– ¿Alguna, idea de quién puede ser? -preguntó McVey. Remmer negó con un movimiento de cabeza.
– He aquí un pasatiempo sumamente placentero -dijo Noble con voz monótona. Abrió un archivador de fotos alfabetizado. Hasta ahora, Bad Godesburg había enviado las fotos de sesenta y tres de los cien invitados a la cena de Charlottenburg. La mayoría eran fotos Polaroid de carnés de conducir, pero otras eran copias de fotos de publicidad, de empresas o aparecidas en la prensa-. Yo me encargaré de la A a la F y ustedes se pueden disputar lo que queda del alfabeto.
– Pongámoslo en el zoom -dijo Remmer, y pulsó la tecla de retroceso y luego la de cámara lenta. Esta vez el coche entró en la propiedad lentamente y Remmer lo siguió con el zoom. Al llegar frente a la casa, el coche se detuvo y el conductor bajó.
– ¡Dios mío! -exclamó Osborn.
McVey se volvió como un resorte vivo.
– ¿Conoce a ese tipo? -preguntó mientras Remmer rebobinaba y congelaba la imagen justo en el momento en que Von Holden bajaba del coche.
– Me siguió en el parque -dijo Osborn, y desvió la mirada de la pantalla a McVey.
– ¿Qué parque? ¿De qué diablos está hablando, Osborn?
– La noche que salí. Me escapé de Schneider a propósito -contestó Osborn sonrojándose. La mentira que había contado salía a la luz pero le daba igual-. Iba cruzando el Tiergarten camino al hotel de Scholl. De pronto me di cuenta de que no sabía qué diablos estaba haciendo, que podía echarlo todo a perder. Había decidido volver cuando ese tipo… ése de ahí -dijo mirando a Von Holden en la pantalla- de pronto veo que se me acerca. Yo llevaba la pistola en el bolsillo y supongo que me asusté. La saqué y le apunté. Estaba con otro tipo que había escondido en los arbustos. Les advertí que me dejaran tranquilo. Luego corrí como un condenado.
– ¿Está seguro de que es él?
– Sí.
– Eso significa que están vigilando el hotel -apuntó Remmer.
Noble miró a Remmer.
– ¿Podríamos verlo entrar en la casa, por favor? A velocidad normal.
Remmer pulsó el «play» y se descongeló la imagen de Von Holden.
Cerró la puerta del BMW y cruzó el camino hasta llegar a unas escaleras, que subió de un salto. Llegó a la puerta, alguien le abrió y entró.
– Una vez más, por favor -dijo Noble reclinándose en su asiento. Remmer repitió la secuencia y detuvo la imagen al entrar Von Holden.
– Apuesto cien contra uno que ese tipo fue entrenado en la Spetsnaz -intervino Noble-. Sabotaje y terrorismo, formado en unidades especiales de reconocimiento del ejército de la ex Unión Soviética. Se les reconoce con un poco de experiencia. Tal vez ni siquiera son conscientes de que lo hacen, pero su entrenamiento deja una huella en su manera de andar, una especie de vaivén y balanceo que parece que caminen sobre una cuerda floja -explicó Noble, y se volvió hacia Paul Osborn-. Si es verdad que ese hombre lo siguió, tiene usted una suerte admirable de estar vivo para contárnoslo -concluyó, y miró de McVey a Remmer.
– Si Lybarger está en la casa, es posible que nuestro amigo pertenezca al equipo de seguridad e incluso puede que sea el jefe.
– Eso o está echando un vistazo antes de que llegue Scholl -dijo Remmer.
– Es posible que esté disponiendo alguna otra cosa -dijo McVey mirando fijamente la pantalla, concentrado en la imagen congelada de Von Holden.
– ¿Para tendernos una encerrona? -preguntó Noble.
– No lo sé -respondió McVey, y negó con la cabeza, incierto. Luego miró a Remmer-. Hagamos una ampliación de él también y veamos si podemos descubrir quién es. Tal vez podamos cerrar el círculo un poco más.
Se encendió una luz del teléfono que sonó junto al codo de Remmer.
– Ja -respondió él.
