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Al acercarse, Vera vio que era un Peugeot negro y que en el techo llevaba los faros azules de la policía. A medio camino, vio que el agente Montand avanzaba con las manos alzadas para detener el coche. Montand se acercó a la ventana del conductor. Un segundo después habló por radio, esperó una respuesta, asintió con la cabeza y el coche continuó.

Al acercarse a la casa, Alain Cotrell salió a recibirlo y al igual que Montand, hizo señas al conductor para que se detuviera. Jean Claude Dumas se acercó por detrás deslizándose la carabina del hombro.

– Oui, madame -dijo Alain cuando se abrió la ventanilla del coche y una mujer muy atractiva de pelo negro miró hacia fuera.

– Soy Avril Rocard -se presentó la mujer en francés, y sacó una credencial-. De la Prefectura Central de París. Estoy aquí para llevar a París a la señorita Monneray a petición del inspector McVey. Ella sabe de quién se trata -dijo, y sacó una orden escrita con los membretes oficiales del gobierno-. Orden del capitán Cadoux, de Interpol. Por mandato del Primer Ministro, François Christian.

El agente Cotrell cogió la hoja, la miró y la devolvió. En ese momento, Jean Claude Dumas se dirigió al otro lado del coche y miró hacia dentro. Con excepción de la mujer, estaba vacío.

– Un momento -dijo Cotrell. Dio un paso atrás y sacó su propia radio del bolsillo de la chaqueta y se apartó. Dumas volvió al lado del conductor.

Avril miró por el retrovisor y vio al agente Montand a su espalda, unos treinta metros más abajo en el camino. Toda la actitud de su cuerpo había cambiado y Avril observó que metía la mano en la chaqueta.

– ¿No le importa que abra el bolso para coger un cigarrillo? -dijo Avril mirando a Dumas.

– No -dijo Dumas, y vio que Avril metía la mano derecha en la cartera. Fue la mano izquierda la que le cogió por sorpresa. Se oyeron dos rápidos estallidos sordos y Dumas cayó contra Cotrell. Este perdió el equilibrio y en una fracción de segundo pudo ver la Beretta en manos de Avril. El arma se sacudió una vez y Cotrell se llevó las manos al cuello. El segundo disparo entre ceja y ceja lo mató instantáneamente.

Montand subía corriendo hacia ella mientras apuntaba el fusil Famas para disparar, entonces, ella preparó la Beretta. El primer disparo le dio en la pierna lanzándolo al suelo y arrancándole el Famas de las manos, que saltó hacia el otro lado del camino. Montand yacía en el suelo, con los dientes apretados por el dolor e intentando arrastrarse, cuando ella se acercó. Lo miró y levantó la pistola lentamente. Le dio un momento para pensar y disparó. El primer disparo bajo el ojo izquierdo y el segundo en el corazón.

Se alisó la chaqueta, se volvió y comenzó a caminar hacia la casa.

Capítulo 90

Vera lo había visto todo desde la ventana de la habitación. Cogió inmediatamente el teléfono, pero no consiguió más que el tono de marcar. No había línea ni forma de comunicarse con una operadora.

Al traerla François, ella le había pedido una pistola para protegerse en caso de que tuviera problemas. No podía tener problemas, le aseguró él. Los agentes que la protegían eran los mejor entrenados del servicio secreto. Ella le dijo que ya habían sucedido demasiadas cosas, y que esa gente tenía una capacidad extraordinaria de crear problemas. François le respondió que por eso estaba allí, a trescientos kilómetros de París, lejos de cualquier peligro y protegida por sus mejores y más leales hombres.

Y ahora los mejores y más leales hombres estaban tendidos en el camino y la mujer que los había matado estaba a punto de entrar en la casa.

