¿Quién era Erwin Scholl? ¿Y por qué habría querido matar a su padre?
Osborn cerró los ojos. Era la misma pregunta de los últimos treinta años. El dolor de la pierna no era nada comparado con el dolor de su alma. Recordó aquel sentimiento que le había rasgado las entrañas cuando Kanarack confesó que le habían pagado para matarlo. En sólo un instante, toda una vida de soledad, dolor y cólera se había transformado en algo más allá de toda comprensión. Al tropezar con Henri Kanarack, al averiguar dónde vivía y trabajaba, pensaba que Dios finalmente se había compadecido de él y que había llegado el momento de poner fin a su sufrimiento. Pero no había sucedido así. Sólo se había producido un relevo. Cruelmente, tajantemente. Como una pelota que pasa de manos de un jugador a otro. El era el que debía perseguir la pelota como lo había hecho durante tantos años.
El río, al menos, lo había conducido a algo concluyente. Si aquel lugar hubiera significado la muerte, lo habría preferido al infierno al que había regresado donde no tenía descanso y vivía en eterna ira, un infierno que le impedía amar y ser amado acosado por el terror de que al final lo destruiría todo. El objeto perseguido no había desaparecido, sólo había cambiado de forma. Esta vez era Erwin Scholl sin rostro, sólo un nombre. ¿Cuánto tardaría en encontrarlo? ¿Otros treinta años? Si tenía fuerza suficiente para buscarlo y al final de sus esfuerzos lo encontraba, ¿qué haría entonces?
¿Otra puerta que se abría?
Un ruido en el exterior del habitáculo lo sacó de sus cavilaciones.
Alguien se acercaba. Buscó rápidamente un lugar donde ocultarse pero vio que era imposible. ¿Dónde estaba la pistola de Kanarack? ¿Qué había hecho Vera con ella? Miró hacia la puerta. El pomo comenzó a girar. Sólo tenía el bastón como arma. Lo empuñó con fuerza y la puerta se abrió.
Vera vestía su bata blanca de hospital.
– Buenos días -dijo, y entró. Volvía con la bandeja, esta vez con café caliente y cruasanes y una nevera de plástico con fruta, queso y una pequeña tajada de pan-. ¿Cómo te encuentras?
Osborn suspiró y dejó el bastón sobre la cama.
– Bien, bien -dijo-. Sobre todo después de saber quién viene a verme.
Vera dejó la bandeja en la pequeña mesa bajo la ventana y se volvió hacia él.
– La policía volvió anoche. Los acompañaba un americano y parecía conocerte bastante bien.
Osborn estaba atónito.
– ¡McVey! -Todavía estaba en París.
– Por lo visto tú también lo conoces… -dijo Vera, con una sonrisa apretada, casi peligrosa, como si por algún oscuro motivo gozara de todo eso.
– ¿Qué querían? -preguntó él, ansioso.
– Descubrieron que te había recogido en el campo de golf. Reconocí que te había extraído la bala. Querían saber dónde estabas. Les dije que te había dejado en una estación de ferrocarril, que no sabía dónde ibas y que tú no querías decírmelo. No estoy segura de si me creyeron.
– McVey te hará vigilar como un ave de rapiña esperando que te pongas en contacto conmigo.
– Ya lo sé. Por eso vuelvo al trabajo. Tengo un turno de treinta y seis horas. Espero que cuando termine se hayan aburrido y piensen que decía la verdad.
– ¿Y qué pasa si no se lo creen? ¿Qué pasa si deciden buscar en tu apartamento y luego en el edificio? -De pronto Osborn tuvo miedo. Estaba entre la espada y la pared y no tenía por dónde escapar. Si intentaba salir y estaban esperándolo, le pondrían las manos encima antes de que caminara cincuenta metros. Si decidían buscar en el edificio llegarían arriba y en ese caso ya podía darse por perdido.
