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– Amigo mío -dijo Cadoux, y se puso de pie-. Quiero fumarme un cigarrillo y sé que aquí no puedo. -Cogió su gorra y se dirigió a la puerta-. Bajaré al salón y volveré dentro de un rato.

Cadoux salió y Lebrun se sintió aliviado. Seguro que McVey se había equivocado. Al cabo de un rato entró uno de los policías.

– ¿Todo bien, señor?

– Sí, gracias.

– Han venido a hacerle la cama -dijo el policía, y se apartó para dejar pasar a un hombre corpulento con el uniforme de asistente del hospital. Traía sábanas limpias.

– Buenos días -dijo el hombre con marcado acento londinense, y el policía volvió al pasillo. El asistente dejó las sábanas en una silla junto a la cama.

– Un poco de intimidad, ¿no le parece? -dijo el hombre, dio unos pasos y cerró la puerta.

La alarma de peligro de Lebrun se activó.

– ¿Por qué cierra la puerta? -preguntó en voz alta y en francés. El hombre se volvió y le sonrió. De pronto pegó un tirón a los tubos de la nariz. Una fracción de segundo más tarde, Lebrun tenía una almohada sobre la cabeza y todo el peso del hombre encima.

Se contorsionó desesperado y quiso echar mano de la pistola. Pero aplastado por el enorme peso del hombre y agobiado por su propia debilidad, llevaba todas las de perder. Finalmente logró empuñar la pistola e intentó levantarla para dispararle al hombre en el vientre. Pero de pronto el peso del hombre se desplazó y el cañón de la pistola quedó enredado en las sábanas. Lebrun gimió intentando febrilmente liberar la pistola. Los pulmones se agitaban en busca de aire pero ya no había nada. En ese momento preciso, Lebrun supo que iba a morir. Y de pronto, todo se volvió gris, y luego de un gris más oscuro que era casi negro, pero no del todo. Pensó que alguien le cogía la pistola de la mano pero no estaba seguro. Luego oyó un estallido amortiguado, sordo, y ante sus ojos apareció la luz más intensa que jamás había visto.

Lebrun no habría podido ver al asistente tirar de las sábanas, arrancarle la pistola automática y acercársela a la oreja bajo la almohada. Por lo mismo, no habría podido observar la explosión de su propio cerebro y trozos de su cráneo salpicando la pared junto a la cama y pegándose al yeso blanco como una jalea sanguinolenta.

Cinco segundos después se abrió la puerta. Sorprendido, el asistente se volvió apuntando. Cadoux acababa de entrar. Levantó la mano lentamente y cerró la puerta a su espalda. El asistente se tranquilizó, bajó el arma y señaló a Lebrun. En ese momento se dio cuenta de que Cadoux sacaba su pistola de la cartuchera.

– ¿Qué hace? -gritó, pero la voz fue ahogada por una explosión atronadora.

Los policías que entraron corriendo desde el pasillo oyeron dos disparos más y encontraron a Cadoux de pie junto al hombre muerto, con la pistola del 25 en la mano.

– Este hombre acaba de matar al inspector Lebrun -dijo.

Capítulo 89

Brandeburgo, Alemania

– Ese Palacio de Charlottenburg donde Scholl piensa dar su guateque, ¿qué es? -preguntó McVey inclinándose desde el asiento trasero mientras Remmer seguía al primer coche por un bulevar de magníficos árboles de colores otoñales y frente a los edificios oficiales de la ciudad de Brandeburgo del siglo XV. Se dirigían hacia el este rumbo a Berlín bajo un sol esplendoroso.

– ¿Qué es? -Dijo Remmer, y miró a McVey por el retrovisor-. Un tesoro del barroco, un museo, un mausoleo propiedad de varias familias adineradas muy apreciadas por los alemanes. Ha sido la residencia de verano de casi todos los emperadores prusianos desde Federico I hasta Federico Guillermo IV. Si el canciller viviera ahí, sería una especie de Casa Blanca y todos los museos de Estados Unidos reunidos en uno solo.

