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Remmer aceptó sus condolencias y prosiguió.

– Tenemos sobrados motivos para creer que el hombre trabajaba para la organización de Scholl. Tenemos que interrogar a Herr Scholl personalmente, su señoría, y no hablar con sus abogados. Sin una orden, eso será imposible.

Gravenitz juntó las palmas de las manos y se reclinó en el asiento. Miró a McVey, que no le quitaba el ojo de encima, esperando su decisión. Con un rostro inexpresivo se inclinó sobre la mesa y escribió una nota en un bloc. Luego se pasó la mano por el pelo canoso y miró a Honig, pero su mirada topó con la de Remmer.

– Okay -dijo en inglés-. Okay.

Capítulo 95

McVey esperó junto a Noble y Osborn hasta que Gravenitz firmó la Haftbefehl, la orden de arresto contra Erwin Scholl, y se la entregó a Remmer. Luego le agradeció a Gravenitz, se estrecharon las manos con Honig y los cuatro salieron del despacho del juez y bajaron hasta el garaje en su ascensor personal.

Caminaban sobre un tejado de vidrio y todos, incluso Osborn, lo sabían. Para todos los efectos, la orden que McVey guardaba en su bolsillo, como Honig había sugerido, era prácticamente inútil. Se presentaría ante Scholl y le notificaría: «Buenas tardes, señor. Somos de la policía y tenemos una orden de arresto contra usted y éstos son los motivos.» A Scholl se lo podían llevar a la comisaría como a un ciudadano cualquiera, pero al cabo de una hora llegaría una caterva de abogados que se ocuparía de todo y al final saldría sin haber pronunciado ni una palabra.

Durante las semanas siguientes, Scholl y otras personalidades sumamente importantes prestarían declaración actuando como garantes de la persona de Scholl y jurando su inocencia, negando que jamás hubiera conocido o hubiera tenido negocios o razones para conocer al padre de Osborn o a cualquiera de los fallecidos.

Negarían igualmente que Scholl hubiera oído siquiera el nombre de Albert Merriman y mucho menos que tuviera tratos con él y demostrarían que en aquellas fechas Scholl no se encontraba en su propiedad de Long Island sino en otra parte.

Declararían que Scholl jamás había oído el nombre de un antiguo agente de la Stasi llamado Bernhard Oven y mucho menos haber tenido tratos con él y afirmarían que el día del asesinato de Merriman, se encontraba en Estados Unidos y no en París. Aquellas declaraciones prestadas bajo juramento, avaladas por la importancia de sus autores, garantizarían la absoluta inocencia de Scholl. Si a eso se añadía el hecho de que no había pruebas tangibles, los cargos serían retirados de inmediato.

Y luego, tal vez un año después o quizá más, cuando el nombre y la persona de Scholl se distanciaran del episodio, que quedaría sepultado en el olvido, vendría la retribución fría y certera de la que les había advertido Honig. Como una descarga de gas letal retardada, McVey, Noble, Remmer y Osborn verían cómo sus carreras y luego sus vidas quedaban reducidas a la nada. Amigos, compañeros de trabajo y gente de la que jamás habían oído hablar se presentarían acusándolos de robo, corrupción, depravación sexual, abuso de poder y cosas peores. Sus familias serían objeto de ridículo y sus nombres, antaño respetados, aparecerían en los titulares de los medios de comunicación hasta destrozarlos. Comparado con ellos, Humpty Dumpty sería un verdadero monumento de granito, esculpido de una sola pieza para la eternidad junto a los grandes supervivientes del monte Rushmore. [1]

Con un chillido de neumáticos, Remmer salió del garaje a la Hardenbergstrasse escoltado por detrás por el coche de la Policía Federal.

Cinco minutos más tarde entró en un garaje frente al edificio de Europa Center, una estructura de veintidós pisos de acero y vidrio.

– Auf Wiedersehen. Danke -dijo por el micrófono de la radio.

– Auf bald. Hasta pronto -le respondieron, y el coche escolta se perdió en el tráfico.

– Supongo que estamos seguros -dijo Noble cuando Remmer aparcó en un sitio lejos de la entrada.

