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– ¿Qué ha sacado en limpio de la grabación? ¿Alguna cosa de interés? Preguntó Osborn frío nada más abrirse la puerta-. Fue bastante conveniente que yo llegara antes, ¿no? Porque a Vera podría ocurrírsele decirme a mí lo que no le diría a la policía alemana y los micrófonos lo habrían grabado todo. Pero al parecer no ha ido bien, ¿eh? Lo único que ha conseguido ha sido la verdad de una mujer aterrorizada.

– ¿Cómo sabe que dice la verdad?

– ¡Porque lo sé, maldita sea!

– ¿Le ha mencionado alguna vez al capitán Cadoux de Interpol? ¿Alguna vez habló de él o mencionó su nombre?

– No. No.

McVey le lanzó una mirada rabiosa y al cabo de un instante se calmó.

– Está bien, creámosle. Los dos.

– Entonces, suéltela.

– Osborn, está usted aquí gracias a mí. Y quiero decir con eso que no está muerto en el suelo de un bar en París con la bala de un asesino de la Stasi entre ceja y ceja.

– McVey, ¡eso no tiene nada que ver con esto y usted lo sabe! Y por lo mismo, no tiene ningún motivo para retenerla. ¡Eso también lo sabe!

McVey tenía la mirada fija en Osborn.

– ¿Usted quiere descubrir el porqué de lo de su padre?

– Lo que sucedió con mi padre no tiene nada que ver con Vera.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro? -McVey no quería ser cruel, sólo quería sondear a Osborn-. Dice que la conoció en Ginebra. ¿Se acercó usted a ella o ella a usted?

– No… no tiene nada que…

– Contésteme.

– Ella se… acercó a mí.

– Vera Monneray era la amante de François Christian, y exactamente el día de ese asunto de Lybarger, él aparece muerto y ella en Berlín con una invitación a la cena.

Osborn estaba irritado. Irritado y confundido. ¿Qué insinuaba McVey? Era una locura pensar que Vera pertenecía a la Organización. Imposible. Él creía todo lo que acababa de contarle. ¡Se amaban demasiado como para desconfiar! El amor de Vera significaba muchas cosas. Osborn se volvió y miró al techo. A una altura imposible de alcanzar desde el suelo, colgaban las hileras de la intensa luz artificial, bombillas de ciento cincuenta vatios que no dejarían de brillar.

– Puede que sea inocente, doctor -dijo McVey-. Pero no le corresponde a usted resolverlo, sino a la Policía Federal.

Se abrió la puerta a su espalda y entró Remmer.

– Tenemos el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Noble nos espera.

McVey le lanzó una mirada a Osborn.

– Quiero que vea esto -dijo escueto.

– ¿Por qué?

– Es la casa donde tenemos que reunimos con Scholl. Y cuando digo «tenemos», quiero decir usted y yo, doctor.

Capítulo 110

Joanna tenía la maleta sobre la cama y se ocupaba en meter las últimas cosas cuando entró Von Holden.

– Joanna, quiero pedirte perdón. Lo siento…

Joanna lo ignoró, se dirigió al armario y sacó el vestido de Uta Baur preparado para la noche. Volvió, lo colocó sobre la cama y comenzó a doblarlo. Von Holden permaneció quieto un momento, luego se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella se detuvo, fría.

– Es un momento de mucha tensión para mí, Joanna… Para ti también, y para el señor Lybarger. Por favor, perdóname por haber reaccionado de esa manera, abajo…

Joanna no se movió y mantuvo la mirada fija en el reflejo de la ventana al otro lado de la habitación.

– Tengo que decirte la verdad, Joanna… En toda mi vida, nadie me había dicho que me amara. Y tú… me has asustado.

Sintió que su respiración se relajaba.

– ¿Que te he asustado?

– Sí.

Ella se volvió, lentamente. La mirada horrenda, cargada de odio que la había aterrorizado hacía un rato, era ahora suave y vulnerable.

– No me hagas esto…

– Joanna, no sé si soy capaz de amar.

– No… -dijo Joanna, sintió un escozor en los ojos y una lágrima le rodó por la mejilla.

