Remmer insistía en lo suyo.
– No sólo le informarán a Scholl sobre nosotros, sino que además no nos dejarán entrar. Nuestra orden de arresto sólo concierne a Scholl y ellos dirán que no incluye el recinto. No podemos ejecutar la orden de arresto si no llegamos hasta él.
– Diles que si intentan obstaculizarnos -dijo McVey, levantando la mirada-, le diremos al jefe de Bomberos que cierre el edificio. Si no da resultado, usa tu imaginación. Tú eres poli, ellos sólo son de seguridad. -Se volvió bruscamente a Osborn y se inclinó hacia él. Las quemaduras del rostro eran graves y dolorosas, pero en los ojos tenía un brillo vivaz e intenso. Hablaba rápidamente y con determinación-. Puede que Scholl lo niegue o que no le dé importancia, pero sabrá quién es usted y sabrá que toda la historia empezó con el asunto de Albert Merriman en París. Supondrá que Merriman le habló a usted de él, y usted a mí. Lo que no sabrá o al menos no creo que sepa, es hasta dónde alcanzan nuestros conocimientos. Aunque su gente de seguridad lo ponga sobre alerta, se sorprenderá al vernos, porque nos cree muertos. También es lo bastante arrogante como para mostrarse molesto porque le estamos interrumpiendo la fiesta. Y yo cuento con eso. Por razones que no conocemos cabalmente, éste es un asunto muy importante para él y por eso intentará deshacerse de nosotros lo más rápido posible para volver a ocuparse de los invitados. Pero no lo dejaremos. Eso lo irritará aún más. Y luego, cuando hablemos cara a cara, se enfurecerá todavía más.
Osborn lo miró con expresión de duda.
– No le entiendo.
– Le diremos todo lo que sabemos sobre el asesinato de su padre, y el bisturí de su invención, y sobre los trabajos y los asesinatos de quienes murieron el mismo año que su padre. Le diremos unas cuantas cosas que no sabemos con certeza, aunque actuaremos como si así fuera. Tendremos que presionarlo lo suficiente para que se quiebre en algún punto. Apretarle tan fuerte que al final lo suelte todo y confiese haber contratado a un asesino. -McVey le lanzó una mirada a Remmer-. ¿Cuántas unidades de apoyo has pedido?
– Seis. Y hay otras seis más esperando instrucciones nuestras. Y tenemos un contingente uniformado si se da un motivo para una detención masiva.
– McVey -dijo Osborn-, cuando dice usted que le diremos incluso lo que no sabemos, ¿qué quiere decir?
– Supongamos que le decimos a Herr Scholl que hemos buscado por cielo y tierra los antecedentes de su invitado de honor, Herr Lybarger, y que no hemos encontrado nada. Que tenemos curiosidad por conocerlo. El se negará por varias razones. Y entonces nosotros diremos, bueno, si no nos facilita los antecedentes, tendremos que suponer que no hemos encontrado nada porque el tipo ya ha muerto hace tiempo.
– ¿Muerto? -preguntó Remmer desde delante.
– Sí. Muerto.
– ¿Entonces quién está suplantando a Lybarger y por qué?
– Yo no he dicho que no fuera Lybarger. Sólo digo que la razón por la que no sabemos nada de él es que está muerto. Al menos, en su mayor parte…
Osborn sintió un escalofrío en la columna.
– ¿Quiere decir que cree que es el resultado de un experimento con éxito? ¿Que se trata de la cabeza de Lybarger unida al cuerpo de otra persona, operado con técnicas de cirugía atómica en temperaturas de cero absoluto?
– No sé si lo creo, pero es una buena teoría, ¿no les parece? Aunque hubiera mentido, Cadoux nos aclaró la conexión cuando dijo que tenía información sobre la relación entre Scholl y Lybarger, y éste último con los cuerpos decapitados. ¿Por qué, si no, todo el misterio que rodea el infarto de Lybarger y su aislamiento con el doctor Salettl en Carmel y su larga recuperación en Nuevo México? Richman, el micropatólogo, dijo que si la operación se llevara a cabo tendría suturas invisibles, indetectables, como un injerto en un árbol. Ni siquiera su fisioterapeuta americana lo sabría. No tendría ni la más mínima idea, aunque desplegara toda la imaginación del mundo.
