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Pero ¿dónde? Jungfraujock era pequeño. La cirugía, especialmente de características tan delicadas, requería mucho espacio. Salas de equipos, pre y postoperatorias, unidad de tratamiento intensivo y salas para el personal. ¿Cómo podía habilitarse todo eso en este lugar?

El único lugar fuera de límites, le había dicho Connie, era la estación meteorológica. A unos quince metros de allí, una joven guía suiza observaba mientras un adolescente se sacaba una foto en el túnel de hielo. Osborn se dirigió a ella y le preguntó cómo podía llegar a la estación meteorológica. Ella le dijo que quedaba más arriba, cerca del restaurante y la terraza exterior. Pero ahora estaba cerrada debido a un incendio.

– ¿Un incendio?

– Sí, señor.

– ¿Cuándo sucedió?

– Anoche, señor.

– La noche anterior, como Charlottenburg.

– Gracias -concluyó Osborn, y se alejó. A menos que se tratara de una portentosa coincidencia, había sucedido lo mismo en los dos sitios. Cualquiera que fuese la naturaleza de lo que se había destruido en Charlottenburg, también se había destruido aquí. Pero Von Holden no lo sabría, o no habría venido, a no ser que tuviera la intención de encontrarse con alguien. De pronto, algo lo hizo levantar la mirada. Vera y Von Holden estaban al final del pasillo, bañados por la luz azulada del hielo. Ambos lo miraron durante medio segundo, giraron bruscamente por un pasillo y desaparecieron.

Osborn se sentía como si el corazón quisiera reventarle las orejas. Recuperó la compostura y se acercó a la joven guía.

– Allá abajo -dijo, señalando hacia donde acababa de verlos-. ¿A dónde lleva?

– Fuera, a la escuela de esquí y a los trineos de perros. Pero, desde luego, hoy están cerrados.

– Gracias -respondió Osborn con un hilo de voz. Los pies le pesaban como dos rocas, como si se hubieran congelado al contacto con el hielo del suelo. Se llevó la mano al cinturón y cogió la pistola. Las paredes del túnel brillaban como el azul cobalto y Osborn podía ver el vaho de su propio aliento. Avanzó cautelosamente, afirmándose en la barandilla hasta llegar a la curva del túnel donde Von Holden y Vera habían desaparecido.

La zona del túnel estaba vacía. Una señal de la escuela de esquí indicaba una puerta al final del pasillo. Una segunda señal apuntaba a la zona de los trineos de perros.

«Conque queréis que os siga, ¿eh?», pensó Osborn con la imaginación desbocada. Ésa era la idea. Cruzar la puerta. Afuera. Lejos de la gente. «Tienes que salir y, si lo haces, él te liquidará. No volverás aquí, porque Von Holden tirará lo que quede de ti por un precipicio. No te encontrarán hasta la primavera. No te encontrarán nunca.»

– ¿Qué hace? ¿Adonde me lleva?

Vera y Von Holden habían entrado a una pequeña y claustrofóbica sala de hielo en un pasillo lateral del túnel principal. Von Holden la sostenía por el brazo mientras caminaban y la detuvo en seco al ver a Osborn. Esperó a que Vera estuviese a punto de llamarlo en voz alta y la hizo volverse y alejarse a toda prisa para conducirla primero a un pasillo y luego a la sala.

– El incendio fue provocado. Están aquí y quieren tendernos una encerrona. A usted y a mis documentos.

– Paul…

– Él también debe de ser uno de ellos.

– No. ¡No puede ser! De alguna manera logró escapar.

– ¿Eso cree?

– Tiene que haber escapado… -Vera no pudo terminar. Entonces le cruzó por la mente la imagen de los hombres que se hacían pasar por policías en Frankfurt, antes de que Von Holden les disparara. «¿Dónde está la agente? ¿La mujer policía que ha de ir con ustedes?», habían inquirido.

– No está -había dicho Von Holden-. No hubo tiempo.

No era una cuestión de fugitivos lo que les preocupaba, ¡sino una cuestión de procedimientos! ¡Un inspector no podía viajar solo con una detenida en un compartimiento cerrado sin la compañía de otra mujer!