– Es verdad, no creo que sea capaz…

Joanna le puso rápidamente el dedo contra los labios para impedir que hablara.

– Sí que eres capaz -dijo.

Von Holden deslizó las manos hasta su cintura y ella se refugió en sus brazos. Él la besó suavemente y ella se lo retribuyó y sintió que él se endurecía al contacto con ella. Se sintió embargada por la emoción y la razón desapareció de su horizonte. Ya no quedaba ni huella de aquella horrible expresión que había visto en Von Holden. No la recordaba, como si jamás hubiera existido.

Desde el helicóptero, volando a una altura de doscientos metros, habían filmado una perspectiva de la casa del número 72, Hauptstrasse. Era una villa del siglo XIX con un edificio principal de tres plantas y un garaje con cabida para cinco coches en la parte de atrás. Después de cruzar una verja de hierro forjado que llegaba hasta la calle, se entraba a un camino semicircular. Este se dirigía hacia el garaje pasando por el lado derecho de la casa y a la izquierda había una pista de tenis de tierra batida. Todo el perímetro de la propiedad estaba rodeado por un alto muro de piedra recubierto de enredaderas de hoja caduca.

– Hay una puerta atrás, junto al garaje. Parece que desemboca en una entrada de servicio -dijo Noble observando la perspectiva aérea en la pantalla gigante Sony.

– Así es, y normalmente funciona.

Los cuatro hombres, Noble, Remmer, McVey y Osborn, estaban sentados en butacas de cine en una sala de vídeo situada en la planta superior a las celdas de interrogatorio. Osborn estaba reclinado en su asiento con la mano en la barbilla. En el piso de abajo estaban interrogando a Vera. Su imaginación lo asediaba con ideas de lo que le estaban haciendo. Por otro lado -su imaginación se desbocaba- ¿qué pasaría si, después de todo, McVey tenía razón y ella pertenecía a la Organización? François Christian bien le habría contado cosas a Vera y ella, a su vez, las habría transmitido a la Organización. Si era así, ¿qué tenía que ver él con aquello? ¿Qué pretendía Vera de él? Tal vez el hecho de haberse visto implicado en lo de Merriman era un accidente, una mera coincidencia. Ella no podía haber sabido lo de Merriman en Ginebra porque él no había encontrado al asesino hasta que la hubo seguido a París.

– Esta toma es desde un camión de la lavandería, mientras el conductor entregaba un pedido en la casa de enfrente -dijo Remmer señalando la pantalla del vídeo de alta definición-. Son secuencias cortas que obtuvimos desde diferentes vehículos. Por eso sólo disponemos de una perspectiva aérea. No queremos que sospechen que los estamos vigilando.

La cámara oculta enfocó la casa con el zoom. Había una limusina Mercedes estacionada en la entrada y un jardinero trabajaba en el césped. Aparentemente no había nada más que señalar. El objetivo se mantuvo un momento fijo en ese plano y luego empezó a retroceder.

– ¿Qué es eso? -Saltó McVey-. Hay un movimiento en la ventana de arriba, la segunda a la derecha.

Remmer paró, rebobinó y proyectó de nuevo, esta vez a cámara lenta.

– Hay alguien junto a la ventana -dijo Noble.

Remmer volvió atrás y proyectó a cámara «super lenta» y con un zoom especial enfocado a la ventana.

– Es una mujer. No se distingue bien.

– ¿Puedes ampliar la imagen?

– Sí -asintió Remmer. Cogió el interfono y pidió que enviaran a un técnico, sacó la casete del vídeo, la dejó a un lado e introdujo otra. Era básicamente la misma perspectiva de la casa, pero con una pequeña variación de ángulo. Un ligero movimiento en la ventana de arriba sugería que McVey tenía razón, que había alguien mirando hacia fuera. De pronto, un BMW gris surgió desde la calle y se detuvo en la caseta de seguridad. La puerta de la verja se abrió al cabo de un momento y el coche entró. Se detuvo delante de la entrada principal, bajó un hombre alto y se introdujo en la casa.

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