– McVey, creo que has visto demasiadas películas -dijo Remmer, encendiendo un cigarrillo y sosteniéndolo entre los dedos vendados-. ¿Por qué no le vendes el guión a un productor de cine?
– Me juego lo que quieras que eso es lo que dirá Scholl, pero de todos modos creo que deberíamos intentar probarlo o verificar que no es verdad.
– ¿Cómo?
– Con las huellas dactilares de Lybarger.
Remmer lo miraba fijo.
– McVey, eso no es una teoría. De manera que así lo crees.
– No lo considero imposible, Manfred. Ya soy demasiado viejo. Puedo creer cualquier cosa.
– En caso de que consigamos las huellas dactilares de Lybarger, lo cual no será nada fácil, ¿de qué nos servira? Si tu teoría de Frankenstein funciona y su cuerpo, desde los hombros hasta abajo, está enterrado quién sabe dónde, no tendríamos nada con qué compararlo.
– Manfred, si decidieras unir tu cabeza a otro cuerpo, ¿no elegirías un cuerpo mucho más joven?
– Este lado oscuro tuyo no lo conocía -dijo Remmer sonriendo.
– Piensa que no se trata de algo raro, sino de lo más común del mundo.
– Bueno… si yo… Sí, claro, un cuerpo más joven. Con mi experiencia, imagínate a todas las jovencitas guapas que me ligaría -dijo Remmer sin dejar de sonreír.
– Bueno, ahora permíteme que te diga que tenemos la cabeza congelada de un hombre de poco más de veinte años en una morgue de Londres. Se llama Timothy Ashford y es de Clapham South. En una ocasión se lió a hostias con unos polis de Londres, de modo que la policía tiene las huellas dactilares en sus archivos.
A Remmer se le borró la sonrisa de los labios.
– ¿Crees que las huellas de este Timothy Ashford podrían coincidir con las de Lybarger?
McVey se llevó una mano al rostro y se palpó la pomada que le cubría las quemaduras. Hizo una mueca de dolor y al retirar la mano vio una mezcla oscura de piel chamuscada y crema antiséptica.
– Esta organización se ha tomado mucho trabajo para que nadie se entere de lo que está sucediendo y ha muerto mucha gente a causa de ello. Sí, es una suposición, Manfred. Pero Scholl no lo sabrá, ¿no crees?
Capítulo 117
Un número incalculable de obras de pintores románticos alemanes como Runge, Overbeck y Caspar David Friedrich cubrían las paredes de la galería de arte romántico de Charlottenburg. En sus melancólicos paisajes, los seres humanos aparecían retratados como insignificantes criaturas en contraste con el esplendor aplastante de la naturaleza.
Un cuarteto de cuerdas y un pianista se alternaban tocando sonatas y conciertos de Beethoven, proporcionando así tono y marcos apropiados a la reunión de las grandes figuras en homenaje a Elton Lybarger. Los grupos se entremezclaban y se discutía de política, de economía y del futuro de Alemania, mientras los camareros, vestidos de gala para la ocasión, se deslizaban entre ellos con suculentas bandejas de bebidas y canapés.
Salettl estaba solo, cerca de la entrada de la galería, testigo del torbellino humano. Por lo que observaba, casi todos habían respondido a la invitación y sonrió ante la constatación del resultado. Cruzó el salón y vio a Uta Baur junto a Konrad Peiper. Scholl reunido con Hilmar Granel, magnate de la prensa alemana, y Margarete Peiper escuchaba a su abogado americano, Louis Goetz, dictando cátedra en inglés. Cuatro palabras que Goetz dejó caer en pocos segundos desvelaban el contenido de su discurso. Hollywood. Productoras. Judíos.
Luego entró Gustav Dortmund con su esposa, una mujer de semblante serio y pelo canoso en un vestido largo de color verde oscuro cuya sencillez venía compensada por un despliegue deslumbrante de diamantes.
Scholl se dirigió casi inmediatamente junto a Dortmund y los dos se apartaron para conversar.