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– Si eso es lo que quieres oír, vale. Sí, ella se viene a vivir aquí.

– ¡Entonces, vete al infierno, y que te pudras! ¡Vete al infierno, grandísimo hijo de puta! ¡Me cago en tu maldito nombre!

Capítulo 26

– Ya entiendo -dijo Francois Christian, pausadamente y sin emoción en la voz. Sostenía una copa de coñac en la mano, y mientras la agitaba levemente, miraba el fuego.

Vera no dijo nada. Ya era bastante difícil dejarlo. Le debía muchas cosas y no quería insultarlo a él ni a ninguno de los dos saliendo de allí como si fuera una puta, porque no lo era.

Faltaban unos minutos para las diez. Acababan de terminar de cenar y estaban sentados en el gran salón de un lujoso piso de la calle Paul Valéry, entre la avenida Foch y la avenida Víctor Hugo. Vera sabía que Francois tenía también una casa en el campo donde vivían su mujer y sus tres hijos. También sospechaba que tenía más de un piso en París, pero nunca había preguntado. Tampoco había preguntado si era su única amante, porque sospechaba que no lo era.

Bebió un sorbo de café y lo miró. Él permanecía inmóvil. Su pelo aún era oscuro, estaba minuciosamente cortado, y tenía un toque entrecano en las sienes. Con su traje oscuro a rayas, puños blancos y tiesos que asomaban de la mangas de su chaqueta con precisión de sastre, tenía el aspecto del aristócrata que era. El anillo de bodas en su mano izquierda despidió un brillo a la luz del fuego cuando él bebió un trago, absorto, sin dejar de mirar las llamas. ¿Cuántas veces la habían acariciado esas manos? ¿Cuántas veces la habían tocado de un modo que sólo él sabía tocar?

Su padre, Alexandre Baptiste Monneray, había sido oficial de alta graduación de la Marina. Durante los primeros años de su vida, Vera, junto a su madre y a su hermano pequeño, habían viajado por el mundo siguiendo al padre en los destinos que le asignaban. Cuando ella cumplió dieciséis años, su padre se jubiló y comenzó a trabajar como consultor independiente en cuestiones de defensa, y se instalaron definitivamente en una casona del sur de Francia.

Allí, Francois Christian, en aquel entonces subsecretario del Ministerio de Defensa, se convirtió, entre otros, en un asiduo visitante. Y allí había comenzado su relación. Fue Francois quien le hablaba de las artes, de la vida y el amor. Y, en una ocasión muy especial, hablaron sobre sus estudios. Cuando ella le dijo que quería estudiar medicina, él se mostró desconcertado.

Ella alegó que era verdad. No sólo deseaba ser médica, estaba decidida a serlo, aunque no fuera más que por una promesa hecha a su padre a los seis años durante una comida dominical, cuando sus padres discutían de las carreras adecuadas para las jovencitas. Así, de la nada, ella había anunciado su decisión de ser médica. Su padre le había preguntado si hablaba en serio y ella dijo que sí. Incluso recordaba la ligera sonrisa con que miró él a su madre al dar su venia a la opción de Vera. Una sonrisa que ella había tomado como un desafío. Ninguno de los dos la creía capaz de hacerlo, ni de proponérselo. Fue el momento en que ella decidió demostrarles que se equivocaban. Y en el momento de su resolución, algo había surgido en ella, una luz blanca que invadió su alrededor y conservó su fulgor. Y aunque Vera sabía que nadie más podía verla, se sentía cálida y consolada, y dueña de una fuerza más poderosa de lo que jamás había conocido. Entonces lo había interpretado como la confirmación de que la promesa hecha a su padre tenía visos de realidad, y que su destino estaba sellado.

Y aquella tarde, mientras le contaba esta historia a Francois Christian, apareció el mismo fulgor, y se lo dijo a él, que estaba allí. Sonriendo, como si entendiera cabalmente, él le había sostenido su mano en las suyas y le había dado ánimos para que siguiera la huella de sus sueños.

