Tres minutos después los hicieron pasar a los aposentos históricos del palacio, a las lujosas dependencias de Federico I y su mujer, Sofía Carlota. De pronto, como un entusiasmado productor teatral, Scholl dejó a Lybarger, Edward y Eric en un rincón mientras intentaba localizar a un fotógrafo para que tomara unas cuantas fotos.
Von Holden se apartó con Joanna y le pidió que consiguiera un cuarto donde pudiera descansar Lybarger hasta que lo llamaran.
– ¿Ha sucedido algo?
– No, no pasa nada. Ahora vuelvo -respondió él rápidamente. Y evitando encontrarse con Scholl, salió por una puerta lateral y se abrió camino entre el personal de servicio. Llegó hasta la zona de recepción, entró en uno de los salones e intentó comunicarse con el hotel Borggreve por radio. No había respuesta.
Apagó la radio, hizo una seña a uno de los guardias de seguridad y cruzó la gran entrada para salir, mientras los demás invitados comenzaban a llegar. Vio al pequeño y barbudo Han Dabritz bajar de una limusina y tenderle la mano a una modelo negra, treinta años más joven que él, alta y exquisitamente delgada. Von Holden caminó por la zona oscura en dirección a la calle. Al cruzar la entrada vio a Konrad y Margarete Peiper en el asiento trasero de una limusina. Más atrás, una fila cerrada de coches esperaban entrar por la puerta principal. Si Von Holden enviaba a que fueran a buscar el suyo, tardarían al menos diez minutos. Pero diez minutos para esperar un coche era demasiado. Al otro lado de la calle vio a Gertrude Biermann bajar de un taxi y cruzar con paso firme hacia él, los tobillos demasiado gruesos como para pasar desapercibidos por debajo del abrigo militar loden. Al llegar a la entrada, su aspecto normal pero enérgico creó un pequeño revuelo entre los hombres de seguridad. Ella reaccionó del mismo modo y, además de su invitación, les enseñó su carácter. Enfrente, el taxi en el que había llegado permanecía junto a la acera, esperando volver a introducirse en el tráfico. Von Holden se acercó rápidamente, abrió la puerta trasera y subió.
– ¿Adónde va? -preguntó el taxista en alemán, mirando sobre el hombro el flujo de faros que se acercaban, para luego acelerar con un chirrido de neumáticos.
Por la tarde, después de haber hecho el amor con Joanna en su habitación en la casa de Hauptstrasse, Von Holden se había quedado dormido de inmediato. Y aunque sólo habían sido unos minutos, fueron suficientes para que volviera la pesadilla. Aterrorizado, se había despertado con un grito, empapado en sudor. Cuando Joanna quiso ayudarlo, él la rechazó y prefirió darse una ducha de agua fría. El agua y la urgencia del tiempo no tardaron en reavivarlo y culpó al cansancio del asunto. Sin embargo mentía. El sueño era real. La «Vorahnung», la premonición, había vuelto. La sintió no bien cogió el teléfono de la limusina y tuvo ese estremecimiento aterrador de que no contestarían. Incluso antes de llamar, sintió que algo había fracasado inexorablemente.
– Le he preguntado adónde quería ir -insistió el taxista-. ¿O prefiere que me ponga a dar vueltas hasta que se decida?
Von Holden miró al conductor por el retrovisor. Era joven, tendría unos veintidós años. Rubio y sonriente, mascaba chicle. ¿Cómo iba a saber aquel joven que su pasajero no podía tener más que un destino?
– Al hotel Borggreve -le ordenó.
Capítulo 116
Menos de diez minutos más tarde, al entrar a Borggrevestrasse, el taxi se detuvo bruscamente. La calle estaba cerrada por barreras y coches de la policía, camiones de bomberos y ambulancias. En la distancia, Von Holden veía las llamas elevándose hacia el cielo de la noche.
Era exactamente lo que tendría que haber visto si todo hubiera resultado como lo habían planeado. Pero al no poder entrar en contacto con el grupo de la operación, era imposible tener ninguna certeza sobre lo que había sucedido.
