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A unos metros vio un banco. Se acercó y se sentó. Esperó unos minutos mientras se aclaraba las ideas y decidía qué hacer. El aire estaba limpio y claro y respiró profundo. Se llevó las manos a los bolsillos con el gesto acostumbrado para calentárselas y, al hacerlo, con la derecha palpó la pistola. Como un objeto guardado hacía mucho tiempo y luego olvidado. En ese momento, algo le hizo levantar la mirada.

Se acercaba un hombre. Tenía el cuello del abrigo levantado y caminaba levemente inclinado hacia un lado como aquejado de un defecto físico. Al acercarse, Osborn se percató de que era más alto de lo que parecía, delgado, hombros anchos y pelo corto. Estaba a sólo unos metros cuando Osborn levantó la cabeza y los dos se miraron a los ojos.

– Guten Abend. Buenas noches -dijo Von Hol-den.

Osborn le devolvió un leve saludo con un gesto de la cabeza y luego se volvió para evitar todo contacto. Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta y palpó la empuñadura de la pistola. El hombre había caminado apenas unos diez metros cuando de pronto se volvió y regresó sobre sus pasos. El movimiento tenía algo de desconcertante y Osborn reaccionó inmediatamente. Sacó la pistola de la chaqueta y apuntó directamente al pecho del hombre.

– ¡Vá-ya-se! -dijo marcando cada sílaba.

Von Holden lo miró fijamente un momento y luego su mirada se desvió hacia la pistola. Vio que Osborn estaba agitado y nervioso, pero que su pulso era firme y que apoyaba el dedo sin titubear contra el gatillo. La pistola era una CZ del 22, checa. Pequeño calibre pero certera a escasa distancia. Von Holden sonrió. Era la pistola de Bernhard Oven.

– ¿De qué se ríe? -preguntó Osborn. En ese momento vio que el hombre miraba más allá de donde estaba él. Sin dudarlo, Osborn se apartó unos pasos manteniendo la pistola a la misma altura. Se volvió a mirar brevemente hacia la derecha.

A la sombra de un árbol, a unos cinco metros, había un segundo hombre.

– Dígale que se acerque a usted -dijo Osborn volviéndose hacia Von Holden.

Von Holden guardó silencio.

– Sprechen Sie Engliscb? -preguntó Osborn.

Von Holden guardó silencio.

– Sprechen Sie Englisch? -insistió Osborn más nervioso.

Von Holden asintió con un levísimo gesto de la cabeza.

– Entonces dígale que camine hacia donde está usted -indicó, y echó el percutor atrás tensando el gatillo. Si algo sucedía, sólo tendría que dejar que el pulgar se deslizara y la pistola dispararía a bocajarro-. ¡Dígaselo ya!

Von Holden esperó apenas un momento y luego ordenó en alemán:

– ¡Haz lo que te ordena!

Obedeciendo a Von Holden, Viktor salió de debajo del árbol y cruzó el césped hasta situarse junto a Von Holden. Tendría poco más de treinta años y su constitución fibrosa le daba aspecto de duro.

Osborn los observó un momento en silencio, luego retrocedió lentamente sin dejar de apuntar al pecho de Von Holden.

Siguió retrocediendo durante otros veinte metros. De pronto, al pasar junto a un árbol, giró sobre sus talones y empezó a correr. Cruzó un camino iluminado, subió de un salto un par de peldaños y siguió corriendo por el césped entre los árboles. Miró hacia atrás. Vio que lo seguían siluetas oscuras perfilándose contra el cielo de la noche corriendo entre los árboles que quedaban a sus espaldas.

Más allá divisó los brillantes faros de los coches en Tiergartenstrasse. Volvió a mirar atrás. Los árboles se perdían en la oscuridad. Supuso que aún venían tras él pero no había manera de saberlo. Con el corazón acelerado y los pies resbalando en el césped húmedo, siguió corriendo. Finalmente sintió el pavimento bajo sus pies y supo que había llegado a los lindes del parque. Estaba justo frente a las luces de la calle y ante el flujo denso del tráfico. Sin detenerse cruzó la calle corriendo y los cláxones chillaron por todas partes. Logró esquivar un coche, luego otro. Se oyó un chirrido de neumáticos y luego un feroz estrépito de metales cuando un taxi giró para no embestirlo y se incrustó en un coche estacionado.

