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La otra llamada sería del fontanero que habían reclamado los vecinos cuando los aspersores automáticos de McVey comenzaron a funcionar intermitentemente cada cuatro minutos a lo largo de todo el día. El fontanero llamaba para comunicar lo que le iba a costar instalar un sistema completamente distinto para reemplazar el que McVey había instalado hacía años con un modelo de Sears cuyas piezas ya no tenían repuesto. Y luego una llamada que seguía esperando y deseando, la llamada que lo había mantenido despierto casi toda la noche: la llamada de Osborn. Volvió a pensar en el sótano. Era más grande de lo que había pensado y tendría mil escondrijos. Pero tal vez se había equivocado, tal vez había estado hablando en la oscuridad.

Las seis y cincuenta y dos minutos. Ocho minutos más, McVey. Cierra los ojos, intenta no pensar en nada, deja que todos tus músculos y nervios se relajen.

Y entonces sonó el teléfono. McVey gruñó y descolgó.

– McVey.

– Soy el inspector Barras. Siento molestarlo.

– No importa. ¿Qué pasa?

– El inspector Lebrun ha sufrido un atentado.

Capítulo 64

Había sucedido en Lyón en la estación de la Part Dieu, poco después de las seis. Lebrun acababa de bajar de un taxi y entraba en la estación cuando el agresor, desde una moto en marcha, le disparó con un arma automática y se dio a la fuga. Había otras tres víctimas, dos de ellas muertas y la tercera gravemente herida.

A Lebrun le habían alcanzado en el cuello ‹ y en el pecho. Fue trasladado al hospital de la Part Dieu. Los primeros informes declaraban que se encontraba en estado crítico pero que podría sobrevivir.

McVey oyó los detalles, pidió que lo mantuvieran al tanto de la situación y no tardó en colgar. Llamó inmediatamente a Ian Noble a Londres.

Noble acababa de llegar a su despacho y estaba tomando el primer té del día cuando llamó McVey. Notó inmediatamente que McVey hablaba con mucha cautela.

McVey ya no sabía en quién podía confiar y en quién no. Era bastante improbable que el hombre alto hubiese viajado directamente de París a Lyón después de escapar del apartamento de Vera Monneray porque sabría que se lanzaría una orden de busca y captura contra él. McVey pensó que quienquiera que estuviese dando las órdenes, no sólo tenía pistoleros eficientes en otras ciudades sino que también estaba en condiciones de seguir todos los movimientos de la policía. Con excepción propia, nadie sabía que Lebrun había viajado a Lyón pero habían conseguido dar con su paradero hasta el punto de saber exactamente qué tren cogería para volver a París.

Desconcertado, McVey no tenía ni idea de quiénes eran, qué se proponían hacer o por qué motivo. Pero tenía que suponer que si habían liquidado a Lebrun por indagar en el montaje de Interpol Lyón, sabrían que él trabajaba con el inspector y, dado que hasta ese momento no lo habían amenazado, debía esperarse al menos que su teléfono estuviera pinchado. Así, se limitó a contarle a Noble lo que esperaba la persona que escuchara sus conversaciones. Que Lebrun había sido víctima de un atentado y que se encontraba en el hospital de la Part Dieu en estado grave. McVey iba a ducharse y se afeitaría, tomaría un desayuno rápido y llegaría a la Prefectura de Policía lo más rápido posible. Cuando tuviera más noticias, volvería a llamar.

En Londres, Ian Noble colgó el auricular y juntó los dedos de las manos. McVey acababa de ponerlo al tanto de la situación, dónde estaba Lebrun y además, le había advertido que su teléfono podía estar pinchado. Lo volvería a llamar desde un teléfono público.

Diez minutos más tarde respondió la llamada por su línea privada.

– Hay un topo en Interpol -dijo McVey desde el teléfono público de un café próximo al hotel-. Tiene que ver con el asesinato de Merriman. Lebrun fue a Lyón a ver si encontraba algo. Cuando sepan que aún está vivo, volverán a por él.

– Ya entiendo.

– ¿Puede traerlo a Londres?

