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Capítulo 144

– Un incendio en la estación meteorológica, señor. Ocurrió anoche -dijo el empleado del ferrocarril-. No hay heridos, pero la estación ha quedado totalmente destruida.

Von Holden había preguntado sobre el montón de escombros calcinados que yacían recogidos a un lado del túnel.

¡Un incendio! ¡La noche anterior! Como en Charlottenburg, lo mismo que en das Garten. Von Holden se había vuelto más aprensivo a medida que se acercaban a la estación de Jungfraujock y tenía miedo de que los ataques recrudecieran. Ahora la fuente principal de sus preocupaciones no era Osborn sino Vera. Durante la última etapa del viaje había permanecido callada, distante, y Von Holden intuía que se daba cuenta de lo que sucedía y que intentaría hacer algo. Había neutralizado rápidamente su estado de ánimo bajando con ella del tren y llevándola al ascensor nada más llegar a la estación. Estaban a tres o cuatro minutos de la estación meteorológica. Una vez allí, todo estaría bajo control, porque al cabo de poco, Vera estaría muerta. Pero entonces Von Holden había visto los escombros y le habían informado del incendio. La destrucción de la estación meteorológica era una circunstancia que no había considerado.

– ¿Allí está Paul, allá arriba?

– Sí -afirmó Von Holden. Habían salido a la penumbra del crepúsculo y subieron una larga escalera hasta llegar a la carcasa de lo que había sido la estación meteorológica. Más abajo quedaba la masa de hormigón y acero iluminada del restaurante y el Palacio del Hielo. A su derecha, cayendo hacia el vacío, se extendía el glaciar de quince kilómetros de largo, un mar de hielo y nieve retorcido que se sumía ahora en la oscuridad. Cuatrocientos metros más arriba se alzaba la cima del Jungfrau, teñida de rojo como la sangre del crepúsculo.

– ¿Por qué no hay equipos de rescate? ¿Ni bomberos? ¿Por qué no hay maquinaria pesada? -preguntaba Vera irritada, con miedo, incrédula, y a Von Holden le parecía bien. Demostraba que, a pesar de otras cosas en las que estuviera pensando Vera, su preocupación principal seguía siendo Osborn. Eso le mantendría la guardia baja si no accedían al pasaje interior y tenían que volver afuera.

– No hay ningún equipo de rescate porque nadie sabe que están aquí. La estación meteorológica es automática. Nadie entra en las instalaciones excepto un técnico de vez en cuando. Nuestros niveles se encuentran en el subsuelo y los generadores de emergencia los cierran todos automáticamente en caso de incendio.

Alcanzaron la cima. Von Holden arrancó una pesada plancha de madera que cubría la entrada y cruzaron un umbral de troncos calcinados. Estaba oscuro y había un denso olor de humo y acero fundido. El incendio había sido sumamente violento, mucho más de lo que habría provocado un incendio accidental. Lo confirmaba una puerta de acero fundida en la parte posterior de un armario de instrumentos. Von Holden cogió una barra de acero del equipo de demolición e intentó abrirla, pero le fue imposible.

– Salettl, cabrón -murmuró por lo bajo, y lanzó la barra a un lado. No había necesidad de abrirla porque ya sabía lo que encontraría en el interior. El túnel de dos metros de alto, construido con titanio y recubierto de cerámica, sería una masa impenetrable.

– Vamos -dijo-, hay otra entrada. -Si los niveles inferiores habían sido sellados como era debido, no habría problema.

Von Holden salió primero y dejó pasar a Vera para bajar las escaleras. Vio los últimos rayos de sol que le acariciaban el pelo, dándole un suave tinte vermellón. Por un instante, Von Holden pensó qué sería de él si fuera un hombre normal. Pensó en Joanna y en la verdad de lo que le había dicho en Berlín, que no sabía si era capaz de amar, y ella había respondido: «Sí que puedes…» La idea estaba fuera de lugar y le hizo pensar que, aunque Joanna fuera una mujer sencilla y corriente, en el fondo de su corazón era realmente bella, tal vez la mujer más bella que había conocido. Se asombró al pensar que Joanna tenía razón, que era capaz de amar y que el amor que tenía le pertenecía a ella.

