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Más allá, junto a la puerta, había dos hombres de esmoquin que Joanna había visto antes vestidos de chófer en el aeropuerto. Eran dos sujetos altos de pelo corto y parecían vigilar constantemente la sala. Joanna estaba segura de que eran guardaespaldas y cuando estaba a punto de preguntárselo a Von Holden, un camarero le preguntó si podía retirarle el plato. Joanna asintió con un gesto de agradecimiento. Habían comido un Berner Platte de primero, choucroute guarnecida generosamente con chuletas, beicon guisado y ternera, salchichas, lengua y jamón. Con su metro sesenta y sus diez kilos de sobrepeso, Joanna había tenido que cuidar especialmente su dieta. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando comenzaba a observar que todos sus amigos aficionados a la bicicleta, aunque se los viera algo demacrados, conseguían colocarse un body elástico con toda naturalidad. La parte de arriba, la del medio y la de abajo.

En privado y después de conversar con su único amigo de verdad, Henry, el San Bernardo, Joanna había comenzado a mirar entrepiernas, las entrepiernas de los hombres aficionados a la bicicleta.

Joanna era hija única de una pareja devota y sencilla de un pequeño pueblo del oeste de Tejas. Su madre, bibliotecaria, tenía casi cuarenta y dos años cuando ella nació. Su padre, cartero, tenía cincuenta. Ambos habían dado por supuesto, de una manera en que sólo los padres dan por supuesto, que su hija única crecería y sería igual a ellos, trabajadora, agradecida de lo que tenía, una persona común' y corriente. Durante un tiempo era lo que Joanna había hecho, primero como exploradora y miembro del coro de la iglesia, después como alumna regular en el instituto y luego, siguiendo el ejemplo de su mejor amiga, estudiando la carrera de enfermería. Sin embargo, banal y trabajadora como Joanna parecía e incluso se veía a sí misma, en su interior era una mujer rebelde, incluso caprichosa.

Había tenido su primera experiencia sexual a los dieciocho años con el ayudante del reverendo. Horrorizada y segura de haberse quedado embarazada, escapó a Colorado y les contó a todos, amigos, padres y al propio asistente del reverendo, que habían aceptado su acceso a una escuela de enfermería en la Universidad de Denver. Era todo mentira porque ni la habían aceptado en la escuela de enfermería ni estaba embarazada. De todos modos, permaneció en Colorado y trabajó duro hasta obtener su título de quinesióloga. Cuando su padre enfermó, volvió a Tejas a ayudar a su madre. Y cuando sus padres murieron, literalmente uno después del otro, Joanna hizo sus maletas y se marchó a Nuevo México.

El sábado 1 de octubre una semana antes de la cena de recepción de Elton Lybarger, Joanna había cumplido treinta y cuatro años. No había hecho el amor ni le habían hecho el amor a ella desde aquella noche con el ayudante del pastor en Tejas. Desde entonces había transcurrido exactamente la mitad de su vida.

Una repentina salva de aplausos estalló cuando dos camareros entraron por un lado de la sala trayendo un pastel enorme rebosante de velas que colocaron ante Elton Lybarger. Pascal Von Holden apoyó la mano en el brazo de Joanna.

– ¿Se puede quedar? -preguntó.

Joanna desvió la mirada del jolgorio en torno a la mesa de Lybarger y se volvió.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó.

Von Holden sonrió y las arrugas de su rostro bronceado se hicieron blancas.

– Quiero decir, ¿se puede quedar aquí en Suiza para continuar su trabajo con el señor Lybarger?

Joanna deslizó una mano nerviosa por el pelo que acababa de lavarse.

– ¿Yo, quedarme aquí?

Von Holden asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo?

– Una semana, tal vez dos. Hasta que el señor Lybarger se encuentre físicamente más cómodo en su casa.

Joanna estaba totalmente desconcertada. Durante toda la noche había estado mirando su reloj preguntándose en qué momento volvería a su habitación para guardar los regalos y chucherías que le había ayudado a comprar Von Holden para sus amigos durante el paseo por Zúrich aquella tarde. ¿A qué hora se dormiría? ¿De cuánto tiempo dispondría para levantarse y salir al aeropuerto para coger su vuelo al día siguiente?

