Poco después de las siete de la mañana del jueves, llamó Noble. Osborn se había registrado en el Connaught el sábado por la tarde y se había marchado el lunes por la mañana. Había firmado con el nombre de Paul Osborn, Dr., de Los Ángeles y había subido solo a su habitación. Un rato después, se había reunido con él una mujer.
– ¡Qué dice usted! -exclamó Osborn, intentando disimular su asombro con la irritación.
– Usted no estaba solo -dijo McVey, sin darle la oportunidad de negarlo por segunda vez-. Mujer joven, pelo oscuro, veinticinco, veintiséis años. Se llama Vera Monneray, y tuvo relaciones sexuales con ella en el taxi que los llevó desde Leicester Square hasta el hotel Connaught el sábado por la noche.
– ¡Dios mío! -Osborn estaba fuera de sí. Cómo I trabajaba la policía, qué cosas sabían y cómo lo sabían, F era algo verdaderamente insospechable. Al final, asintió.
– ¿Fue por ella por lo que vino a París?
– Sí.
– Supongo que habrá estado enferma todo el tiempo que lo estuvo usted.
– Sí, estuvo enferma…
– ¿La conoce desde hace tiempo?
– La conocí en Ginebra a finales de la semana pasada. Vino conmigo a Londres. Luego volvió a París. Es residente en un hospital de París.
– ¿Residente?
– Es médica. Será médica pronto.
¿Médica? McVey miró a Osborn. Es asombroso lo que se puede encontrar cuando uno escarba un poco. A él le importaban un comino los «límites» que fijaba Lebrun.
– ¿Por qué no habló de ella?
– Ya le dije que era algo personal.
– Doctor, ella es su coartada. Sólo ella puede confirmar qué hizo usted los días que estuvo en Londres…
– No quiero comprometerla en esto.
– ¿Por qué?
Osborn sintió que se le volvía a calentar la sangre. McVey comenzaba a invadir un terreno personal con sus acusaciones, y la verdad es que a Osborn no le agradaba aquella intromisión en su vida privada.
– Mire, usted dijo que no tenía ninguna autoridad aquí. ¡No tengo por qué estar hablando con usted, en primer lugar!
– No, no tiene por qué. Pero creo que tal vez quisiera hacerlo -dijo McVey, afable-. La policía tiene su pasaporte. Pueden acusarlo de agresión con agravantes, si quieren. Yo sólo les estoy haciendo un favor. Si llegaran a pensar que usted no se ha portado bien conmigo, tal vez se lo pensarían dos veces antes de dejarlo ir. Sobre todo ahora que su nombre ha aparecido en el contexto de una investigación por asesinato.
– ¡Ya le dije que yo no tuve nada que ver con eso!
– Tal vez no -consintió McVey-. Pero podría pasarse un tiempo en una prisión francesa hasta que ellos estuvieran de acuerdo con usted.
De pronto, Osborn se sintió como si acabasen de sacarlo de la máquina de lavar la ropa y estuviesen a punto de lanzarlo a la secadora. No le quedaba más que ceder.
– Puede que si me dijera usted qué es lo que quiere saber, pudiera ayudarle.
– Asesinaron a un hombre en Londres el fin de semana que usted estuvo allí. Necesito que se confirme qué estaba haciendo usted y a qué hora. Y la señorita Monneray parece ser la única que puede hacerlo. Desde luego, tiene muchas reservas para incriminarla, y resulta que con esas reservas ya la está incriminando. Si usted prefiere, puedo pedirle a la policía francesa que la recoja en su domicilio y luego conversamos todos en la Prefectura.
Hasta ese momento, Osborn había hecho todo lo posible por mantener a Vera fuera de todo aquello. Pero si McVey cumplía su amenaza, se enterarían los medios de comunicación. Si eso sucedía, todo el tinglado -su relación con Jean Packard, la estancia clandestina con Vera en Londres, hasta la historia de Vera y de la persona que estaba viendo-, todo se convertiría en comidilla de primera página. Los políticos podían hacer lo que quisieran con las vedetes y las guapetonas del día, y lo peor que podía sucederles era perder una elección o algún alto cargo. Pero su amiga estaría retratada en la portada de la prensa amarilla a disposición en todos los kioscos del mundo, probablemente en bikini. Para una mujer que estaba a punto de licenciarse en medicina era algo completamente diferente. A la gente no le agradaba la idea de que los médicos fueran tan humanos, de modo que si McVey insistía, Vera no sólo perdería su condición de residente sino que tiraría por la borda toda su carrera. Con o sin chantaje, Osborn era la única persona con que McVey había hablado de lo que sabía, y ahora le ofrecía que las cosas siguieran así.
