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– Lo siento -dijo, mirándolo a los ojos. Luego subió a un taxi, la puerta se cerró y ella desapareció.

– Así de simple -se dijo Osborn en voz alta.

Una hora más tarde se encontraba sentado en una cervecería de la calle Saint Antoine intentando armar el rompecabezas. Si hubiera seguido su plan original y no hubiese cogido el vuelo a París, faltarían sólo un par de horas para que su avión aterrizara en Los Ángeles. Cogería un taxi en dirección a su casa que se orientaba al Pacífico, sacaría a su perro Chesapeake de la perrera y luego iría a ver si los ciervos habían saltado por encima de la verja para comerse las rosas. Al día siguiente, volvería al trabajo. Ése habría sido el curso natural de las cosas si él se hubiera decidido. Pero no había sido así.

Sólo importaba Vera, quién era y lo que despertaba en él. Lo demás no tenía ninguna trascendencia. Ni el presente, ni el pasado ni el futuro. Al menos eso era lo que pensaba cuando de pronto levantó la mirada y descubrió al hombre de la cicatriz.

Capítulo 12

Miércoles, 5 de octubre

Pasaban unos minutos de las diez de la mañana cuando Henri Kanarack entró en un pequeño colmado a media manzana de la panadería. El incidente con el americano seguía inquietándolo, pero no había sucedido nada en dos días y, al igual que su mujer y que Agnés Demblon, Kanarack empezaba a pensar que el tipo se había equivocado de persona o que simplemente se trataba de un loco. Estaba inclinado recogiendo varias botellas de agua mineral para llevar al trabajo, cuando el dueño del colmado, un tipo obeso y casi ciego, lo cogió súbitamente por el brazo y lo llevó a la trastienda.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kanarack, indignado-. Llevo los pagos al día.

– No es nada de eso -dijo Fodor, escrutando tras sus gruesas gafas para asegurarse de que no había clientes esperando ante la caja registradora. Fodor no era sólo el propietario sino también el dependiente, cajero, chico de los recados y vigilante. '

– A primera hora ha venido un hombre. Un detective privado con un dibujo muy raro de usted.

– ¿Qué? -A Kanarack se le saltó el corazón por la boca.

– Lo andaba enseñando. Y le preguntaba a la gente si lo conocían.

– ¡Usted no le dijo nada!

– Desde luego que no. Ya notaba que se traía algo entre manos. ¿Qué es, un inspector de Hacienda?

– No lo sé -dijo Kanarack, y apartó la mirada. Un detective privado, y ya había llegado tan lejos. ¿Cómo? Volvió a mirar a Fodor-. ¿De qué empresa venía? ¿Le preguntó el nombre?

Fodor asintió y abrió el único cajón del mueble que servía de mesa de trabajo. Sacó una tarjeta y se la entregó.

– Dijo que lo llamáramos si lo veíamos.

– ¿Si lo veíamos? ¿Qué quiere decir, veíamos?

– Yo y la gente que había en el local. Les preguntó a todos. Suerte que todos eran desconocidos y nadie sabía quién era usted. Ahora, no sé adonde habrá ido después ni si habló con alguien más. Si fuera usted, tendría cuidado al volver al trabajo.

Henri Kanarack no volvería al trabajo. Al menos ese día, y tal vez nunca más. Miró la tarjeta en la mano y llamó por teléfono a la panadería. Pidió hablar con Agnés.

– El americano me ha hecho seguir por un detective privado -dijo-. Si aparece por ahí, asegúrate de que hable contigo. Y que nadie diga nada. Se llama… -Kanarack volvió a mirar la tarjeta- Jean Packard. Trabaja para una empresa, Kolb International. -De pronto se enfureció-. ¿Qué quieres decir, que qué le dirás? Dile que ya no trabajo ahí, desde hace tiempo. Si quiere saber dónde vivo, no lo sabes. Me enviaste algunos papeles cuando me fui y te los devolvieron sin nueva dirección. -Con esas instrucciones, y diciendo que volvería a llamar, Kanarack colgó.

