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Buscó a tientas en la oscuridad y encontró una rama seca del grueso de su muñeca, y la quebró. Sintió un peso en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó en el árbol, hurgó en él y sus dedos se cerraron sobre el acero de la pistola automática que le había quitado a Henri Kanarack. Se había olvidado de ella y le sorprendió que no la hubiera perdido en su periplo por las aguas. No tenía la menor idea de si funcionaba o no. De todos modos, el solo hecho de sostenerla le ofrecía una ventaja sobre muchas personas. Tal vez podía incluso ganar algo de tiempo frente al hombre alto. Cogió la rama y, sirviéndose de ella como muleta y bastón a la vez, comenzó a caminar en la oscuridad alejándose del río.

Capítulo 39

Sábado, 8 de octubre 3.15

Agnés Demblon estaba sentada en el salón de su piso, fumando el segundo paquete de Gitanes desde la medianoche con la mirada fija en el teléfono. Aún llevaba el mismo traje arrugado con que había ido al trabajo el viernes durante todo el día. No había comido ni se había lavado los dientes. A esa hora, Henri tendría que haber llegado o al menos haber llamado por teléfono. Ya debería haber tenido noticias suyas, pero no era así. Algo había funcionado mal, estaba segura, pero no sabía qué era. Aunque el americano fuera un profesional, Kanarack lo habría despachado con la misma eficiencia que había demostrado con Jean Packard.

¿Cuántos años habían pasado desde la primera vez que Kanarack le había tirado del pelo y le había levantado el vestido? Estaban en medio del patio de la escuela de la calle Dos en Bridgeport, Connecticut. Cuando aquello sucedió, Agnés cursaba primero de básica y Henri Kanarack – ¡no, Albert Merriman!- el cuarto. Él había sido el protagonista del incidente y después de lanzar una risotada se había marchado a paso lento con sus amigos a hostigar a un chico gordo, a propinarle un puñetazo y hacerle llorar. Esa misma tarde Agnés se vengó. Lo siguió a casa desde la escuela y se le acercó por detrás cuando se detuvo a observar algo. Empinándose todo lo que podía, sostuvo una enorme piedra con ambas manos y la dejó caer sobre su cabeza. Kanarack se cayó y ella recordaba que sangraba mucho y que había llegado a pensar que lo había matado. De pronto, él la cogió por un tobillo y ella echó a correr. Aquel episodio fue el comienzo de una relación que habría de durar más de cuarenta años. Era curioso que gente con rasgos parecidos se buscara siempre desde el principio.

Agnés se levantó y apagó un Gitane en el cenicero repleto de colillas. Eran las tres y media de la mañana. Los sábados, la panadería estaba abierta hasta el mediodía.

En menos de dos horas tendría que ir al trabajo. Luego recordó que Henri se había llevado su coche. Tenía que coger el metro si es que estaba abierto a esa hora. No lo sabía. Había pasado tanto tiempo desde la última vez.

Pensando que tal vez tendría que llamar un taxi entró en su habitación, se sacó la ropa y se puso la bata. Puso la alarma a las cinco menos cuarto y se acostó en la cama. Se cubrió con la manta, apagó la luz y se relajó. Si lograba dormir setenta y cinco minutos era mejor que nada.

En la acera de enfrente Bernhard Oven, el hombre alto, sentado al volante de un Ford verde miró su reloj. Eran las tres treinta y siete de la madrugada.

En el asiento tenía a su lado un pequeño aparato rectangular similar al mando a distancia de un televisor con algo parecido a un cronómetro digital en el ángulo superior izquierdo. Oven lo cogió y lo fijó en tres minutos y treinta y tres segundos. Puso en marcha el motor del coche y pulsó una tecla roja en el ángulo inferior derecho del artilugio negro. El reloj se activó y comenzó una cuenta atrás en décimas de segundos hacia el 0.0.00.

Bernhard Oven miró una vez más hacia el edificio de apartamentos, puso el coche en marcha y se alejó.

