Se podía observar una pequeña pistola del tamaño de la palma de la mano. Del calibre 25 o 32, una Walther o una Beretta italiana o, más verosímil aún, una Mab francesa, ése sería el tipo de arma que un alto dignatario del gobierno francés le pasaría a su amiga para defenderse en una emergencia. Pero un U.S. Cok automático del calibre 45 era un arma de hombre. Grande y pesado, con un potente retroceso. Así de entrada no tenía sentido.
McVey pasó junto al fotógrafo, atareado ahora en la puerta del pasillo exterior y observó el salón. Barras acababa de preguntarle algo a Vera Monneray porque ella negaba con la cabeza. Y entonces levantó la mirada y vio que McVey la observaba. Volvió de inmediato a Barras.
Lo primero que Barras le contó a McVey al llegar fue que le habían notificado que Francois Christian había hablado con Vera pero que no vendría a verla. Era la manera que Barras tenía de explicar las cosas, de decirle a McVey que había importantes asuntos en juego y que sería mejor que se mantuviera al margen de los procedimientos sobre todo en lo que se refería a mademoiselle Monneray.
Si Lebrun estuviese ahí, puede que las cosas fueran distintas. Pero Lebrun no estaba. Había salido de la ciudad aquella tarde por asuntos personales. Nadie, incluyendo a su mujer, parecía saber para qué ni adonde había ido y había sido imposible establecer contacto con él o con el correo electrónico. Por eso habían llamado a McVey. Era evidente que lo habían hecho de mala gana porque Barras y Maitrot como parte del equipo de vigilancia habían llegado a la escena del tiroteo inmediatamente después de que éste se produjera pero habían pasado dos horas hasta que habían enviado al agente Sicot a buscarlo al hotel.
A McVey eso no le sorprendía. Sucedía lo mismo con la policía en todas partes. Poli o no, si no eras uno de los suyos, no eras de los suyos. Si querías estar enterado tenían que invitarte y eso tardaba tiempo. Así por lo general el trato era cordial pero sólo contabas con tus propios medios y a veces eras la última persona a quien llamaban.
McVey volvió por el pasillo y entró en la cocina. Se había lanzado una llamada a todas las unidades en busca de un hombre alto de un metro noventa vestido con pantalones grises y chaqueta oscura que hablaba francés pero con acento holandés o alemán. No era mucho pero era algo. Al menos, salvo que Vera Monneray se lo estuviera sacando de la manga, cosa que McVey dudaba, era la prueba de que el hombre alto existía.
Salió de la cocina por una puerta abierta que daba a la escalera de servicio. El equipo de técnicos trabajaba en la escalera y el rellano dos pisos más abajo donde una puerta de servicio daba a la calle. Observando mientras avanzaba, McVey bajó las escaleras hasta el rellano y miró por la puerta abierta. Un par de policías custodiaba la entrada.
Vera les había contado a Barras y Maitrot que había regresado a casa del hospital debido a intensos calambres menstruales. Al llegar había tomado un analgésico específico que tenía siempre en casa y se tendió a descansar. Al cabo de un rato empezó a sentirse mejor y decidió volver al trabajo. Llamó a Philippe para pedirle un taxi y cuando él le avisó que había llegado, Vera fue a buscar su cartera al pasillo y se dio cuenta de que estaba demasiado oscuro y que la luz del salón estaba apagada. Fue en ese momento cuando el hombre se abalanzó sobre ella.
Vera se libró y corrió hacia el comedor en busca del arma que Francois Christian había dejado allí para las emergencias. Se volvió, apuntó y disparó varias veces -no recordaba cuántas- al hombre alto. Éste escapó corriendo por la puerta de servicio y bajó por la escalera hasta llegar a la calle. Ella lo persiguió pensando que tal vez lo había herido y entonces Barras y Maitrot la habían encontrado junto a la puerta y con el arma en la mano. Dijo que había oído el ruido de un coche que se alejaba pero que no lo vio.
