había sido separada del tronco por un profesional. Si no era cirujano, al menos se trataba de alguien que había utilizado un instrumento quirúrgico afilado y que poseía un acabado conocimiento de las «Lecciones de Anatomía» de Gray.
El cuadro era el siguiente: en la base del cuello, allí donde se junta con la clavícula, se encuentra la unión de la tráquea y el esófago que conduce a los pulmones y al estómago, y el músculo constrictor inferior, que asciende flanqueando los cartílagos cricoideos y tiroideos…
Éste era precisamente el lugar donde la cabeza había sido decapitada, y ni McVey ni el comandante Noble necesitaban que lo confirmara un experto. Lo que sí necesitaban era que alguien les dijera si aquello se había producido antes o después de la muerte. Y tratándose de esta última posibilidad, cuál era la causa de la muerte.
Realizar la autopsia de una cabeza es como hacer la autopsia de todo un cuerpo, sólo que hay menos cuerpo.
Las pruebas de laboratorio llevarían entre veinticuatro horas y tres o cuatro días. Pero McVey, el comandante Noble y el doctor Evan Michaels, el joven patólogo con cara de niño de la Oficina Central a quien habían llamado para encargarse del trabajo, compartían la misma opinión, a saber, que la cabeza había sido separada del cuerpo después de la muerte, y que la causa de dicha muerte era con toda probabilidad una dosis mortal de un barbitúrico, casi seguro Nembutal. Sin embargo, quedaba la incógnita de por qué los ojos se salían de las cuencas de aquella manera, y cuál era la causa de los hilillos de sangre que nacían de las comisuras de los labios. Eran síntomas que aparecían al respirar una solución gaseosa de cianuro, si bien no había pruebas claras.
McVey se rascó la oreja y se quedó mirando al suelo.
– Ahora le preguntará acerca de la hora en que se produjo la muerte -le dijo Ian Noble secamente a Michaels. Noble tenía cincuenta años y estaba casado, tenía dos hijas y cuatro nietos. Su pelo canoso y cortado casi al cero, su mandíbula cuadrada y su esbelta figura le daban una prestancia de militar de antiguo cuño, algo nada inhabitual en un ex coronel del Servicio de Inteligencia del Ejército y graduado por la Royal Military Academy de Sandhurst, promoción del 65.
– Eso es algo difícil de precisar -dijo Michaels.
– Inténtelo -dijo McVey, fijando a Michaels con sus ojos verde grisáceos. Quería una respuesta. Se sentiría satisfecho con una estimación prudente.
– Hay muy poca sangre, casi nada. Es difícil precisar el momento de la coagulación, ¿sabe? Puedo decir que llevaba algún tiempo donde se encontró, porque la temperatura es casi idéntica a la del callejón.