– Es… -empezó a decir Osborn, y carraspeó-. Es… -De pronto se percató de que McVey había abierto una puerta sin proponérselo. No sólo en lo que se refería al asunto Jean Packard sino también para descubrir hasta qué punto estaba enterada la policía.
– ¿Es qué?
– La razón por la que contraté a un detective privado -dijo Osborn. Era un farol pero tenía que correr el riesgo. La policía habría revisado cada uno de los papeles en casa de Jean Packard y en su despacho. Pero él sabía que Packard no escribía nada. De modo que estarían buscando cualquier pista y no les importaba cómo conseguirla, hasta para mandar a un poli americano a darle un susto-. Ella tiene un amante. No quería que yo lo supiera. Y yo no lo habría descubierto si no la hubiera seguido hasta París. Cuando me lo dijo, me enfadé. Le pregunté quién era pero no quiso decírmelo. De modo que me propuse descubrirlo. -Con todo lo listo y duro que era McVey, si se tragaba la historia, significaba que la policía no sabía nada sobre Kanarack. Y si no sabían nada, no había razón para que Osborn no siguiera adelante con su plan.
– ¿Y Packard descubrió quién era?
– Sí.
– ¿Me lo quiere decir?
Osborn esperó el tiempo suficiente para que McVey sintiera que no le era nada fácil hablar de ello.
– Se está follando al Primer Ministro de Francia -dijo, en voz baja.
McVey lo miró fijo un instante. Era la respuesta correcta, la que él buscaba. Si Osborn estaba escondiendo algo, McVey no sabía qué era.
– Ya se me pasará. Estoy seguro que un día me reiré de todo esto. Pero ahora no.
La respuesta de Osborn era razonable, incluso algo sentimental.
– ¿Le parece suficientemente personal? -le preguntó.
Capítulo 24
McVey salió del hotel y cruzó la calle hasta su coche. Tenía una doble corazonada. Una era que Osborn no tenía nada que ver con el asesinato de Londres, y dos, que realmente sentía algo por Vera Monneray, independientemente de con quién estuviera acostándose.
Cerró la puerta del Opel, se colocó el cinturón y puso en marcha el motor. Encendió los limpiaparabrisas para ver en medio de una lluvia que no paraba, giró en medio de la calzada para cambiar de sentido y volvió a su hotel. Osborn no había reaccionado muy diferente a como reacciona la mayoría de la gente cuando la interroga la policía, sobre todo cuando se es inocente. La gama de reacciones solía ir desde el impacto emocional al temor, a la indignación, que la mayoría de las veces terminaba en ira, a veces con la amenaza de demandar al inspector o incluso a todo el Departamento de Policía. O terminaba en una amable conversación en la que el policía explicaba que sus preguntas no eran nada personal, que sólo tenía que hacer su trabajo. Luego pedía perdón por su intromisión y se retiraba. Y eso era lo que había hecho él.
Osborn no era su hombre. Podía pensar en Vera Monneray como una lejana posibilidad. Tenía una formación médica y, probablemente, experiencia en cirugía. Bajo esa luz, coincidía con el perfil del asesino y había estado en Londres durante el último crimen. Pero ella y Osborn tendrían entonces la coartada de lo que habían estado haciendo. Podían haber estado enfermos, como declaraba Osborn, o podían haber pasado todo el tiempo engañándose mutuamente. Si ella había salido un par de horas, y nadie en el hotel la había visto, Osborn, que se creía enamorado, la cubriría, aunque hubiese salido. Además, McVey sabía que si la buscaba en los archivos, encontraría un expediente vacío. Sobre todo, Lebrun se encontraría en una situación delicada, y podía terminar poniendo en ridículo no sólo al Cuerpo de Policía sino a toda Francia.