– Tenemos que saber qué ha pasado con Osborn. De otro modo, no saldremos vivos de aquí -comentó Von Holden, y el vaho de su aliento quedó suspendido en el aire. Sonrió gentilmente al acercársele. Llevaba la bolsa de nailon colgando del hombro izquierdo y la mano derecha en la cintura. Su aspecto era tranquilo, relajado, el mismo del que había hecho gala al enfrentarse a la policía. El mismo aire de Avril Rocard al abatir a los agentes franceses en la granja de las afueras de Nancy. En ese momento, Vera entendió aquello que la había turbado al salir de Interlaken, algo que no había comprendido, aunque siempre se había hecho presente. Sí, Von Holden daba las respuestas correctas, pero por motivos diferentes. Los hombres del tren eran policías. No eran ellos los asesinos nazis, sino Von Holden.

Capítulo 146

Osborn volvió rápidamente por donde había venido. Ahora veía a los americanos del tren entrando en el ascensor al otro lado del Palacio del Hielo. Aceleró la marcha y logró introducirse cuando la puerta se cerraba. Osborn la paró con la mano y se hizo un hueco entre ellos.

– Perdón… -dijo sonriendo.

Se cerraron las puertas y el ascensor subió. ¿Qué hacer ahora? Osborn sentía la sangre latiéndole con fuerza en la carótida y el bum, bum, bum golpeaba en su interior como un martillo neumático. El ascensor se detuvo repentinamente y las puertas se abrieron dejando ver un amplio restaurante autoservicio. Osborn tuvo que salir primero. Luego se detuvo para quedarse en medio del grupo. Fuera estaba casi a oscuras. A través de los ventanales divisaba las cumbres en la cara opuesta del glaciar de Aletsch. Más allá, en la débil luz del crepúsculo, vio que se avecinaban nubes de tormenta.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Connie, que caminaba a su lado. Osborn la miró y tuvo un sobresalto cuando una ráfaga de viento hizo temblar los vidrios de los ventanales.

– ¿Qué voy a hacer…? -murmuró Osborn. Barrió rápidamente la sala con la mirada mientras seguían al grupo hacia la cola del autoservicio-. Pues… creo que… tomaré una taza de café.

– ¿Qué te pasa?

– Nada. ¿Por qué habría de pasarme algo?

– ¿Estás metido en un lío? ¿Te busca la policía?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– Entonces, ¿por qué estás tan nervioso? Estás más nervioso que un potrillo recién parido.

Habían llegado al mostrador de la comida. Osborn volvió a mirar la sala. Algunos de los americanos ya se habían sentado en dos mesas próximas. La familia que había visto en la tienda de souvenirs se había sentado a otra mesa. El padre señaló al hijo en dirección a los lavabos y el chico se dirigió allá. Había dos jóvenes sentados a una mesa cerca de la puerta, fumando y conversando animadamente.

– Siéntate conmigo y bébete esto. -Ya habían pagado y Connie lo llevó a una mesa lejos de los americanos del tren.

– ¿Qué es? -preguntó Osborn mirando el vaso que Connie había dejado sobre la mesa.

– Café con coñac. Ahora, sé un chico bueno y tómatelo todo.

Osborn la miró, cogió la copa y bebió. «¿Qué hacer?», pensó. «Estarán aquí, dentro del edificio o fuera. Yo no los seguí. De modo que ellos me seguirán a mí.»

– ¿Es usted el doctor Osborn?

Osborn levantó la mirada. El chico de la cazadora de los Chicago Bulls estaba frente a él.

– Sí.

– Un hombre me dijo que lo esperaba fuera.

– ¿Quién espera? -preguntó Connie, y frunció sus cejas teñidas.

– Junto a la pista de los trineos.

– Clifford, ¿qué haces? Creía que ibas a los lavabos -intervino el padre cogiéndolo de la mano-. Disculpe -dijo a Osborn-. ¿Qué haces molestando a la gente, eh? -le recriminó al hijo cuando se alejaban.

Osborn pensaba en su padre tirado en la acera, sintió aquel terror elemental que se le pintaba en los ojos. Estaba horrorizado. Levantando la mano, agarrando a su hijo para que lo ayudara a morir. De pronto se levantó. Sin mirar a Connie, abandonó la mesa y se dirigió a la puerta.

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