Menos de una hora más tarde, Jean Packard entró en la panadería y echó un vistazo. Sus conversaciones con otros dos tenderos y con un chico que había visto el dibujo por casualidad lo habían conducido hasta allí. Una pequeña tienda de la panadería daba a la calle. Más allá, vio una oficina, y una puerta cerrada tras la cual, supuso, estaría la tahona.

Una mujer de edad pagó dos barras de pan y se volvió para salir. Packard sonrió y le abrió la puerta.

– Mera beaucoup -dijo ella al pasar.

Jean Packard la saludó con la cabeza y se volvió hacia la joven que había detrás del mostrador. Aquí trabajaba su hombre. No le mostraría el dibujo a nadie, porque no quería dar a entender que lo andaban buscando. Quería conseguir una lista con los nombres de los empleados. Aquélla era a todas luces una pequeña empresa, y probablemente no tenía más de diez o quince empleados en nómina. Todos estarían registrados en la Oficina Central de Impuestos. Una búsqueda por ordenador haría coincidir nombres con direcciones. No sería difícil sondear a diez o quince personas. Conseguiría el nombre que buscaba por simple eliminación. La chica de la caja registradora vestía una falda corta y ceñida y tacones altos. Sus largas y bien torneadas piernas estaban revestidas por unas medias de malla. Tenía el pelo recogido en un nudo en la parte superior de la cabeza, grandes pendientes redondos y su arreglo habría maquillado a tres mujeres. Era el tipo medio chica medio mujer que se pasa la mayor parte del día esperando que llegue la noche. Un empleo detrás del mostrador en una panadería no le parecería una actividad apasionante, pero le ayudaría a pagar las cuentas hasta encontrar una solución más adecuada.

– Bonjour -dijo Jean Packard y sonrió.

– Bonjour -contestó ella, y le devolvió la sonrisa. Al parecer, el coqueteo en ella era algo natural.

Diez minutos más tarde, Jean Packard salió con media docena de cruasanes y una lista de la gente que trabajaba en el negocio. Le había dicho a la chica que pensaba abrir una discoteca en el barrio y que quería asegurarse de que los comerciantes y sus empleados recibieran invitaciones para la inauguración. A eso se le llamaba hacer buenas relaciones públicas.

Capítulo 13

McVey tiritó de frío y vació agua hirviendo en un tazón de cerámica adornado con una bandera inglesa. Fuera caía una lluvia fría y del Támesis se desprendía una leve bruma. Las barcazas se desplazaban en ambos sentidos y el tráfico de coches fluía, denso, en la avenida que bordeaba el río.

Miró alrededor y encontró una pequeña cuchara de plástico sobre una servilleta de papel usada. Añadió al agua caliente dos cucharadas de descafeinado Taster's Choice y una cucharada de azúcar. Había comprado el descafeinado en un pequeño colmado en la esquina del cuartel de Scotland Yard. Se calentó las manos con el tazón, bebió un sorbo y volvió a mirar la carpeta abierta en la mesa. Era una lista de INTERPOL sobre los asesinos múltiples conocidos o sospechosos en Europa continental, Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En total, había unos doscientos. Algunos habían purgado penas por delitos menores y los habían soltado, y otros estaban en la cárcel. Un puñado de individuos aún andaba suelto. Verificarían cada uno de los nombres en la lista. El encargado no sería McVey sino los agentes de Homicidios en los respectivos países. Le enviarían los informes por fax en cuanto los hubieran elaborado.

Con un gesto brusco, McVey dejó la lista a un lado, se levantó y cruzó la sala, con la mano izquierda como recogida en un puño abierto, restallando sin darse cuenta el dedo meñique contra el pulgar. Se sentía turbado por lo mismo que lo había turbado desde el comienzo, un sexto sentido de que quienquiera que fuese el que cortaba quirúrgicamente esas cabezas no tenía una ficha criminal. McVey dejó de pensar. ¿Por qué tenía que ser un hombre? ¿Por qué no podía ser igualmente una mujer? Las mujeres tenían actualmente igual acceso a las carreras de medicina que los hombres. En algunos casos, tal vez más. Y con la popular moda de conservar la línea, muchas mujeres estaban en excelentes condiciones físicas.

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