– Claro que estamos seguros -dijo Remmer.

Bajó del coche, sacó una metralleta de debajo de su asiento y la guardó bajo llave en el portamaletas. Luego encendió un cigarrillo y los condujo por una rampa a través de una puerta de servicio y por un pasillo recubierto de cables eléctricos y tuberías que pasaban justo por debajo de la calle y alimentaban el complejo del Europa Center en uno de los extremos.

– ¿Sabemos dónde está Scholl? -preguntó McVey, y el largo pasillo transportó su eco.

– En el Grand Hotel Berlin. En la Friedrichstrasse, frente al parque de Tiergarten. Desde aquí queda lejos para un señor mayor como tú -dijo Remmer sonriéndole a McVey, y luego abrió una puerta de emergencia al final del pasillo. Apagó el pitillo en un cenicero, se detuvo frente a un ascensor de servicio y pulsó el botón. Las puertas se abrieron casi inmediatamente y entraron. Remmer pulsó el botón de la sexta planta, se cerraron las puertas y subieron. De repente, Osborn se percató de que Remmer había llevado una pistola en la mano durante todo el trayecto.

Observando a los tres hombres bajo la luz pálida del ascensor, Osborn se sentía totalmente fuera de lugar, algo así como el quinto jugador en una partida de bridge o el padrino de bodas de una ex mujer. Estos tipos eran policías veteranos, profesionales cuyas vidas se entretejían en aquel mundo como los músculos en los huesos. La orden que McVey llevaba en el bolsillo estaba firmada por uno de los jueces de mayor prestigio en Alemania y el hombre con quien se enfrentarían era una figura de talla mundial capaz de oponerles su propio ejército. McVey le había dicho a Osborn que los acompañaría a Berlín sólo porque querían que prestara declaración y eso es lo que había hecho. Ahora ya no lo necesitaban para nada. ¿Cómo podía ser tan ingenuo para pensar que McVey respetaría su promesa de llevarlo consigo cuando se enfrentara a Scholl? De pronto sintió un nudo en el vientre. A McVey le importaba un bledo la guerra privada de Osborn. El sólo tenía un programa que respetar, el suyo propio.

– ¿Qué pasa? -le preguntó McVey percatándose de que Osborn lo estaba mirando fijamente.

– Estaba pensando -contestó Osborn con tono calmado.

– No exagere la nota -dijo McVey, y no sonrió.

Disminuyó la marcha del ascensor y se detuvieron. Se abrieron las puertas y Remmer fue el primero en salir. Asintió, hizo una seña y los condujo por un pasillo enmoquetado. Estaban en el interior de un hotel. El Hotel Palace, observó Osborn en un folleto sobre una mesa al pasar.

Remmer se detuvo y llamó a la puerta de la habitación 6132. Se abrió la puerta y un agente musculoso y de aspecto recio los hizo pasar a una suite con dos amplias habitaciones conectadas por un angosto pasillo. Las ventanas de ambas habitaciones estaban orientadas hacia el parque de Tiergarten y la ventana de la primera habitación estaba situada en ángulo en relación a lo que parecía ser un ala de construcción más reciente.

Remmer enfundó la pistola en el interior de la chaqueta y se volvió para hablar con el agente que les había abierto la puerta. McVey salió al pasillo, fue a mirar la segunda habitación y volvió. A Noble no le gustaba mucho la idea de estar situados cerca de un ala del edificio, aunque fuera en ángulo, desde cuyas habitaciones los pudieran vigilar. McVey estaba de acuerdo.

El agente musculoso levantó las manos y les explicó con acento muy marcado que habían tenido suerte de encontrar esa habitación. Berlín estaba ocupada por todo tipo de ferias comerciales y convenciones. Ni siquiera la Policía Federal tenía suficiente influencia cuando los hoteles habían reservado plazas en exceso con tres meses de antelación.

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[1] El monte Rushmore, en Dakota del Sur, es famoso porque en su pared rocosa están esculpidos los rostros de cuatro presidentes: G. Washington, T. Jefferson, A. Lincoln y T. Roosevelt. (N. del T.)

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