A los veinte años, Vera se licenció en la Universidad de París y fue aceptada inmediatamente en la Facultad de Medicina de Montpelier, ocasión que su padre aprovechó para ceder y darle todo su estímulo. Un año más tarde, después de pasar las fiestas de Navidad con su abuela en Caláis, Vera se detuvo en París para visitar a unos amigos. Sin ningún motivo especial, tuvo de súbito la idea de visitar a Francois Christian, a quien no había visto en casi tres años.

No era más que una travesura, desde luego, sin otro motivo que saludarlo. Pero Francois era ahora el líder del Partido Democrático de Francia y una de las principales figuras políticas. Vera no supo cómo llegar hasta él a través de una red de colaboradores, y decidió presentarse directamente en su despacho para verlo. Para sorpresa suya, la hicieron pasar casi inmediatamente.

Desde el momento en que entró en la habitación y él se levantó para saludarla, Vera había sentido que algo extraordinario estaba sucediendo. Él pidió té y se sentaron junto a la ventana que daba al jardín de su despacho. Francois la había conocido a los dieciséis años, y ahora Vera tenía casi veintidós. En menos de seis años, una adolescente respondona se había convertido en una joven de extraordinaria belleza, inteligente y sumamente atractiva. Si ella no estaba del todo convencida de aquello, la actitud de él se lo confirmó, y, sin poder evitarlo, no le quitó los ojos de encima, algo que también le sucedió a él con ella. Esa misma noche Francois la había llevado a ese piso. Cenaron y luego él la desvistió sobre el sofá junto al fuego, donde ahora estaba sentado. Hacer el amor con él había sido la cosa más natural del mundo. Y seguía siéndolo, incluso después de que lo hubieran nombrado Primer Ministro para los próximos cuatro años. Y luego, Paul Osborn había entrado en su existencia, y en lo que parecía sólo un momento, todo había cambiado.

– De acuerdo -dijo él, con voz queda, volviéndose hacia ella. Al encontrarse sus miradas, él conservaba aún un gran amor y todo el respeto por ella-. Ya entiendo. -Dejó la copa y se levantó. Volvió a mirarla, como queriendo fijar la imagen para siempre en su recuerdo. Durante un rato largo, permaneció inmóvil. Finalmente, dio media vuelta y desapareció.

Capítulo 27

Osborn se sentó en el borde de la cama y oyó a Jake Berger quejarse del humo que le hacía llorar los ojos y le tapaba la nariz, y de los treinta grados de calor que estaban convirtiendo a Los Ángeles en una olla a presión de contaminación que rozaba los límites de alerta en grado uno. Berger no paraba de hablar desde el teléfono del coche, en algún punto entre Beverly Hills y el opulento barrio de Century City. No parecía importarle mucho que Osborn se encontrara a diez mil kilómetros en París y que tuviera sus propios problemas. Hablaba más como un niño mimado que como uno de los mejores abogados de Los Angeles, el mismo que anteriormente le había dado a Osborn las señas de Kolb International y de Jean Packard.

– Jake, por favor, escúchame… -interrumpió Osborn finalmente, y le contó lo que acababa de suceder: el asesinato de Jean Packard, la visita inesperada de McVey, su trabajo con Interpol, los asuntos personales. No dijo que había mentido en lo referente a contratar a Jean Packard para averiguar la existencia del amigo de Vera, así como no había explicado los motivos para contratar a un detective privado cuando había llamado por primera vez.

– ¿Estás seguro que era McVey? -preguntó Berger.

– ¿Lo conoces?

– ¿Que si conozco a McVey? ¿Crees que hay un solo abogado que alguna vez haya defendido a un sospechoso de asesinato en la ciudad de Los Angeles que no conozca a McVey? Es un tío duro y eficiente, y tenaz como un toro. Una vez que le hinca el diente a algo no lo deja ir hasta que ha terminado. Que ahora esté en París no tiene nada de sorprendente, porque lo han solicitado desde hace años los departamentos de Homicidios con casos raros en todo el mundo. La pregunta es, ¿por qué está interesado en Paul Osborn?

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