Osborn desvió la mirada. El sol de la mañana se elevaba en el cielo y un puñado de lagos de aguas púrpuras se teñían de un azul intenso. Los hechos vertiginosos, brutales que se habían sucedido en el transcurso de los diez últimos días después de tantos años, lo habían aturdido. La idea de lo que iba a suceder en Berlín magnificaba el efecto. Osborn se sentía como barrido por una marea que no lograba controlar. A la vez experimentaba la peculiar y apacible sensación de que había llegado hasta allí porque una mano invisible lo había conducido y que por oscuros, peligrosos y horrendos lances que le deparara el futuro, había llegado allí por alguna razón. En lugar de luchar contra ello, debía confiar. Se preguntaba si los demás pensaban lo mismo. McVey, Remmer y Noble eran hombres fuera de lo común, mundos distintos, marcados por más de treinta años de experiencia. ¿Acaso sus vidas habían confluido gracias a la misma fuerza que sentía él ahora? ¿Cómo era posible, cuando no los conocía sino hacía una semana? Y, sin embargo, ¿qué otra explicación podía haber?

En medio de estas meditaciones, Osborn volvió a mirar el paisaje del campo. Tierras suaves, cuidadosamente deforestadas, pastizales, parajes sembrados de pequeños lagos. De pronto y por un instante apareció ante su vista una gran mancha de coníferas. Desaparecieron con la misma rapidez y en la distancia vio que la luz del sol llegaba a los capiteles más altos de una catedral del siglo XV. De pronto tuvo la percepción fugaz de que no se equivocaba, que todos, McVey, Noble, Remmer y él mismo, estaban allí reunidos por un designio mayor, porque los tres seguían un designio que no podía percibir su entendimiento.

Nancy, Francia

El sol asomó por encima de las colinas iluminando la granja blanca y marrón como una pintura de Van Gogh.

Fuera, Alain Cotrell y Jean Claude Dumas, agentes del servicio secreto, se relajaban en el porche. Dumas llevaba un tazón de café en una mano y un fusil de nueve milímetros en la otra. Unos cuatrocientos metros más abajo', siguiendo hacia la entrada de la propiedad, a medio camino entre la carretera y la casa, el agente Jacques Montand, con un subfusil de asalto francés Famas en bandolera, estaba reclinado contra un árbol y observaba una fila de hormigas que entraban y salían de un agujero en la base.

En el interior de la casa, Vera estaba sentada ante un tocador antiguo cerca de la ventana de la habitación principal. Tenía en sus manos cinco largas páginas de una carta de amor que acababa de escribir a Paul Osborn. En esas páginas intentaba darle un sentido a todo lo que sucedía y había sucedido desde que se habían conocido y al mismo tiempo las usaba como distracción contra el final abrupto de su llamada telefónica la noche anterior.

Al principio había pensado que se trataba de un fallo del sistema telefónico y que Osborn volvería a llamar. Pero no había llamado y a medida que pasaban las horas, Vera supuso que habría sucedido algo pero se negó a pensar en ello.

Había pasado el resto de la noche estoicamente leyendo dos revistas médicas que había traído consigo al salir con tanta prisa de París. La ansiedad y el miedo eran compañeros difíciles de sobrellevar y Vera tenía miedo de que en el viaje en que se habían embarcado abundaran las dos cosas.

Hacia el amanecer, cuando aún no había recibido noticias, decidió hablar con Paul. Quería ponerlo todo por escrito como si él estuviera allí con ella y tuvieran tiempo para los dos. Como si nada de aquello hubiera sucedido y ellos fueran individuos normales viviendo circunstancias normales y corrientes. Se trataba de evitar, desde luego, que su imaginación la desbordara y le jugara una mala pasada.

Dejó la pluma y se detuvo a leer lo escrito. De pronto dejó escapar una risa, porque aquello que supuestamente venía del corazón no era más que un laberíntico, interminable y seudointelectual tratado sobre el significado de la vida. Vera había querido escribir una carta de amor, pero aquello se parecía más a la composición de una candidata a profesora de inglés en un colegio privado de chicas. Sin dejar de sonreír, rasgó las hojas en pedazos y las echó a la papelera. Entonces vio el coche que salía de la carretera y entraba por el largo camino que conducía a la casa.

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