Avril Rocard llegó hasta el borde del camino, cruzó el césped y llegó hasta el porche. Hasta ahora, la inteligencia de la Organización no había fallado. Eran tres los hombres que vigilaban la casa. Le habían advertido que era posible que hubiera un cuarto agente esperando dentro. También era posible que el segundo agente hubiera pedido refuerzos al hablar por radio antes de que lo matara. Suponiendo que eso hubiera sido así, tenía que deshacerse rápidamente del cuarto agente. Introdujo un cargador en la Beretta, se acercó a la puerta de entrada y la empujó suavemente. La puerta de roble cedió en parte. Dentro no se escuchaba nada. El único sonido estaba a su espalda, porque los pájaros habían comenzado a cantar nuevamente después del brusco silencio de los primeros disparos.

– Vera -llamó en voz alta-. Me llamo Avril Rocard. Soy oficial de policía. Los teléfonos no funcionan. François Christian me ha enviado a buscarte. Los hombres que te protegían eran criminales infiltrados en el servicio secreto.

Silencio.

– ¿Hay alguien contigo, Vera? ¿No puedes hablar?

Lentamente, Avril empujó la puerta hasta dejar una abertura para entrar. A su izquierda había un banquillo largo con una pared desnuda detrás. Frente a ella, más allá del marco de la puerta, estaba el salón. Luego, el pasillo quedaba en la sombra y se perdían los contornos.

– ¿Vera? -repitió.

No hubo respuesta.

Vera estaba sola a la entrada del pasillo. Pensó en salir por la puerta trasera pero se dio cuenta de que daba a una gran extensión de césped que terminaba ante una laguna. Si salía, era un blanco perfecto.

– Vera -se volvió a oír a Avril, y Vera sintió las planchas de madera crujiendo bajo sus pies.

– No temas, Vera. He venido a ayudarte. Si alguien te tiene atrapada, no te muevas, no te resistas. Quédate donde estás. Yo iré hacia ti.

Vera respiró profundamente y aguantó la respiración. Había una ventana pequeña a su derecha y miró hacia fuera esperando que alguien apareciera por el camino. El relevo de los agentes, el cartero, cualquiera.

– Vera. -La voz se había acercado. Venía en dirección a ella. Vera miró el suelo. Ella era médico y la habían entrenado para salvar vidas humanas, no para acabar con ellas. Pero no moriría allí si podía hacer algo para impedirlo. Entre las manos asía una larga cuerda arrancada de cortinas de color azul oscuro de la habitación.

– Si estás sola y te escondes, por favor sal, Vera. François espera que estés a salvo.

Vera aguzó el oído. La voz se alejaba. Podía haber entrado en el salón. Respiró más calmada. En ese momento, la pequeña ventana a su derecha estalló hecha añicos.

¡Avril estaba allí, justo a su lado! Se oyó un disparo y volaron astillas de madera por todos lados, incrustándosele a Vera en el cuello y el rostro. Luego apareció la mano de Avril por el marco de la ventana con la pistola buscando el disparo final. En un gesto ciego y desesperado, Vera se lanzó hacia delante y cogió con la cuerda mano y pistola y al mismo tiempo apretó y tiró de ella con toda su fuerza. Cogida por sorpresa, Avril fue arrancada de su sitio y se estrelló de cabeza contra los cristales rotos. Se produjo un golpe sordo cuando la Beretta cayó a los pies de Vera.

Con el rostro cortado y sangrando entre los vidrios, Avril luchó violentamente para librarse. Pero su forcejeo no hizo más que acrecentar la fuerza de Vera. Tirando de la cuerda hasta que todo el brazo de Avril estuvo dentro y el resto del cuerpo contra la parte exterior de la casa, empujó con toda su fuerza hacia atrás con las dos manos. Se produjo un crujido seco, Avril dejó escapar un grito y el hombro cedió, dislocado. Vera soltó la cuerda y Avril se deslizó lentamente hacia fuera lanzando un grito de agonía.

– ¿Quién eres? -preguntó Vera cuando se acercó a ella por la parte de afuera. Sostenía la Beretta de Avril en la mano, apuntándola directamente al cuerpo vestido de negro y de largas piernas dobladas en el suelo-. Contesta, ¿quién eres? ¿Para quién trabajas?

Avril no dijo nada. Con suma precaución, Vera dio un paso adelante. La mujer tendida en el suelo era una profesional. En los últimos cinco minutos la había visto liquidar a tres hombres y luego había intentado lo mismo con ella.

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