3.32.16

Repartidas entre el desorden del suelo en el sótano del edificio de Agnés Demblon había siete diminutas bolas de un plástico altamente compacto e incendiario conectadas a una espoleta electrónica. Un poco después de las dos de la mañana, Oven se había colado por una ventana. Trabajó con rapidez y en menos de cinco minutos colocó las cargas entre los muebles viejos y las cajas de ropa prestando especial atención a un barril de mil litros donde se guardaba el petróleo de la calefacción. Luego salió por donde había entrado y volvió a su coche. A las tres menos veinte de la mañana se habían apagado todas las luces del edificio excepto una. A las tres y treinta y cinco, Agnés Demblon apagó la suya.

A las tres y treinta y nueve minutos y treinta segundos explotaron las cargas de plástico.

Capítulo 40

El vuelo 38 de American Airlines procedente de Chicago aterrizó en el aeropuerto de Kloten a las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana, veinte minutos antes de lo esperado. La línea aérea había preparado una silla de ruedas pero Elton Lybarger quiso salir del avión por su propio pie. Estaba a punto de reencontrar a la familia que no había visto en un año, el tiempo transcurrido desde su infarto, y quería que vieran a un hombre rehabilitado, no a un impedido considerado un lastre.

Joanna recogió el equipaje de mano y esperó detrás de Lybarger cuando los últimos pasajeros salían del avión. Luego, entregándole su bastón, le advirtió que tuviera cuidado al bajar y él se preparó para salir.

Al llegar a la entrada ignoró la sonrisa y los saludos de la azafata y plantó con firmeza su bastón junto a la puerta. Respiró profundamente, cruzó el umbral y comenzó a caminar por el pasillo techado.

– Se lo agradezco. Lo que pasa es que está un poco nervioso -se disculpó Joanna al pasar para alcanzarlo.

Dentro de la terminal esperaron un momento para pasar por la oficina de aduana suiza. Luego Joanna buscó un carro, retiró las maletas y se dirigieron por un pasillo hacia la policía de inmigración. De pronto Joanna se preguntó qué harían si nadie venía a buscarlos. No tenía idea de dónde vivía El-ton Lybarger ni a quién podía llamar. Cuando ya habían salido de Inmigración y cruzaban una puerta de vidrio hacia la terminal principal, una orquesta de fanfarria de media docena de músicos comenzó a tocar una versión suiza de «Porque es un tipo excelente» y una veintena de hombres y mujeres sumamente elegantes aplaudieron. A su espalda, cuatro hombres con uniforme de chófer se sumaron jovialmente al aplauso.

Lybarger se detuvo y los miró. Joanna no sabía si reconocía a alguien o no. De pronto, una mujer gorda con abrigo de piel con el rostro velado y un gran ramo de rosas amarillas se acercó a Lybarger y lo abrazó efusivamente cubriéndolo de besos.

– Ay, tío, ¡tío! ¡Cómo te hemos echado en falta! Bienvenido a casa -repetía.

Los demás no tardaron en acercarse y rodearon a Lybarger sin ocuparse de Joanna, intrigada por esa gran manifestación. Durante cinco meses de terapia física intensiva, Elton Lybarger jamás le había insinuado nada sobre la fortuna que, al parecer, poseía. ¿Dónde se había metido toda esa gente hasta entonces? Aquello resultaba difícil de creer. Pero, claro, nada de eso era de su incumbencia.

– ¿Señorita Marsh? -Preguntó un hombre sumamente atractivo que se apartó del grupo-. Me llamo Von Holden. Trabajo en la empresa del señor Lybarger. ¿Me permite acompañarla hasta su hotel?

Von Holden, de aproximadamente treinta años, era delgado, tenía espaldas de nadador y medía casi un metro noventa. Tenía el pelo trigueño y corto. Vestía una chaqueta cruzada de corte impecable, camisa blanca y corbata negra con un escudo bordado.

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