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– No hay rigor mortis.

Michaels se lo quedó mirando.

– No, señor. Parece que no. Como usted sabe, inspector, el rigor mortis suele comenzar al cabo de cinco o seis horas. La parte superior del cuerpo es la primera afectada, después de unas doce horas, y la totalidad del cuerpo al cabo de unas dieciocho horas.

– No tenemos la totalidad del cuerpo -dijo McVey.

– No, señor, no la tenemos. -Más allá de cumplir con su deber, Michaels empezaba a desear haberse quedado en casa aquella noche, y dejarle a otro el placer de tratar con el irascible inspector de Homicidios americano, con el pelo más canoso que castaño, y que parecía conocer las respuestas a sus propias preguntas incluso antes de formularlas.

– McVey -dijo Noble, con expresión rígida-. ¿Por qué no esperamos a tener las pruebas de laboratorio y dejamos a nuestro pobre médico irse a casa a acabar su noche de bodas como es debido?

– ¿Ésta es su noche de bodas? -preguntó McVey, asombrado-. ¿Esta noche?

– Era -dijo Michaels, inexpresivo.

– ¿Y por qué diablos respondió a la llamada? Si no lo hubieran encontrado a usted, habrían buscado a otro. -McVey era sincero en su incredulidad-. ¿Y qué diablos decía su mujer?

– Que no respondiera la llamada.

– Me alegra saber que al menos uno de los dos sabe de qué va el cotarro.

– Señor, es mi trabajo, ¿sabe?

McVey sonrió para sus adentros. Aquel joven patólogo estaba destinado a convertirse en un excelente profesional o en un funcionario apocado. Nunca se sabía.

– Si hemos terminado, ¿qué quiere que haga? -Le preguntó Michaels-. Jamás he trabajado para la policía de París. De hecho, tampoco he trabajado para INTERPOL.

McVey se encogió de hombros y miró a Noble.

– Yo estoy igual que él -dijo-. Tampoco he trabajado nunca con la policía de París ni con la INTERPOL. ¿Cómo y dónde guardáis las cabezas aquí?

– Guardamos las cabezas, McVey, de la misma manera que guardamos los cuerpos, o los trozos de cuerpos. Etiquetadas, selladas en bolsas plásticas y congeladas. -Era demasiado tarde para que Noble mostrara algún sentido del humor.

– Vale -dijo McVey y se encogió de hombros. Tenía sobradas ganas de terminar aquella noche. Dentro de pocas horas, los inspectores empezarían a trabajar en el callejón, a interrogar a todos y a cualquiera que hubiera visto algo en torno al cubo de basura unas horas antes de que encontraran la cabeza. Al cabo de un día, o de dos, a más tardar, tendrían los informes de laboratorio sobre las muestras de tejidos y de los folículos del pelo. Traerían a un antropólogo forense para determinar la edad de la víctima.

Los dos inspectores se marcharon y dejaron al doctor Michaels la labor de etiquetar, sellar en bolsa plástica y congelar la cabeza en el contenedor correspondiente. Recibió instrucciones especiales para que no abriera dicho contenedor más que en presencia del comandante Noble o del inspector McVey. Noble se dirigió a su casa de cuatro pisos recién reformada, en Chelsea, y McVey volvió a su pequeña habitación en el pequeño hotel de la calle de la Media Luna, al otro lado de Green Park, en Mayfair.

Capítulo 5

Un día de nieve de febrero de 1928 lo habían bautizado con el nombre de William Patrick Cavan McVey en la iglesia católica de St. Mary, en lo que era entonces Leheigh Road, en Rochester, Nueva York. Cuando era niño, desde la escuela parroquial Cardinal Manning hasta el instituto Don Bosco, todo el mundo lo conocía como Paddy McVey, el hijo mayor del sargento de policía Murphy McVey. Pero desde el día en que solucionó el caso de los «asesinatos de los torturadores de las colinas» en Los Ángeles, veintinueve años más tarde, nadie volvió a llamarlo por ese mote, ni sus jefes, ni los inspectores colegas, ni la prensa, ni siquiera su mujer.

McVey era empleado del Cuerpo de Policía de Los Ángeles desde 1955, había enviudado dos veces y costeado la universidad de sus tres hijos. El día en que cumplió sesenta y cinco años, quiso jubilarse. Pero no dio resultado. El teléfono seguía sonando. «Llamad a McVey, sabe todo lo que hay que saber sobre las agresiones a putas.» «Hablad con McVey, no tiene nada que ver con esto pero podría venir a echar un vistazo.» «No lo sé, llamad a McVey.»