– Haré lo que pueda…

– Supongo que significa que sí -dijo McVey, y colgó.

Dos horas y diecisiete minutos más tarde, un avión ambulancia de la Royal Air Forcé aterrizaba en el aeródromo de LyónBron. Una ambulancia con un diplomático inglés que había sufrido un infarto llegaba en ese momento a la pista de aterrizaje.

Quince minutos más tarde, Lebrun viajaba rumbo a Inglaterra.

A las siete y cinco minutos llegó un coche hasta la entrada del edificio de Vera Monneray en el 18 Quai de Bethune. Bajó Philippe cansado y con aspecto descuidado después de haber pasado toda una noche examinando infructuosamente fotos de archivo criminales.

Saludó con un gesto de cabeza a los policías apostados en la puerta y entró al salón de recepción.

– Bonjour, Maurice -le dijo al vigilante nocturno que estaba sentado detrás de la mesa, el hombre a quien debía reemplazar. Le pidió una hora más para descansar y afeitarse.

Empujó la puerta, entró en el pasillo de servicio y bajó las escaleras hasta su modesto apartamento del sótano al otro lado del edificio. Había sacado la llave y estaba a punto de abrir cuando oyó que alguien lo llamaba. Sorprendido, se volvió rápidamente temiendo encontrarse cara a cara con el hombre alto apuntándole al pecho con una pistola.

– Monsieur Osborn! -exclamó aliviado cuando éste salió de detrás de la puerta del cuarto de contadores-. No debería haber salido de su cuarto. La policía está por todos lados -le advirtió, y vio que Osborn tenía la mano vendada y agarrotada contra la cintura-. Monsieur…

– ¿Dónde está Vera? No está en su apartamento. ¿Dónde está? -insistió. Osborn parecía no haber dormido casi. Pero sobre todo parecía asustado.

– Entre conmigo, por favor -pidió Philippe, y abrió rápidamente la puerta de su pequeño piso-. La policía la llevó al trabajo. Fue ella quien insistió. Yo sólo iba al baño y pensaba subir a ver si estaba usted. Mademoiselle está también muy preocupada.

– Tengo que hablar con ella. ¿Tiene usted teléfono?

– Sí, desde luego. Pero puede que la policía esté escuchando. Le seguirán la pista a la llamada hasta aquí.

Philippe tenía razón. Sí que lo harían.

– Llámela usted, entonces. Dígale que está muy preocupado de que el hombre alto la encuentre. Dígale que les pida a los policías de su escolta que la lleven a casa de su abuela en Calais. No deje que le discuta. Dígale que se quede allí hasta que…

– ¿Hasta cuándo?

– No lo sé -dijo Osborn mirándolo fijo-. Hasta que… pase el peligro.

Capítulo 65

– Esta vez no quiero arriesgarme -dijo McVey, y pulsó un botón en el teléfono del despacho privado de Lebrun en la Prefectura de Policía. Se encendió una luz confirmando que la línea no estaba pinchada-. ¿Me escucha bien, ahora?

– Sí -respondió Noble, que hablaba desde un teléfono similar en la Unidad de Comunicaciones Especiales en Londres-. Lebrun llegó hace unos cuarenta minutos por cortesía de la Royal Air Forcé. Lo hemos ingresado en el hospital de Westminster con un nombre falso. No está en muy buenas condiciones pero, al parecer, los médicos piensan que se pondrá bien.

– ¿Puede hablar? -preguntó McVey.

– Todavía no, pero puede escribir o al menos garabatear algo. Nos ha dado dos nombres. «Klass» y «Antoine». Este último tiene un signo de interrogación.

Klass era el doctor Hugo Klass, el experto alemán en huellas dactilares que trabajaba en Interpol, Lyón.

– Intenta decirnos que fue Klass quien pidió el archivo de Merriman a la policía de Nueva York -dijo McVey-. Antoine es el hermano de Lebrun, director de Seguridad Interna en el cuartel general de Interpol -agregó preguntándose si el signo de interrogación junto al nombre de Antoine expresaba la inquietud de Lebrun por la suerte de su hermano o si quería decir que éste habría tenido algo que ver con el tiroteo.

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