De pronto, a Von Holden le comenzó a palpitar aceleradamente el corazón y sintió que lo bañaba un sudor húmedo. El pulso se le agitó aún más, como si le estuvieran apretando un nudo en el pecho. Aterrado, se debatió para respirar y apartó las manos a los lados pensando que se desmayaba y se desplomaría. En algún momento creyó oír al taxista preguntándole adónde querría ir entonces porque la policía estaba evacuando la zona.
Von Holden se llevó las manos al cuello y hurgó nerviosamente en el nudo de la corbata.
Finalmente logró sacársela y respiró agitadamente en busca de aire.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el chofer volviéndose hacia él y mirándolo por encima del hombro.
En ese momento, un vehículo de urgencia se detuvo a su lado y los destellos de las luces le hirieron los nervios ópticos como navajazos. Von Holden dejó escapar un grito y se desvió a un lado buscando la oscuridad.
De pronto sintió que se avecinaban.
Eran las monstruosas franjas verdes y rojas entrelazadas que ondulaban de arriba abajo en un ritmo perfecto… Como pistones gigantescos y demoníacos que le horadaban el centro del ser. A Von Holden se le pusieron los ojos en blanco y la lengua se le hundió en la garganta como si quisiera estrangularlo. No había tenido nunca la pesadilla durante la vigilia y jamás había sido tan violenta.
Seguro de que moriría si no salía del taxi, se abalanzó a la puerta. La abrió de un manotazo, se arrastró sobre el asiento y logró salir a respirar el aire de la noche.
– ¡Ey! ¿Adónde va? -Gritó el taxista-. ¿Se cree que es gratis? -El joven sonriente que mascaba chicle se había convertido de repente en un capitalista feroz e indignado. Sólo entonces Von Holden se percató de que el taxista era en realidad una mujer. Llevaba el pelo bajo la gorra y una cazadora ancha de la que no se había percatado.
– ¿Conoces la Behrenstrasse? -preguntó Von Holden respirando ruidosamente.
– Sí.
– Llévame al número cuarenta y cinco.
Los faros en dirección contraria iluminaban a los hombres en el interior del coche. Schneider conducía y Remmer iba a su lado. Osborn y McVey iban sentados atrás. Éste tenía el pómulo derecho y la mayor parte del labio inferior quemado en carne viva y le habían aplicado una pomada protectora. Remmer se había chamuscado el pelo hasta el cuero cabelludo y la mano izquierda se le había roto en varios puntos al desplomarse una parte del techo con la explosión. Osborn se la vendó cuando Remmer insistió en que mientras le quedaran fuerzas para caminar, la noche aún no había terminado. Uno de los enfermeros se llevó a Noble y lo trasladaron a una ambulancia. El fuego le había afectado las dos terceras partes del cuerpo y le habían inyectado un gota a gota intravenoso. Tenía que haber estado inconsciente y al borde de la muerte. Pero había abierto los ojos y con voz ronca, a pesar de la máscara de oxígeno, había logrado hablar.
– Explosivo plástico. Somos unos estúpidos… -murmuró. Y luego la voz se le transformó y habló con fuerza, indignado-. Cójanlos. -La mirada se le volvió vidriosa-. Cójanlos y destrócenlos.
Remmer se sujetó cuando Schneider giró bruscamente en una esquina, y miró a McVey.
– No lograremos coger a Scholl por sorpresa, ya lo sabes. Los de seguridad le avisarán en cuanto lleguemos.
McVey miraba hacia otro lado y no respondió. Noble tenía razón. Habían actuado como unos estúpidos cayendo en la trampa de aquella manera. Se habían dejado llevar por la impaciencia, sometidos a la presión del tiempo, intentando dar con Cadoux antes que la Organización. Mirándolo retrospectivamente, McVey pensaba que la situación era propia para responder con un destacamento de marines y no de policías, o al menos obtener la colaboración de un comando de operaciones estratégicas de la policía de Berlín. Pero no lo habían hecho, y de los cuatro, era Noble quien había pagado el precio más alto. Las muertes de los polis alemanes también lo indignaban. Pero no había nada que hacer en ese momento. El único consuelo, si es que lo había, era que la Organización también había tenido cuatro bajas. Era de esperar que la identificación de los cuerpos abriera nuevas puertas.