Finalmente, se trasladó a vivir a la casita de pesca que había mandado levantar en la montaña a orillas del lago Big Bear y pidió que retiraran la línea de teléfono. Pero apenas había tenido tiempo para ordenar sus cosas e instalar la televisión por cable cuando sus viejos amigos del Cuerpo comenzaron a subir a pescar. Y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a preguntar las mismas cosas que preguntaban antes por teléfono. Finalmente, se dio por vencido, cerró la cabaña y volvió a trabajar a jornada completa.

Volvió a su vieja mesa de trabajo llena de muescas, a la misma silla con ruedecillas que rechinaban, asignado al departamento de Robos y Homicidios. No había pasado aún dos semanas cuando entró Bill Woodward, inspector jefe, y le preguntó si le gustaría viajar a Europa con gastos pagados. Cualquiera de los otros seis inspectores de la sección se habría abalanzado a preparar su maleta Samsonite. McVey se limitó a encogerse de hombros y preguntó por qué y durante cuánto tiempo. No le entusiasmaba la idea de viajar, y cuando lo hacía, le gustaba ir a lugares cálidos. Eran los primeros días de septiembre. En Europa empezaba a hacer frío, y a él no le gustaba el frío.

– Supongo que «durante cuánto tiempo» depende de ti. El «porqué» es porque Interpol tiene siete cadáveres decapitados y no saben qué hacer. -Woodward le plantó una carpeta a McVey bajo las narices y desapareció.

McVey lo vio alejarse, miró a los demás inspectores en la sala, cogió una taza de café frío y abrió el expediente. En el ángulo superior derecho había una marca negra, que en el lenguaje de Interpol indicaba un cadáver no identificado y la solicitud de toda la ayuda posible. La marca era antigua. A esas alturas, los cuerpos ya habían sido identificados.

De los siete cuerpos, dos habían sido hallados en Inglaterra, dos en Francia, uno en Bélgica, otro en Suiza y el último había sido arrastrado por la marea cerca del puerto de Kiel, en Alemania occidental. Todos eran hombres y las edades fluctuaban entre los veinte y los cincuenta y tres años. Todos eran blancos y todos, al parecer, habían sido drogados con algún tipo de barbitúrico. A todos les habían cortado la cabeza con técnicas quirúrgicas exactamente en el mismo punto de su anatomía.

Los asesinatos habían sido cometidos entre febrero y agosto, y parecían haberse producido totalmente al azar.

Sin embargo, eran demasiado similares para parecer coincidencia. Pero eso era el único factor en común, porque el resto de los elementos no eran en absoluto similares. Ninguna de las víctimas estaba relacionada entre sí ni parecía conocerse. Ninguno tenía ficha criminal, y ninguno había llevado una existencia violenta. Y todos provenían de diferentes estratos sociales.

Lo que planteaba mayores dificultades eran las estadísticas. Más del cincuenta por ciento de las veces que se encuentra una víctima de asesinato, con o sin cabeza, el asesino es capturado. En estos siete casos no se había descubierto ni un solo sospechoso. En total, los especialistas de la policía de cinco países, incluyendo la unidad especial de investigación de Homicidios de Scotland Yard e Interpol, la organización internacional de policía, no habían logrado nada, lo cual era una fiesta para la prensa sensacionalista. Al final, el Cuerpo de Policía de Los Ángeles había recibido una llamada solicitando a uno de los mejores expertos en aquel singular mundo de la investigación de homicidios.

McVey había empezado por viajar a París, donde conoció al Inspector teniente Alex Lebrun, de la Prefectura Central de Policía de París, un tipo listo y simpático con una gran sonrisa y un cigarrillo sempiterno en la boca. A su vez, Lebrun le había presentado al comandante Noble, de Scotland Yard, y al capitán Yves Cadoux, responsable de la misión. Los cuatro hombres examinaron juntos el escenario de los crímenes en Francia. El primero estaba situado en Lyón, a dos horas al sur de París en TGV, el tren bala, y, paradójicamente, a un kilómetro del cuartel de Interpol. El segundo lugar era la estación de esquí de Chamonix, en los Alpes. Después, Cadoux y Noble acompañaron a McVey a una pequeña fábrica en las afueras de Ostende, en Bélgica; a un hotel de lujo a orillas del lago Ginebra en Lausana, en Suiza; a una pequeña ensenada rocosa a veinte minutos en coche al norte de Kiel en Alemania. Finalmente viajaron a Inglaterra. Primero a un pequeño piso frente a la catedral de Salisbury, a ciento veinte kilómetros al sudeste de Londres; luego a Londres ciudad, en una casa situada en una plaza en el exclusivista barrio de Kensington.

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