McVey salió y vio los destellos blanquiazules de los coches de policía. El equipo técnico medía las marcas de las ruedas de un coche en la calle, paralelas y casi directamente frente a la puerta por la que él había salido.
Bajó a la calle y miró en la dirección en que había salido el coche y caminó siguiendo la ruta de la fuga lejos de los destellos de los coches en medio de la oscuridad. Caminó otros quince metros y se volvió. Se agachó y estudió la calle. Era una calle de asfalto con una base de adoquines. Levantó la cabeza hasta que mantuvo el nivel de los ojos a la altura de las luces de los coches. Algo brilló en la calle, a unos cinco metros. Era una astilla de un espejo retrovisor del tipo que llevan los coches.
Se lo deslizó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta y caminó hacia las luces hasta encontrarse exactamente frente a la puerta de servicio y luego miró por encima del hombro. Al otro lado de la calle, las ventanas de otros apartamentos estaban encendidas y se divisaba las siluetas de los inquilinos que miraban la calle.
Manteniendo la misma línea en relación con la puerta cruzó hacia el edificio al otro lado de la calle. La única iluminación aquí era la de las farolas de la calzada, a unos doce pasos. McVey pasó junto a una verja de metal con puntas recién pintadas hasta llegar al edificio. Examinó la superficie de ladrillo y piedra bajo la luz tenue. Buscaba una astilladura reciente en la piedra o el ladrillo, un punto en el que hubiera impactado una bala disparada contra el coche desde el otro lado de la calle. Pero no vio nada y pensó que tal vez se equivocaba, que al fin y al cabo el trozo de espejo no había sido astillado por un disparo y que quizá llevaría tiempo tirado allí.
Los del equipo técnico en la calle habían terminado de efectuar mediciones y volvían al interior del edificio. McVey iba a entrar con ellos cuando de pronto se percató de que faltaba una de las puntas que coronaban la verja de hierro recién pintada. Fue al otro lado de la verja y se agachó para buscar la punta en el suelo. Entonces la vio a la sombra de un surtidor de agua, al borde del edificio. La recogió y vio que la parte frontal estaba doblada por la fuerza de un fuerte impacto. Allí donde se había producido el impacto, la pintura fresca dejaba al descubierto un brillante trozo de acero.
Capítulo 61
Al escapar, Bernhard Oven había tomado la decisión más acertada. El primer disparo del americano, desviado a causa del cuchillo clavado en la mano, le había abierto un surco sangriento en la base de la mandíbula. Había tenido suerte. Sin el cuchillo, Osborn le habría dado entre ceja y ceja. Si Oven hubiera tenido la Walther a mano en lugar del cuchillo, le habría hecho lo mismo a Osborn y luego habría matado a la chica.
Pero no había sido así. Tampoco había decidido quedarse y enfrentarse al americano porque al oír los disparos, los policías que esperaban fuera habrían llegado rápidamente como de hecho lo hicieron. Lo último que Oven deseaba era enfrentarse a un hombre furibundo armado y a la policía entrando por la puerta a su espalda.
Aunque hubiera matado a Osborn, existía una gran probabilidad de que la policía lo atrapara o lo hiriera. Si hubiera sucedido eso, tal vez habría sobrevivido un día en la cárcel hasta que la Organización hubiera encontrado un medio para eliminarlo. Ésa era otra razón por la que su retirada había sido oportuna y bien pensada.
Pero su huida le creaba otro problema. Por primera vez lo habían visto con toda claridad. Los testigos eran Osborn y Vera Monneray, que más tarde lo describirían a la policía como muy alto, al menos un metro noventa, pelo y cejas rubios.
Eran casi las nueve y media, poco más de dos horas después del tiroteo. Oven se levantó de la silla de respaldo alto donde se había quedado cavilando y entró en el dormitorio del piso de dos habitaciones en la rué de l'Église, abrió la puerta del armario y sacó unos vaqueros recién planchados. Los dejó sobre la cama, se sacó los pantalones de franela gris, los colgó cuidadosamente y los dejó en el armario.