Eran las dos y cuarto de la tarde cuando llegaron. La policía de Berlín ya había acordonado la manzana. Los inspectores de Homicidios se apartaron para dejar que Remmer entrara en la tienda de antigüedades de Kantstrasse y se dirigiera al fondo.
Karolin Henniger estaba tendida en el suelo cubierta con una sábana. Su hijo de once años yacía a su lado también cubierto con una sábana.
Remmer se inclinó y la retiró.
– ¡Dios mío! -exclamó Osborn por lo bajo.
McVey descubrió la sábana que tapaba al niño.
– Sí -dijo, mirando a Osborn-. Dios mío…
Ambos, madre e hijo, tenían una bala alojada en el cráneo.
Capítulo 111
Una hora y media después, a las cuatro menos cinco de la tarde, Osborn se encontraba junto a la ventana de una amplia habitación en el antiguo hotel Meineke mirando la ciudad. Como sus compañeros, intentaba apartar la imagen de la horrorosa escena para que no interfiriera en el desarrollo de su misión. Tenían que concentrarse en Scholl nada más. Pero le era imposible apartar las imágenes de su mente.
¿Quién era Karolin Henniger en realidad? ¿Quién querría hacerles algo así a ella y a su hijo? Tal vez el asesino pensaba que aquella mañana había ido con el cuento a la policía. En ese caso, ¿qué sabía o podría haber delatado? También había otra pregunta, que Osborn podía leer en la mirada de McVey. Si ellos no hubieran ido a ver a Karolin Henniger, tal vez ella y su hijo aún estarían vivos. Tendría que cargar con el peso de esas muertes y lo sabía. Más muertes por su causa. Tenía que olvidarse de todo eso.
Entró al baño y se lavó las manos y la cara. Habían trasladado la operación al hotel Meineke después de descubrirse un cadáver en el cuarto de baño de una habitación en la sexta planta del ala «Casino» del Hotel Palace. La habitación gozaba de una vista casi perfecta de la 6132, situada en el edificio principal. Un equipo técnico especial vendría de Bad Codesburg para ocuparse de las huellas.
Decidieron instalarse en el Meineke porque sólo constaba de un edificio y el único medio para subir o bajar era un antiguo ascensor que servía para todas las dependencias del hotel. Un extraño e incluso un amigo, tendría muchas dificultades para burlar la vigilancia de los agentes de la BKA en la recepción o a la pareja Schneider-Littbarski apostados junto al ascensor. Aquella protección permitiría que McVey y los otros atendieran a una grave complicación que acababa de surgir.
Cadoux.
Aparecido repentinamente de la nada, Cadoux había dejado un mensaje para Noble en su despacho de Scotland Yard. Por muy extraño que pareciera, ahora se encontraba en Berlín. Insistió en que tenía problemas y dijo que era sumamente importante hablar con Noble o McVey lo más pronto posible y que volvería a llamar al cabo de una hora.
McVey no sabía qué pensar. Vio que Osborn lo observaba mientras sacaba un puñado de nueces de una bolsa de plástico.
– Ya lo sé. Demasiada grasa y demasiada sal. Me los comeré igual. -Escogió deliberadamente una nuez de Brasil, la sostuvo estudiándola y luego se la metió en la boca-. Si Cadoux dice la verdad y la Organización lo persigue, no cabe duda de que tiene problemas -se explicó masticando-. Si está mintiendo, es probable que trabaje para ellos. Y si trabaja para ellos, sabe que estamos en Berlín. Lo suyo consistirá en llevarnos a algún lugar donde nos puedan…
Llamaron a la puerta y McVey se detuvo en medio de la frase. Remmer se levantó, sacó la automática de su cartuchera y se acercó a la puerta.
– Ja…?
– Schneider.
Remmer abrió la puerta y entró Schneider seguido de una bella mujer morena de unos cuarenta años. Era más alta que Schneider y más corpulenta. La pintura de labios le acentuaba las comisuras entornadas en una sonrisa perpetua. Bajo el brazo sostenía una carpeta grande.
– Les presento a la teniente Kirsch -dijo Schneider, y explicó que formaba parte del equipo de la BKA que había trabajado en la ampliación informática de las fotos. La mujer asintió mirando a Remmer y habló en inglés.