– Mi… Mi perro -balbuceó. No se le había ocurrido quedarse en Suiza. La idea de pasar unos días fuera del nido que se había construido le parecía abrumadora.

Von Holden sonrió.

– Cuidaremos de su perro mientras esté ausente, desde luego. Mientras permanezca aquí, tendrá sus propias dependencias en casa del señor Lybarger.

Joanna no sabía qué pensar, qué responder o cómo reaccionar. Hubo una ronda de aplausos en la mesa de Lybarger cuando éste apagó las velas. Una vez más, salida de la nada, apareció la orquesta de fanfarria y tocaron Porque es un muchacho excelente.

Sirvieron café y digestivos, acompañado de unos dados de chocolate suizo. La señora rolliza ayudó a Lybarger a cortar el pastel y los camareros llevaron los platos a las mesas.

Joanna probó el café y bebió un sorbo de un excelente coñac. El licor le calentó el cuerpo y se sintió bien.

– Sin usted se sentirá incómodo, inseguro, Joanna. Quédese, por favor. -La sonrisa de Von Holden era generosa y sincera. Además, por la manera en que le había pedido que se quedara, parecía que fuera él y no Lybarger quien la necesitaba. Bebió otro poco de coñac y sintió que se sonrojaba.

– Bueno, de acuerdo -oyó que decía-. Si es tan importante para el señor Lybarger, por supuesto que me quedaré.

La orquesta había comenzado a tocar un vals vienes y la joven pareja de alemanes se levantó a bailar. Joanna vio que se levantaban también otros.

– ¿Joanna?

Se volvió y vio a Von Holden de pie detrás de su silla.

– ¿Me permite? -preguntó.

Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.

– Sí, ¿por qué no? -dijo. Se incorporó y él le retiró la silla. Un momento después pasaron junto a Elton Lybarger y se unieron a los demás en la pista de baile. Siguiendo los divertidos compases de la orquesta, Von Holden la cogió en sus brazos y bailaron.

Capítulo 46

– Siempre les digo a los chicos que no duele. Sólo un pequeño tirón bajo la piel -dijo Osborn mientras Vera introducía en una jeringa los 5 ml de la dosis de antitétanos-. Ellos saben que miento y yo sé que miento. No sé por qué se lo digo.

Vera sonrió.

– Se lo dices porque es tu trabajo. -Sacó la aguja, la quebró, envolvió la jeringa en papel higiénico, hizo lo mismo con el frasco y lo metió todo en el bolsillo de la chaqueta-. La herida está limpia y curándose bien. Mañana empezaremos con tus ejercicios.

– ¿Y luego, qué? No puedo quedarme aquí el resto de mi vida -dijo Osborn, malhumorado.

– Tal vez termines deseándolo -dijo ella, y dejó caer un periódico sobre la cama. Era la última edición de Le Fígaro-. Mira la segunda página.

Osborn lo abrió y observó dos fotos ampliadas y de textura granulosa. Una de ellas era la suya en la foto de fichaje de la policía de París. En la segunda, la policía transportaba un cadáver cubierto con una manta por una inclinada pendiente junto al río. Entre ambas había un texto en francés: «Médico americano sospechoso del asesinato de Albert Merriman.»

Vale, o sea que habían encontrado el Citroen y sus huellas. Ya sabía que sucedería. No había por qué sorprenderse. Pero…

– ¿Albert Merriman? ¿De dónde habrán sacado eso?

– Era el verdadero nombre de Henri Kanarack. ¿Sabías que era americano?

– Podía haberlo imaginado, por su acento.

– Era un asesino profesional.

– Eso me dijo -dijo Osborn, y de pronto vio a Kanarack mirándolo en medio de la corriente, aterrorizado por la idea de que Osborn le administrara otra dosis de sucinilcolina. Oyó el grito de pánico que había lanzado Kanarack como si estuviera en la habitación junto a él en ese momento.

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