Luego desvió la mirada y vio un gran reloj encastrado en la roca al final de la escalera, con el minutero recto hacia arriba. Eran exactamente las cinco. En ese momento, los altavoces avisaron de la llegada de un tren. Von Holden salió de su desvarío en un segundo. Ahora tenía otro objeto de concentración. Osborn.

Capítulo 145

Osborn se apartó de la puerta y dejó bajar a los demás pasajeros. Sin darse cuenta, se limpió el sudor del labio superior con la mano. Estaba temblando pero no se percataba de ello.

– Que tengas suerte, cariño -dijo Connie tocándole el brazo al bajar. Luego desapareció junto al resto de los americanos hacia un ascensor al otro lado de las vías. Osborn miró a su alrededor. El coche estaba vacío y él estaba solo. Sacó la pistola y abrió el cargador. Mc-Vey lo había llenado con las seis balas.

Cerró el cargador y volvió a metérsela bajo el cinturón. Respiró hondo y bajó rápidamente del tren. Sintió inmediatamente el frío, el frío de montaña que se siente en las excursiones de esquí, cuando uno baja de una cabina templada y sale al aire de los galpones semicubiertos donde se detienen las cabinas. Le sorprendió ver un segundo tren en la estación y pensó que si el último salía a las seis, el otro sería para trasladar a los empleados después del cierre.

Cruzó la plataforma y se unió a un grupo de turistas ingleses, en el mismo ascensor que los americanos. El ascensor subió una planta y la puerta se abrió sobre una gran sala con cafetería y tienda de souvenirs.

Los ingleses salieron y Osborn con ellos. Se retrasó y se detuvo en la tienda y miró distraídamente una muestra de camisetas del Jungfraujock, postales dulces, mientras observaba disimuladamente los rostros de, la gente que abarrotaba la cafetería. Se acercó un niño regordete de unos diez años, acompañado de sus padres. Eran americanos y padre e hijo llevaban cazadoras idénticas de los Chicago Bulls. Osborn jamás se había sentido tan solo como en ese momento. No sabía bien por qué y pensó que se había distanciado tanto del mundo que si llegaba a morir a manos de

Von Holden o incluso de Vera, el hecho pasaría desapercibido y a nadie le importaría que hubiese existido. La imagen del hijo con su padre magnificaba el dolor y la amargura por lo que le habían quitado. También se trataba de algo a lo que nunca se había atado en toda su vida, una familia propia.

Osborn tuvo que arrancarse a las profundidades de sus propias emociones y volvió a escudriñar la sala. Si Von Holden y Vera estaban allí, no los veía. Salió de la tienda de souvenirs y se dirigió al ascensor. La puerta se abrió y salió una pareja de ancianos. Después de echar un vistazo más a la sala, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta siguiente. Se cerró la puerta y el ascensor comenzó a subir. Al cabo de varios segundos, la puerta volvió a abrirse y Osborn se encontró ante un océano de hielo azul. Era el Palacio del Hielo, un túnel semicircular cortado en el hielo del glaciar y lleno de cuevas con esculturas de hielo. Más adelante divisó a los americanos del tren, Connie entre ellos, caminando fascinados entre las esculturas de animales, seres humanos, un coche de tamaño natural y una barra con taburetes, mesas y un viejo barril de whisky.

Osborn vaciló, salió del ascensor y caminó por el túnel, mezclándose entre la gente e intentando parecer un turista cualquiera. Escrutando las caras que encontraba a su paso, pensó que tal vez había cometido un error al no permanecer con los americanos del tren. Estiró la mano y tocó delicadamente la superficie de la pared como si pensara que no fuese hielo y sí una sustancia artificial. Pero era hielo, al igual que el techo y el suelo. El entorno le reforzó la idea de que aquel lugar guardaba una conexión con la cirugía experimental bajo condiciones de frío extremo.

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