– No podemos hacer nada más -dijo Vera, decidida, imperturbable. No sólo estaba de su lado y lo protegía sino que también mantenía el control de la situación-Tienes agua en el aseo y suficiente comida hasta que yo vuelva. Quiero que hagas algo de ejercicio. Estiramiento de músculos y elevación de pierna, si puedes. Si no, tienes que caminar de un lado a otro de la habitación todo lo que puedas cada cuatro horas. Cuando salgamos de aquí te verás obligado a caminar de verdad. Asegúrate de mantener la cortina cerrada. La buhardilla está oculta por la fachada del techo pero si alguien estuviera observando, la luz te delataría inmediatamente. Aquí tienes… -dijo, y le puso una llave en la mano-. Es de mi piso. Por si se complica la pierna y tienes que ponerte en contacto conmigo. El número del hospital está en un bloc de notas junto al teléfono. La escalera da a un cuarto en el piso de arriba. Tienes que bajar en el ascensor de servicio -dijo. Luego lo miró, vacilante-. No hace falta que te diga que tengas cuidado.
– Y yo no hace falta que te diga que todavía te puedes desentender de todo esto. Vete donde tu abuela y podrás decir que no tienes idea de lo que sucedía aquí.
– No -dijo Vera, y se volvió hacia la puerta.
– Vera.
– ¿Qué? -Se detuvo y miró a Osborn.
– Había una pistola. ¿Dónde está?
Por su reacción, Osborn entendió que no le gustaba lo que acababa de oír.
– Vera… -dijo, y vaciló-, si el hombre alto me encuentra, ¿qué puedo hacer?
– ¿Cómo podría encontrarte? No tiene porqué saber ni quién soy ni dónde vivo.
– Tampoco sabía nada de Merriman. Pero ahora está muerto.
Ella dudaba.
– Vera, por favor. -Osborn la miraba fijamente. La pistola era para defenderse, claro, no para dispararle a la policía.
Con un gesto de cabeza, Vera señaló hacia la mesa bajo la ventana.
– Está en el cajón.
Capítulo 52
Marsella
Muy a su pesar, Marianne Chalfour Rouget tuvo que salir de misa de ocho al cabo de diez minutos. Los parroquianos, la mayoría conocidos, empezaban a girarse y a mirar a su hermana que no dejaba de sollozar. Michéle Kanarack había llegado hacía dos días, y durante esos dos días había sido incapaz de controlar su llanto.
Marianne era tres años mayor que su hermana y tenía cinco hijos, el mayor de ellos de catorce años. Jean Luc, su marido, era pescador y sus ingresos variaban teniendo en cuenta la temporada. Jean Luc pasaba la mayor parte del tiempo lejos de casa pero cuando volvía, como ahora, se complacía en estar con su mujer y sus hijos.
Sobre todo con su mujer. El apetito sexual de Jean Luc era insaciable y él no se avergonzaba de ello. Eso sí, a veces resultaba problemático, incluso embarazoso porque de pronto, desbordado por su urgencia, Jean Luc cogía a su mujer en vilo o la arrancaba de la silla para llevarla a la habitación matrimonial del diminuto piso de tres habitaciones donde, durante horas que parecían interminables, hacían el amor ruidosamente como salvajes.
Jean Luc no entendía por qué Michéle había venido a vivir con ellos.
Tampoco sabía cuánto lo alargaría. Consideraba que toda la gente casada tiene problemas pero que con los consejos de un cura todo se puede solucionar. Por eso estaba seguro de que Henri aparecería en cualquier momento, le rogaría a Michéle que lo perdonara y los dos volverían juntos a París.
Pero Michéle, en medio de su llanto, estaba igualmente segura de que eso no ocurriría. Llevaba dos noches intentando dormir en el sofá del diminuto salón cocina, vapuleada por los chicos que se arremolinaban en torno al televisor en blanco y negro a disputarse los programas. En la habitación, entre tanto, marido y mujer se libraban a sus escandalosas sesiones de amor sin que nadie, excepto Michéle, les prestara atención.
El domingo por la mañana, Jean Luc se había hartado de las lágrimas de su cuñada y se lo había dicho a Marianne, directamente al grano y delante de Michéle. Que se la llevara a la iglesia, le dijo, y que, ante los ojos de Dios, ¡hiciera que parara de llorar! Y si no era ante Dios, que al menos fuera en presencia del párroco.