Al instante, otro coche se empotró en el taxi por detrás y una pieza del parachoques salió despedida hacia la oscuridad.

Osborn no volvió a mirar atrás. Con los pulmones quemándole el pecho se agachó detrás de una fila de coches y corrió con el tronco doblado a lo largo de una manzana hasta que entró en una calle lateral. Más adelante había una intersección y una calle muy iluminada. Sin aliento, dobló en la esquina y cruzó hasta la acera mezclándose entre los peatones.

Se metió la pistola bajo el cinturón, la ocultó con la chaqueta y siguió caminando intentando recuperar la calma. Pasó junto a un Burger King, miró atrás y no vio nada. Tal vez no lo habían seguido después de todo y sólo se lo había imaginado. Siguió caminando mezclado con la multitud.

Se cruzó con un grupo de adolescentes estrafalarios y una chica de pelo oscuro le sonrió. ¿Por qué había sacado la pistola? Lo único que había hecho aquel hombre era volverse. Osborn pensó que tal vez el segundo tipo ni siquiera lo acompañaba, que sólo había salido a pasear. Pero algo en la actitud poco natural del extraño, que se había vuelto con tanta precisión después de saludarlo, lo turbó y le hizo creer que lo iban a atacar. Por eso reaccionó de ese modo. Era preferible estar preparado que dejar que lo tomaran por sorpresa.

Un reloj en una ventana marcaba las 22.52.

Hasta ese momento se había olvidado completamente de McVey. Debía volver al hotel antes de ocho minutos y no tenía idea de dónde estaba. ¿Qué haría? Inventar un cuento, decir que estaba… De pronto, al doblar en una esquina, vio el Europa Center directamente enfrente. Abajo vio el rótulo luminoso del Hotel Palace colgando sobre la entrada de los coches.

A las once menos seis minutos, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y el ascensor subió. Estaba solo y a salvo.

Intentó olvidar a los hombres del parque y se miró en el espejo del ascensor. Se arregló el pelo y se alisó la chaqueta. En la otra pared había un cartel turístico de Berlín con fotos de lugares famosos de la ciudad. Dominaba en el centro una foto del palacio de Charlottenburg. Osborn recordó lo que Remmer había dicho esa tarde. «Es una bienvenida para un tal Elton Lybarger, un empresario de Zúrich que sufrió un grave infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está plenamente recuperado.»

– Joder -maldijo por lo bajo-. Joder.

¿Cómo era posible no haberse percatado antes?

Capítulo 101

A las once menos dos minutos, Osborn llamaba a la puerta de la habitación 6132. McVey tardó un momento en abrir. Había cinco hombres detrás de él y todos lo observaban en silencio. Noble, Remmer, el agente Schneider y dos miembros uniformados de la policía de Berlín.

– Bueno, ha regresado la Cenicienta -observó McVey.

– Me separé del agente Schneider. Lo busqué por todas partes. ¿Qué tenía que hacer? -Osborn ignoró la mirada de ira que le lanzó McVey, cruzó la habitación y cogió el teléfono. Se produjo un silencio y Osborn pudo hablar.

– El doctor Mandel, por favor -dijo.

Remmer se encogió de hombros, despidió a los policías berlineses y McVey le estrechó la mano a Schneider. Remmer los acompañó a los tres a la puerta y cerró.

– Ya volveré a llamar, gracias -dijo Osborn, y miró a McVey al colgar-. Usted me dirá si me equivoco -prosiguió con una energía que McVey no le había visto desde Inglaterra-, pero después de todo lo que he observado, con o sin orden de arresto, las posibilidades de conseguir pruebas suficientes para llevar a Scholl a juicio son casi nulas. Es demasiado poderoso, está demasiado bien conectado y por encima de la ley, ¿no?

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